La doble derrota del Frente de Todos y la descomposición de la Argentina
Restan pocas semanas para la elección del 14 de noviembre. ¿Cómo demostrar, desde el gobierno, que el presidente registra el mensaje de las urnas? El cambio de gabinete no alcanza, pero sostener el anterior hubiera sido suicidio. La pregunta clave puede formularse así: ¿el frente oficialista está dispuesto a poner fin al ajuste, o solo se trata de una finta de circunstancias? Esa es la pregunta que se hacen los que pueden cambiar el voto. Poner dinero en el bolsillo ahora, cuando no lo hicieron antes, luce sospechoso. Entonces: ¿despejar esa respuesta impone la repetición de la derrota?
El resultado de las PASO sorprendió, todavía sigue sorprendiendo. No solo a los derrotados. Los “vencedores” tampoco saben qué hacer. La sociedad argentina está perpleja. La fotografía de ese último muestreo perfecto, de inclinaciones políticas, impone una reflexión radical. Ni oposición ni oficialismo esperaban estos números, digerirlos no es fácil. Las encuestas aseguraban una victoria estrecha para el peronismo en la provincia de Buenos Aires. Cristina Fernández sostuvo hace días que no lee encuestas. Es posible, ¿pero si hubiera palpitado la derrota, no se hubiera anticipado? No fue su carta pública la que puso en crisis al gobierno, sino la situación política preexistente. La votación la transcribe en blanco y negro.
Si María Eugenia Vidal hubiera considerado la posibilidad de la victoria, ¿hubiera vuelto a cruzar el Riachuelo? Ganar la provincia de Buenos Aires constituye el fundamento de cualquier ambición política seria.
Para Juntos por el Cambio, se trata de una “victoria” incómoda. No los votaron para que ganaran, sino para que perdiera Alberto Fernández. Y la primera mala lectura pasa por confundir una cosa con la otra, al menos en las PASO.
El gobierno no hizo demasiado para romper la continuidad del ajuste macrista. El esfuerzo presidencial por dejar en claro que no gobernaba Cristina consumió buena parte de su energía política. La pandemia, el resto. Si el horizonte cambiemita fuera hegemónico, si la mayoría pensara que el ajuste es el camino, no haría falta votar contra Alberto. Eso lo saben tirios y troyanos. Por eso están perplejos. Entonces, para frenar el ajuste las víctimas votaron al partido de los ajustadores perpetuos. Consideraron que el gobierno cambiaría el rumbo solo si no lo apoyaban. Votar a Juntos por el Cambio constituye el instrumento.
El gobierno no hizo demasiado para romper la continuidad del ajuste macrista. El esfuerzo presidencial por dejar en claro que no gobernaba Cristina consumió buena parte de su energía política. La pandemia, el resto.
Los votantes de Alberto y Cristina en el 2019 tuvieron, dos años después, comportamientos opuestos. El grueso repitió el voto. ¿Pero están conformes, o votaron a pesar de no estarlo? En cambio, los que no fueron a votar, o lo hicieron en blanco, o votaron variantes del macrismo, retiraron su confianza. ¿El temor a otra victoria cambiemita logrará que un fragmento de los que no votaron en septiembre, sí lo haga en noviembre? Es una probabilidad. Si todos lo hicieran, arañar el empate sería una victoria. Difícil, pero no imposible. ¿Entonces, eso es todo?
Una sociedad degradada por crisis a repetición. Polarizada entre el country y las villas. Con bolsones de pobreza estructural en expansión. Las reservas de moneda dura peligrosamente escasas, una deuda externa insostenible, con la hiperinflación en las narices y un sistema de precios relativos a punto de esfumarse no resuelve sus problemas con aspirinas electorales. Con niveles de pobreza que remiten al 2001 y una distribución del ingreso brutalmente regresiva, donde la “justicia” determina que Paolo Rocca puede pagar coimas, ya que lo hizo en “estado de necesidad”, y un ladrón de comida es un enemigo público; con cuentapropistas pobrísimos que pagan monotributo por no trabajar en blanco, ya que este orden laboral impulsa una precarización sistemática, esta sociedad vota como votó. Y la oposición va por más: despidos sin indemnización, gratuitos para la patronal, precarización total. Fin de todas las conquistas que el peronismo implicó.
Mientras tanto, la actividad política es visualizada por la mayoría como una profesión para salvarse. En blanco, mejor salario, posibilidad de aumentar ingresos familiares vía otros cargos. Los que votan (millones) eligen quiénes se salvan (centenares). El castigo: no te voto; por tanto, no te salvás. Los premiados sonríen, pero todos saben: el oficialismo perdió 6 millones de votantes; la oposición, 2 millones. Y los votados, del primero al último, no gozan de excesivo aprecio colectivo.
Comienza la nueva campaña. En la de las PASO, el clima previo a la votación (absoluta falta de fervor electoral) anticipaba una baja en la concurrencia. Respecto de las elecciones anteriores, la abstención en sus distintas formas es un 10% mayor y expresa el nivel de rechazo visceral al orden político existente.
Para explicar la intensidad de la crisis económica, profesionales de la economía aducen verdades sibilinas. Recuerdan que el producto bruto industrial per cápita de los 70 terminó siendo muy similar al actual. En los EEUU o en China ese índice creció astronómicamente, en la Argentina permaneció estancado. Entonces, como no somos capaces de producir más y mejor, recibimos de premio 50% de pobres. Los datos son ciertos pero la explicación, una falacia.
En los 70 los niveles de pobreza no superaban el 3%; leyeron bien: 3%. De modo que la matriz distributiva se modificó radicalmente, y la pobreza se multiplicó por 16. Para que la productividad del trabajo crezca, la inversión debe impulsarla. Es evidente que esa inversión no se hizo. ¿Trabajaron a pérdida? Si así fuera habrían quebrado. Entonces, ¿qué pasó con el excedente? ¿Dónde fue a parar la ganancia empresaria? Cuando observamos la denominada fuga de capitales se aclara: un PBI y medio de la Argentina está radicado en el sistema financiero internacional. 600.000 millones de dólares de “argentinos”, que forman parte de la lista Forbes. Ahora se entiende mejor: la producción no creció porque invirtieron los excedentes en el sistema financiero internacional.
Ese comportamiento no se inició la semana pasada. La aspiradora financiera global trabaja todo el tiempo. La historia de la deuda pública, del brutal peso de la deuda en la estructura tributaria nacional, tiene fecha precisa de nacimiento: José Alfredo Martínez de Hoz, la dictadura terrorista burguesa del 76. Antes, María Estela Martínez de Perón había abandonado la última versión del programa de sustitución de importaciones (el Plan Gelbard); después, los partidos políticos abandonaron todo proyecto programático positivo (metas de producción, inversión y distribución del ingreso). El nuevo programa, a partir de 1983, existe: pagar la deuda. El gobierno K administró con relativa inteligencia la crisis de la deuda, sin aportar un nuevo programa para la sociedad argentina. Introdujo una novedad en la discusión pública: cómo se paga. No es un asunto menor, pero no resuelve el problema de fondo.
Es que falta “confianza”, gritan los talibanes del mercado, por eso no invierten las empresas. Desde 1976 a la fecha pasaron 45 años, con gobiernos que representaron -salvo la izquierda- todo el arco político, incluso el desaparecido partido militar. En medio siglo nadie obtuvo nunca la dichosa confianza, solo generaron deuda. O la pagaron. ¿No se ponen rojos de vergüenza al contar semejante patraña?
El “discurso político” en boga no invita a pensar, sino a rechazar. En cada circunstancia el rechazo conquista un nombre propio; pero la clave del desinterés por la cosa pública está vinculada a la inanidad de la actividad política. A la incapacidad de resolver los problemas de la sociedad, que por puro desgaste discursivo se transformaron en problemas de “la gente”. Antes era preciso resolver un mal modelo de inserción nacional en el mercado mundial, ahora se trata de que cada uno resuelva el día a día. El propioculismo no es un invento personal, sino la consecuencia directa de décadas de política de saqueo. Cada uno debe contar con su propio bote, todos lo saben y votan en consecuencia.
La derrota del oficialismo subraya, señala la ausencia de proyecto político nacional. Pero seamos justos: Alberto Fernández no inventó esta carencia. Al igual que sus predecesores organiza paliativos de circunstancia (el IFE, Ingreso familiar de Emergencia, a modo de ilustración). No alcanza. Sin un plan económico estructural, la degradación nacional no se detiene. Y los resultados que dé noviembre o sirven para construirla, o solo serán el anticipo de una interminable seguidilla de derrotas estratégicas.
AH
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