La diferencia entre enamorarse de un hombre y enamorarse de un mundo
De todas las historias de amor de Disney, mi favorita por lejos es la de La sirenita. Sé del síndrome de Estocolmo en La bella y la bestia, de las mujeres dormidas en La bella durmiente o Blancanieves, de la doncella en apuros en La cenicienta. Creo que La sirenita, en cambio, habla de algo más complicado de decir en pocas palabras, e incluso mucho más complicado de decir. Habla de algo que me cuesta hasta pensar.
A diferencia de Cenicienta, Aurora, Bella o Blancanieves, Ariel no necesita que la rescaten. A la sirenita nadie le echó una maldición, ni la tiene esclavizada, amenazada o secuestrada. Ariel era una princesa que, debajo del agua, lo tenía todo: si se mete en problemas es por su propia curiosidad, por su propio hambre de experiencia. El hambre de amor, en La sirenita, es inseparable del hambre de aventura. Dicen que la adaptación de Disney distorsiona el sentido del relato de Andersen, en el que la sirenita termina mal: yo creo que es lo de menos si a la sirenita le sale bien o mal la apuesta. La película animada de Disney capta lo importante: Ariel se enamora de la vida terrestre antes que del príncipe, e incluso quizás se enamora del príncipe a causa de esa fascinación por la tierra. Las escenas más famosas de la película no representan, de hecho, el enamoramiento de Ariel por el príncipe, sino por la vida humana: cuando Ariel se peina con un tenedor, cuando se confunde los objetos de la tierra en la ansiedad de probarlos todos, usarlos todos, entenderlos todos. El príncipe aparece sobre todo como una llave: una manera de vivir plenamente la experiencia humana. No es una lectura sofisticada la que estoy haciendo, ni una lectura demasiado personal: es el primer nivel de análisis que propone la película. Si no fuera así, supongo, la canción original sería otra, trataría de otra cosa: del amor imposible, del pelo negro o los ojos claros del príncipe, de cualquier otra cosa. Pero no: el tema original, que tiene una melodía impresionante, se llama Part of Your World, y habla de las ganas de vivir en el mundo de las personas. Qué es un fuego, pregunta Ariel en la canción, y por qué quema.
Hay otra escena en la que siempre me hacen pensar la sirenita y su canción: la de Ana Karenina leyendo en el tren, al principio de la novela que lleva su nombre, quiere ser la protagonista de la novela que lee. Emma Bovary también leía muchos libros, es cierto, pero eran novelas de amor: lo particular de la escena de Ana Karenina es que parece tratarse de otra cosa, o de varias cosas. La novela inglesa que está leyendo, y que ella quiere protagonizar, habla de cuidar a un hombre enfermo, pero también de dar discursos en el Parlamento y andar a caballo: todo eso quiere hacer Ana.
Eso que me cuesta escribir y pensar es la diferencia entre enamorarse de un hombre y enamorarse de un mundo. Uso la palabra hombre a propósito: creo que es la forma culturalmente femenina del enamoramiento, no una forma general. Pienso en los hombres que me han seducido a lo largo de mi vida, y en cuánto me cuesta distinguirlos de las puertas que me abrieron, de las cosas que me mostraron; sus profesiones, sus saberes, sus amistades, sus contactos, sus conversaciones y sus formas de expresarse, todas cosas que robé, imité, copié, mentí. Pienso también en una proporción: cuanto más joven era, menos mundo tenía, y más fácil me resultaba fascinarme con cualquier cosa y con cualquiera. No creo que sea solo una cosa mía, y la edad es solo una parte de esto de lo que estoy hablando; hay otra parte más grande, que es la historia. Supongo que nuestros amores cambian a medida que el mundo es cada vez un poco más nuestro. Supongo que hay que aprender a enamorarse de un hombre que es un par, que habita el mismo planeta que una. No creo que sea fácil para ellos, tampoco, aprender a enamorarse sin tener un mundo entero para ofrecer.
El propio concepto de aventura es difícil hoy; me cuesta pensar en tener aventuras reales ahora que todo lo puedo resolver con el teléfono. El peligro sigue existiendo, por supuesto; la existencia sigue siendo frágil. Pero el peligro subsiste en otros lugares, en maneras más arduas de disfrutar. De normas cada vez más difusas, parece difícil perderse, desordenarse, descontrolarse, salirse. Leo mucha poesía del siglo XX, y entiendo que mi forma de pensar el quiebre todavía pertenece ahí, y que no sé pensar la vida sin los quiebres, que me cuesta pensar la novedad si no es como una forma de romper algo, y el amor como una instancia de ruptura. En el fondo, el cuento que termina bien es el de Andersen, no el de Disney: en el de Andersen la novedad queda intacta, la fantasía nunca se arruina. En el de Disney, en cambio, a la sirenita le queda por delante la parte más difícil: sostener un amor sin fantasías mesiánicas, ningún mundo nuevo que descubrir.
TT
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