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COLUMNA NÓMADE

Buscando al soldado Salinger

El escritor, en sus días en el ejército.

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La guerra tiene demasiado sentido, por eso no se puede filmar. Se pelea por recursos naturales, por religión, por el deseo de exterminar lo diferente. Una familia puede ser un pelotón siniestro de fusilamiento, el árbol genealógico que crece en medio del dolor más profundo. El sentido pasado de rosca impide la experiencia: conviene no hablar. Podés meter una cámara en el casco de cada uno de los actores, o filmar con cámaras submarinas y tratar de capturar un desembarco y que todo quede como una disciplina olímpica para ver sentados, en el horario central del noticiero.  

Hay una foto genial de J. D. Salinger en medio de la tropa de su regimiento –el 12 de infantería– poco después del día D. En la mochila que carga, lleva la máquina de escribir. A veces, cuentan sus compañeros de combate, estaban recibiendo fuego de artillería y Salinger se mantenía en un costado, escribiendo. Desde que habían desembarcado en el Día D, lo cotidiano era estar bajo fuego o saltando entre minas y fuego de mortero. Salinger escribía partes de lo que iba a ser El guardián entre el centeno y cuando llegaba a algún lugar donde podía enviar la correspondencia, despachaba sus relatos a las revistas satinadas americanas que tenían un gran tiraje. Poder escribir lo mantenía vivo. Eso y la pura suerte: ahora sí, ahora no.  

Gran parte de la obra de Salinger es un fresco de la guerra –sus primeros relatos, que después impidió que se republicaran– donde narra a los soldados despidiéndose de sus familiares, los relatos de contienda y los relatos posteriores, los del estrés post traumático: Un día perfecto para el pez banana o el genial Para Esmé, con amor y sordidez. Es increíble que un escritor que iba a ser emblema de la contracultura americana fuera, mientras duró la Segunda Guerra Mundial, un miembro del contraespionaje americano, un afilado instructor del Servicio Secreto.  

Como miembro del Cuarto Cuerpo de Contraespionaje, Salinger tenía que desembarcar en la playa de Utah en la primera oleada de las 6 y 30 de la mañana, pero según todos sus biógrafos –French, Hamilton, Slawenski– el escritor desembarcó en la segunda oleada, diez minutos más tarde y eso, en principio, lo salvó de una masacre, ya que las corrientes del canal lo habían alejado de las fortificaciones alemanas que los esperaban en la playa. El regimiento de Salinger fue el que más avanzó en territorio ocupado por el enemigo. Y participó de la batalla de Cherburgo que, según los historiadores, fue terrible. Una vez que el regimiento hizo pie y logró tomar el sitio, Salinger tuvo que interrogar a los civiles y a los prisioneros de guerra para conseguir información útil para su comando. Según contó en una carta: no dormían y estaban bajo los efectos de las pastillas, la ansiedad, el terror y la adrenalina de que no te mataran.  

En las cartas que Salinger enviaba a su familia, contaba que no recordaba ciertas partes de lo que le había sucedido mientras peleaba. Había logrado, para sobrevivir, desconectarse de los hechos, vivir en su imaginación hablando con la futura familia Glass, sostener una forma fría de comportarse. Según le dijo a un amigo cuando pasó la guerra, él se juró no hablar nunca más de eso. Salinger entró en París cuando la ciudad se rindió a las fuerzas aliadas. Y, como relata John Keenan –uno de sus grandes amigos de la guerra y compañero del jeep que los transportaba– Salinger fue designado para localizar colaboradores de los nazis entre los franceses. Siempre según Keenan, acababan de capturar a uno cuando una multitud corrió hacia ellos y se los sacó de las manos y lo mató a golpes. Salinger y Keenan no quisieron disparar sobre la gente y se quedaron fríos, mirando. “No podíamos hacer nada”, dijo Keenan. Y aunque la guerra estaba técnicamente terminada, Salinger y su batallón no sabían que iban a enfrentar todavía lo peor, la batalla del bosque de Hürtgen, un bosque sombrío de árboles altísimos, casi pegados uno al lado del otro donde estuvieron dos meses tratando de aniquilar a un regimiento alemán que resistía. Muchos de los compañeros de Salinger murieron de frío en las trincheras, con los pies mojados por el agua empantanada. “A mí me salvó que mi madre me mandaba medias de lana que ella tejía y pude tener los pies más o menos secos”, dijo después.

Cuando regresó a casa, Salinger se volvió adicto a cualquier tipo de disciplina espiritual que lo pudiera aislar del colapso nervioso con el que terminó la guerra. La última parte de su obra publicada sobre la familia Glass –su hijo Matthew dice que está clasificando los relatos que su padre dejó inéditos– es un manual de autoayuda para lograr transmitirle a los americanos civiles las bondades de la religión oriental. Para eso creó a los Glass, una familia de niños sabios infumables. Como Franny, Salinger trataba de sincronizar los latidos de su corazón con la oración de Jesús, para que se hicieran uno. Latió hasta los noventa años.  

 

 FC/DTC

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