Contra la corrupción, pero ¿cómo?
Se publicaron esta semana datos de Transparencia Internacional, que dicen medir los niveles de corrupción de 180 países en un índice que coloca en 0 a los “altamente corruptos” y en 100 a los “más limpios”. Al menos así lo presentan los medios de comunicación globales y locales que invitan a sus ciudadanos a conocer, en perspectiva comparada, cuánto mejoraron o empeoraron sus países en rectitud institucional. La Argentina y Brasil no solo salen empatados porque ambos alcanzan 38/100 puntos y comparten la posición 94/180 en el ranking, sino también porque a partir de 2019, con un gobierno de centro izquierda y otro de centro derecha, los dos redujeron sus puntajes.
Cierta forma contemporánea de la ignorancia cree que la verdad es numérica. No importa qué ni cómo se mida un fenómeno, cuanto más decimales resista su descripción más cerca estaremos de la objetividad. Lo llamativo es que, ante un coro generalizado de indignados que enjuicia a las instituciones políticas y administrativas de cada nación (dejando debajo siempre a las más pobres y desiguales como Somalía, Sudan o Haití y en la cima a las más ricas e igualitarias como Dinamarca, Alemania o Canadá), casi nadie se pregunta qué mide exactamente este índice, hasta qué punto refleja cambios significativos y sobre todo cuánto el aliento de esta sensibilidad global por la transparencia está contribuyendo a disminuir los delitos que denuncia.
Ante las complejidades que presenta definir jurídicamente el término corrupción, la dificultad que supone registrar prácticas ilegales y el hecho de que sus víctimas muchas veces ni se enteran de lo sucedido, Transparencia Internacional opta por medir percepciones. Es decir, no recuenta hechos concretos sino lo que un panel de expertos y empresarios opina como la situación imperante. Es notable observar la distancia entre las advertencias metodológicas que incluye el documento y las afirmaciones perentorias que acompañan la publicación. Mientras en las primeras se reconoce que el índice “no es un veredicto de los niveles de corrupción de naciones” (FAQ, p. 2), en la portada se denuncia que “...155 países no hicieron ningún progreso significativo contra la corrupción o incluso declinaron desde 2021.” Ni aquí ni en los medios que difunden los resultados hay mayores esfuerzos por contrastar estos índices con la renovación de autoridades, ni su correspondencia con la efectiva observación de los delitos sospechados.
Claro está, la preocupación es legítima, y muy grave que unos pocos se beneficien a costa de las mayorías. La cuestión, como plantea Sebastián Pereyra, es apreciar cuánto esta forma moralizada de concebir al fenómeno contribuye a revertirlo. Desde la perspectiva que transmiten estos índices y que tanto se popularizó en la Argentina, la corrupción remite a un conjunto preciso de personas con conductas perversas. La forma de combatir a esos seres y sus actos es develar sus fechorías (con escándalos), sancionar sus transgresiones (con juicios ejemplares) y diseñar dispositivos que alienten la rendición de cuentas (con crecientes controles administrativos). El problema es que mientras la sospecha se propaga, la frustración crece y, en el límite, se generaliza un resignado acostumbramiento, los juicios avanzan lento, casi nadie es condenado y los engorrosos procedimientos adoptados generan lo contrario de lo que dicen perseguir.
Mientras tanto, poco se dice de la corrupción como efecto sistémico de ordenes políticos, judiciales y administrativos que recurren a estos mecanismos espurios para solucionar sus problemas. Oficialismo y oposición, cuyas campañas se financian de manera oscura, prefieren denunciar a sus competidores como delincuentes y judicializar sus conflictos en lugar de resolverlos con las artes que les son propias. Ambos eligen seguir alimentando redes afines, en lugar de garantizar la independencia judicial. Por su parte, conscientes de los resortes que dictarán sus ascensos, los jueces se suplantan o se reconvierten según el clima político en el que les toque intervenir. A su vez, pocos piensan en fortalecer un funcionariado público que además de completar planillas de gastos irrisorios, tenga los conocimientos, la experiencia, la responsabilidad y sobre todo la dignidad que requieren las instituciones que se aspira a construir. Hay otras formas de resolver el problema. En la Red Marítima Anticorrupción, por ejemplo, en lugar de denunciar testimonialmente a los malos, se identificó el problema que resolvían esas prácticas condenables y se buscó solucionarlos de un modo más virtuoso para la comunidad.
Mientras las transgresiones a las normas se multiplican, nos quedan al menos los números. Con la fuerza de las estadísticas y la conciencia tranquila, sigamos replicando entonces el negocio complaciente e inocuo de esta nueva Inquisición.
MH
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