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QUÉ ESCUCHAR

Cuatro comienzos (y el principio de un final)

Alejandro Medina, Javier Martínez y Claudio Gabis, Manal.

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“Es una bomba”, se decía de ellas. No se trataba de mujeres apenas bellas. Más bien despampanantes. Explosivas. Y esas bombas usaban bikini, una pequeña prenda cuyo nombre había caído desde un atolón en el Pacífico, junto con la bomba nuclear arrojada allí, en Bikini, con la que el gobierno estadounidense comenzó, en 1946, la carrera armamentista que sirvió de telón a la Guerra Fría. El creador de esa indumentaria de dos piezas había sido un ingeniero automovilístico, Louis Réard. Y la striper Michelini Bernardini la bautizó sin querer cuando le dijo, antes de la presentación en público: “El desfile va a ser una bomba más fuerte que la de Bikini”.

En 1967, el año del Sargento Pepper, una modelo argentina salía por primera vez en la tapa de una revista de interés general editada por una empresa familiar ligada a los sectores más conservadores de la iglesia católica. La publicación apelaba en su nombre a aquellos que allí aparecían como personajes y, claro, a sus consumidores: Gente. Y el título de aquella tapa rezaba: “Susana Giménez mató en Mau-Mau”. Bombas que mataban.

Dos años después, en un lugar llamado Tres Cascadas, situado en un paraje de Ascochinga, en Córdoba, la bomba filmaba el anuncio comercial de un jabón de tocador, lo más cercano al erotismo explícito que la dictadura eclesiástico-militar de ese momento podía permitir. Mientras, en la caoital de esa misma provincia y en las ciudades de Corrientes, Rosario (Santa Fe) y Cipoletti (Río Negro), otras explosiones resquebrajaban el poder del Tte Gral Juan Carlos Onganía, presidente de facto desde el golpe de Estado del 28 de junio de 1966. Un jabón y unas pompas (¿bombas?) que explotaban haciendo “shock”.

Una bomba, en la Argentina, tenía otras resonancias. El 26 de junio de 1910, durante una función de la ópera Manon, de Jules Massenet, un artefacto explosivo colocado aparentemente por anarquistas –acusaron a Iván o Juan Romanoff, un inmigrante ruso, aunque nunca hubo pruebas de su participación– había detonado bajo los asientos 422 y 424, en la fila 14 de la platea del Teatro Colón de Buenos Aires. Dolores Urquiza, hija del general entrerriano que en 1852 había derrocado a Juan Manuel de Rosas, su antiguo aliado, y que más tarde fue degollado por sicarios en su palacio provincial–, exclamaba con voz sonora, entre el humo y las corridas del público, “coraje, compatriotas”. 

Otro 26 de junio, en 1955, un escuadrón de la aviación naval argentina había matado 308 personas y herido a otras 800 al bombardear la Plaza de Mayo de la ciudad capital.

En 1969, Susana Giménez hacía shock en blanco y negro en los televisores argentinos, y un grupo musical participaba de un film semi experimental –donde Giménez aparecía brevemente, bailando– dirigido por Ricardo Becher y titulado Tiro de gracia. El trío se llamaba Manal y ese año actuaba en el primer festival más o menos masivo destinado a la música juvenil en la Argentina y empezaba a grabar su primer disco de larga duración. El álbum se editó a comienzos del año siguiente, en febrero de 1970 y en su tapa, contra un fondo amarillo, una bomba en blanco y negro contenía las caras de sus integrantes, el guitarrista Claudio Gabis, el bajista Alejandro Medina y su baterista y cantante, Javier Martínez.

La idea de la bomba –eran los años del boom latinoamericano en el campo literario, del boom del folklore en el consumo masivo de la Argentina y había una generación conocida como Baby Boom– no era ajena, en todo caso, a lo que allí sucedía musicalmente. Y a los explosivos efectos de un grupo cuyas fuentes poco tenían que ver con la prosapia de un género que aún se llamaba beat y que en muy poco tiempo empezaría a ser nombrado como “música progresiva”. Las historias posteriores lo consideraron fundante de esa entelequia bautizada “rock nacional”. Los integrantes del trío, esa “buena mano” –variación personal sobre la jerga juvenil del momento y sobre la obligada pregunta “cómo viene la mano”–, ese grupo de “música negra”, cercano al jazz, al mundo de los happenings, al cine moderno del Grupo de los cinco y al universo que circulaba por el Bar Moderno, fueron los primeros en sorprenderse. Manal se codeaba con los diseñadores gráficos de moda, con los poetas malditos de la escena porteña y con una cierta adaptación marginal –y marginada– del universo beatnik. Ese grupo que convertía la improvisación –y el virtuosismo instrumental– en credo y que cantaba en castellano manifiestos anti burgueses, retratos de la angustia existencial y poderosas acuarelas de una ciudad atravesada por el blues y las amenazas nocturnas, no hacía rock. No todavía.

Eladia

En 1958, Eladia Blázquez, la autora de tangos más importante de las décadas del 60 y del 70, había grabado por primera vez una canción propia. “Un cigarrillo y un poco de alcohol/ y en mi ventana muriéndose el sol”, cantaba la autora, con dicción centroamericana para la “ll”, a la manera de los boleros. La acompañaba el grupo Los cuatro del Sur, encabezado por el contrabajista de jazz Jorge López Ruiz. El tema no era un tango sino un blues. Y, si se escucha la versión de Blázquez de su famoso –y bello– “Sueño de barrilete”, incluido en su primer disco de larga duración, editado, igual que el primero de Manal, en 1970, el gesto del blues –el fraseo, la respiración, el desplazamiento rítmico de la voz– es inocultable. En ese sabor a blues no es un dato menor, por otra parte, el piano de Osvaldo Berlingieri, un músico que, tanto en sus tríos y cuartetos, con Leopoldo Federico o Ernesto Baffa en bandoneón, como en sus grabaciones con Roberto Goyeneche, frecuentemente coqueteaba con blue notes y elementos melódicos y rítmicos del jazz. Blues en Buenos Aires.

La voz de Martínez, que había integrado el grupo Los Beatniks junto con Moris Biravent y Pajarito Zaguri, no podía pasar desapercibida. Contrariaba, por lo pronto, la tendencia a las voces declaradamente juveniles –y agudas– dominante en el pop. Era –o trataba de ser– una voz adulta: era grave, tenía una ronquera que sólo podía deberse a la experiencia –el humo y el alcohol a los que había cantado Eladia Blázquez, con voz, ella también, grave y con ronquera– y que además remitía, sin lugar a dudas, al universo del Rhythm & Blues negro. Si el modelo instrumental de Manal se ubicaba cerca de Cream, el trío de Eric Clapton, Jack Bruce y Ginger Baker –los amigos habían bautizado al grupo Ricota, en referencia a la crema de aquel trío– la voz tenía como fuente más evidente a Ray Charles.

Pero, además, Martínez era baterista. No había muchos que tocaran ese instrumento y cantaran a la vez y él, por otra parte, nada tenía que ver, en su manera de tocar, con el pop de entonces. La batería dialogaba con la voz, la bordeaba, la ornamentaba, y establecía un rico contrapunto con los demás instrumentos. Martínez no cantaba desde el lugar de la batería, al fondo del escenario, sino que, al contrario, colocaba a ese instrumento en el centro y al frente. En el lugar de la voz. Había una identificación simbiótica entre el grupo y ese cantante que transgredía en casi todo el modelo de ídolo pop –empezando, posiblemente, por sus anteojos, un elemento totalmente ausente de la iconografía del género hasta las lentes redondas que Lennon estrenó sobre el final de la historia Beatle–.

Javier

Javier Martínez, en una fiesta de cumpleaños, componía junto con Claudio Gabis “Avellaneda Blues”. El lugar era el departamento de Pirí Lugones, en el Hogar Obrero, un fruto del cooperativismo con la forma de un edificio monumental de 22 pisos, en Caballito. Lugones, nieta del poeta e hija del inventor de la picana eléctrica, pareja del escritor Rodolfo Walsh y factótum de la Editorial Jorge Álvarez y de su extensión musical, el  sello Mandioca (“la madre de los chicos”) sería, en 1976, una de las víctimas de la nueva dictadura militar. Secuestrada y desaparecida.

La revista Pelo comenzó a publicarse en febrero de 1970, al mismo tiempo que se editaba el primer disco de larga duración de Manal. Un disco llamado, como ellos, Manal pero al que todos llamaron “La Bomba”. La tapa de ese Número 1 anunciaba dos artículos de fondo: “EXCLUSIVO: Los dos McCartney”, “EXTRA: Los 30 mejores conjuntos del mundo”. Debajo de ese anuncio, con la misma tipografía pero con mayúsculas solo en el comienzo de cada palabra: “Gran Poster: John y Yoko”, En el zócalo de la tapa se agrupaban varios títulos más, separados entre sí por unos pequeños círculos y con tipografía más pequeña: “Los millones de los Beatles”, “El cansancio de Los Gatos”., “El último día de Brian Jones”, “Manal, Almendra y la sexy Fedra”.

Después de cinco páginas de publicidad y noticias breves, en la página 6 comenzaba una entrevista a Almendra, titulada “La ópera de la magia”, en la que el grupo hablaba precisamente de su ópera –que jamás llegó a ser completada pero cuya Obertura fue incluida en el segundo disco de larga duración del grupo– y de posibles giras –o emigraciones– al exterior. Paul McCartney y su hermano Mike (integrante del grupo Scaffold), cuya foto ilustraba también la tapa de la revista, un reportaje a Fedra (parte de un dúo con alguien llamado Maximilano), un artículo sobre el grupo Piel Tierna (gestores de un módico hit con la canción “El Loco Luis”), un supuesto reportaje a Janis Joplin, una reseña sobre un grupo de diseñadores de prendas unisex en Londres, la anunciada entrevista acerca del cansancio de Los Gatos –recientemente reconvertidos en grupo de rock, con Pappo en la guitarra–, notas sobre John y Yoko y sobre los Rolling Stones y su último disco, Let it Bleed y el “informe especial” acerca de “Los 30 grupos de la revolución pop”, precedían una foto conjunta –una especie de mini poster– de Almendra y Manal. En esa página 35 de la revista no había ningún título ni epígrafe. Tan solo la imagen que, es obvio, debía bastar para los lectores.

Cinco páginas más adelante comenzaba la entrevista con Manal. Una entrevista agresiva, sin firma aunque realizada por el propio director de la revista, Daniel Ripoll, centrada en un recital donde el grupo había rondado, para disgusto del entrevistador, la improvisación libre. Algo que ya se había escuchado –o que algunos pocos habían escuchado– en las participaciones de Manal en la película de Becher.

“Nosotros hicimos nuestra música de siempre. Simplemente se metió la nariz en cosas donde nunca antes lo habíamos hecho”, decía Martínez. Y ante la pregunta de Pelo (“¿En qué cosas se metieron?”) respondía: “¡Ahhhhhhhh! ¡No! De eso se tiene que haber dado cuenta el público. O vos mismo. Si no, ¿a qué fuiste?”

En su segundo número, Pelo publicaba la crítica del LP. “¿Y Qué se puede decir de Manal? ¿Qué son buenos? Eso ya lo sabe demasiada gente”, comenzaba. “La música es de calidad, quizá algo tradicional –no para la Argentina– pero excelentemente pensada”, definía. Y en su descripción rubricaba: “Las letras no tienen poesía. Nada. Pero conmueven porque son duras. Y eso, a veces, hace falta”. Por un lado estaba la evidente ceguera de quien no reconocía la posible poesía de la dureza: el desgarro de frases como “Hoy adivino qué me pasa, por qué mi nombre no soy yo, por qué no tengo una casa, por qué estoy solo y no soy” o la contundencia expresiva de las oraciones secas y perfectas de “Avellaneda Blues”. Por otro, es necesario reparar en el hecho de que esa publicación, que fue inmensamente influyente en la configuración del canon de lo que poco después llamó “rock nacional”, tuvo siempre un tono reglamentador.

Un objetivo que se plasmó en la formulación del eje “progresivo/ complaciente” como organizador de la escucha juvenil argentina y que frecuentemente polemizó con los propios músicos, juzgándolos moralmente cuando se desviaban de su verdadera misión progresiva –es decir artística y trascendente– hacia el temible submundo del entretenimiento puro. Y queda clara su incomodidad con Manal. No podían negar lo bien que tocaban pero su matriz reguladora chocaba contra ese joven blanco de voz negra y adulta, contra esas letras sin “nada de poesía” pero, sobre todo, contra esa falta de certezas, contra personajes que, lejos de pregonar “la revolución del pop” se preguntaban acerca de quiénes eran, de por qué hacían lo que hacían y estaban donde estaban y que aseguraban despertar recién en un mundo de rutinas, falsos valores y personas convertidas en autómatas.

“Si ves que se escapa la vida de tus manos/ si estás arrepentido de haber jugado mal/ escribe algún poema, cántale a un amigo/ pídele a este mundo que deje de jurar./ .../ Alza la voz que te van a escuchar/ aunque no escuchen, álzala igual/ porque tú quieres vivir, porque no quieres morir..., cantaba Pajarito Zaguri en 1969. Fue el año de Woodstock. Y también el año transcurrido entre Sólo seremos amigos, el último disco beat de Los Gatos, y Beat Nº 1 donde el grupo se había reconvertido al naciente rock y que, a pesar de su nombre, ya tenía poco que ver con ese género juvenil surgido del Merseybeat de Liverpool.

Pajarito

Entre ese año y el siguiente, hubo, en Buenos Aires, tres festivales que, por primera vez, juntaron a esa discreta fauna que solía rondar lo que las revistas de la época llamaban “la manzana loca”. Zaguri, con su grupo La Barra de Chocolate, había sido la estrella indiscutida del primero de esos festivales, donde también habían estado Almendra y Manal, además de la Nueva Conexión No. 5, Trocha Angosta y otros grupos ya olvidados con cierta justicia. Lo habían presentado como Festival Pinap de la Música Beat y había sido patrocinado por la revista de ese nombre, la primera que, sin demasiado rigor en cuanto a la homogeneidad estética de lo que presentaba y obedeciendo más bien a los designios de las compañías de discos, se había dirigido explícitamente a un público juvenil y tomando a la música pop como su centro.

Se llevó a cabo en un anfiteatro que estaba entre la Facultad de Derecho y el desaparecido Italpark. Y había planteado una suerte de concurso. La canción ganadora fue “Alza la voz”, de La Barra de Chocolate. El single vendió 40.000 unidades en tres meses. En septiembre de 1970 llegó el festival Rexina de la Primavera, en plena obra de la continuación de la 9 de Julio, entre los escombros que ocupaban la esquina de la futura avenida con Santa Fe –allí Manal tocó “Elena”–, y en noviembre el primer BaRock, en el Velódromo, donde Manal y Almendra ya estaban al borde de sus respectivas disoluciones.

Pajarito Zaguri se llamaba Alberto Ramón García y compartía su nombre artístico con Pajarito Gómez, el ídolo pop de la película que Rodolfo Kuhn había estrenado en 1965, y el apellido falso con el de Bob Zaguri, un novio brasileño con el que Brigitte Bardot había andado por Buzios en 1964. Decía que el Zaguri se lo había puesto Kuhn y es posible que el Pajarito también. “Rebelde me llama la gente,/ rebelde es mi corazón./ Soy libre y quieren hacerme/ esclavo de una tradición...”, había cantado con Los Beatniks en 1966. El tema se llamaba, claro, “Rebelde” y en el otro lado del single estaba “No finjas más”. Pero hubo una tercera canción, que no llegó a publicarse por miedo a la censura: “Soldado”. Allí, la voz de Zaguri demandaba: “Soldado, ya regresa, ven y no luches más”. Vietnam quedaba lejos pero de las guerras más cercanas no se hablaba. Al fin y al cabo, el año anterior Sandro había incluido en su disco El sorprendente mundo de Sandro un tema cuya autoría compartía con Félix Villa (en realidad Félix Lipesker) y cuyo título era “Johnny”. La historia era la misma que la de la novela Johnny fue a la guerra, de Dalton Trumbo, que aquí tradujo Rodolfo Walsh y más adelante cantaría Metallica en “One”. Ese texto era de 1939 y, su personaje, una víctima de la Guerra del ’14. Pero cuando Sandro cantaba “Johnny por la causa fue a luchar, por un falso ideal de libertad, dejando sus tierras y su hogar, fue con ansias locas de matar, (donde estará) derramando sangre fraternal...”, también sonaba Vietnam.

El primer (y único) LP de La Barra de Chocolate salió con pocos meses de diferencia con los de Manal y Almendra. Zaguri contaba que Los Beatniks habían copiando un poco a los Beatles “pero con sandalias en vez de botitas”. Había en los temas del grupo, como en los de Moris (otro de los integrantes de los Beatniks) una apuesta a la que el futuro rock argentino no siempre honró: dar cuenta de la ciudad. En uno de los temas, llamado explícitamente “Buenos Aires Beat”, describía: “Buenos Aires se adormece/ Corrientes es un billar/ Los bares así desnudos/ Duermen su soledad... ”. Y, en “Si supiera esta niña”: “En la fiesta de ayer/ yo conocí/ a una mujer/ que no hizo más que hablar/ de la ropa que hay que usar,/ de la forma de bailar./ Me preguntó/ de dónde soy/ y si papá/ tiene casa en Pinamar,/ si tiene mucho que ver,/ si es doctor o militar./ Si supiera esta niña/ cuántas veces me escondí/ con mi amigo Tango en la plaza/ por no tener dónde dormir... ”

Mandioca, la extraña aventura de Jorge Álvarez en el mundo de la cultura juvenil, editaba al tercer hombre de Los Beatniks, Moris. Un simple con “El oso” –lejos aún de su destino de guitarreadas e himno de los jardines de infantes– y “Ayer nomás”, una canción que Los Gatos habían grabado con otra letra, y luego un disco de larga duración llamado Treinta minutos de vida que lleva ya más de medio siglo latiendo y que, en muchos aspectos, abrió un camino que no fue continuado por nadie. “El oso”, por supuesto. Pero, sobre todo, el retrato extraordinario de “Pato trabaja en una carnicería”: “Todo empezó con el chiste que decía/ lo tuyo es mío y lo mío es mío./ No comprendíamos que eso sería, lo que algún día nos heriría./ Eran los días, los días de oro/ y el sol miraba sin preguntar. / Después crecimos y nos fuimos del barrio,/ Pato trabaja en una carnicería. /Tiempos aquellos de los rosedales/ novias de flores, primeros cigarrillos…Hemos crecido y visto el mundo en los diarios/ el comunismo resultó complicado…”

El solo de guitarra de “Avellaneda Blues”, el bajo alucinado de “Informe de un día”, la pintura urbana pero, también, el desgarro existencial en Manal; las aguafuertes porteñas de Zaguri; el relato trovadoresco de Moris. También, esa continuación suburbana de Manal encarnada por Vox Dei, con la crudeza –y la fuerza– de “Cuero” o “Compulsión” pero también con “Presente” una canción extraordinaria (que habría que leer a la luz de la influencia de la versión de Sandro de “La casa del sol naciente”) a la que el mal cine devaluó.

Como en “Presente”, todo comenzaba y todo concluía al fin. Almendra y Manal se separaban. Vox Dei cambiaba el cuero por la Biblia. Moris no volvería a esos treinta minutos de iluminación. Zaguri, de la acuarela bohemia, se quedaba con la bohemia y abandonaba la acuarela. Y la revista Primera Plana, con la firma de una de sus redactoras, Rosario Añaños, decía, en octubre de 1970: “Jimi Hendrix moría en Londres. La publicación de los cítricos graffiti de Yoko Ono con la innecesaria y formal introducción de John Lennon, la suspensión del Festival de Lobos. Y para colmo, la separación de Almendra y las desventuras de Manal. Sobre llovido, mojado. Nunca tanta orfandad para la música pop nacional. … Los organizadores del Festival sabían del impacto de la noticia. También quiso usarla el Club Huracán en el baile del último 29 de agosto. Pero los protagonistas faltaron al divorcio (público). ”

Diego Fischerman es autor del blog El sonido de los sueños: https://xn--sonidodesueos-skb.com/

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