Elogio del malentendido
Basta con ponerse a hablar con otro para advertir que la frase “hablando la gente se entiende” es una ilusión neurótica. Si algo pasa en cuanto nos ponemos a hablar, es que nos desentendemos. No sólo dejamos de entender al otro, sino que nos dejamos de entender a nosotros mismos. La literatura y el psicoanálisis comparten una misma desconfianza en el diálogo (Ricardo Piglia lo señala cuando dice: “la literatura ayuda a desconfiar del diálogo, no es cierto que hablando se entiende la gente”).
Lo que Freud vino a descubrir es que hay un hiato imposible de cerrar entre lo que queremos decir y lo que decimos. Y ese espacio no pasa sólo por el hecho de que, por ejemplo, puede producirse algún lapsus, sino por el hecho de que lo que decimos sólo puede saberse una vez que el otro nos escucha. No hay manera de que no haya malentendido en cuanto nos ponemos a hablar. Porque el lenguaje del que estamos hechos no es un código fijo, estable, sino una zona de ambigüedades. Y por eso mismo es que el diálogo es imposible. Pero esa imposibilidad no es un impedimento, es lo contrario: es porque hay malentendido que nos echamos a hablar, y no a la inversa. El malentendido es lo que nos empuja a hablar, no a callar. En términos de Jorge Jinkis: “el malentendido no es detención, es lo que nos permite proseguir”. Detención, impedimento, impotencia, en cambio, quizás estén sostenidos, a veces, en la ilusión de que habría entendimiento pleno, de que habría transparencia, de que sería posible atravesar la opacidad del sujeto consigo mismo, la opacidad del lenguaje, la opacidad del sentido, la opacidad propia del cuerpo.
La no correspondencia del sujeto consigo mismo, el desfasaje, la escisión entre lo que se quiere decir y lo que se dice, son acaso los fundamentos del descubrimiento freudiano. Sobre esos fundamentos recae la represión de los lenguajes instrumentales, burocráticos, profesionales y protocolares. Esos lenguajes pretenden que lo que dicen no admite interpretaciones, ni desencuentros, ni malentendidos. Son lenguajes que se pretenden claros, transparentes y directos. Son lenguajes objetivantes que repelen lo que del sujeto hay en el asunto. Son los lenguajes que alisan los pliegues de la lengua, que obturan los resquicios, que cierran los agujeros. Se trata de la institución que no es sino la institución del sentido, del imperio de la verdad, de la conquista de los saberes coagulados en una política que se pretende inocua e inocente. Es la institución que sostiene, como dirá Judith Butler, una “semántica hegemónica”. Son los lenguajes institucionalizados que hacen de la sonoridad, la ambigüedad y la erótica de la lengua un mero signo, una lengua muerta.
No hay sentido pleno porque, como dice Lacan, las palabras son tenues para ser su sostén. Creemos que sabemos lo que decimos, no queremos saber -en el sentido de la represión- que siempre decimos más y menos de lo que queremos decir. No queremos saber que nuestra palabra se funda en la interlocución con otro. Pero cada tanto se producen los escándalos de la enunciación, las ocurrencias, la sorpresa y aparece un saber no sabido. Quedan conmovidas las identificaciones imaginarias, las relaciones que cada quien tiene con su cuerpo y con su imagen. Vacilan las significaciones establecidas y se abre un mundo: un mundo poco familiar, acaso un mundo de sensaciones inéditas y extrañas, descolocadas y desviadas de lo ya sabido. El inconsciente escribe una lengua extranjera, extraña -al Yo- alterando, subvirtiendo, interceptando la repetición de lo mismo. Sólo se trata de escuchar esa lengua, de soportar la extrañeza, de no rechazar el equívoco que insiste. Lo que se abre así es el espacio de la equivocidad, de lo que se resiste a la síntesis del ser.
Me gusta cuando Lacan dice que el seminario que dicta, año tras año, lo sostiene más a él, que él al seminario. Y dice que no lo sostiene por medio de la costumbre, sino mediante el malentendido. A casi treinta años de dictar el seminario, no hay costumbre. No es la costumbre la que hace que siga, sino el hecho de no habituarse al malentendido: “como no me habitúo a él, me canso de disolverlo. Y en consecuencia lo alimento. Es lo que se llama el seminario perpetuo”. Luego también dice que nacemos malentendidos, que no hay otro trauma que ese. Y que, por supuesto, es nuestro cuerpo el que aparece malentendido. Nos dice lo siguiente: “su cuerpo es fruto de un linaje, y buena parte de las desgracias de ustedes se debe a que este linaje ya nadaba en el malentendido a más no poder (...). Esto es lo que se les transmitió al «darles la vida», como se dice. Es lo que ustedes heredan y lo que explica el malestar que sienten en la piel, cuando tal es el caso. El malentendido está ya antes, en la medida en que, aun antes de este bonito legado, ustedes forman parte, o más bien son parte del parloteo de sus antepasados”. Quizás se trate, en un análisis, de hacer con ese parloteo. Quizás se trate, como diría Deleuze, de atacar la lengua materna, de descomponerla, de hacer una nueva sintaxis.
Sin malentendido no habría chiste, ni literatura, ni poesía; tampoco habría psicoanálisis. Nuestro mundo se cerraría sobre sí mismo en un circuito maquinal en el que el lenguaje sería puro instrumento.
Sin malentendido no habría chiste, ni literatura, ni poesía; tampoco habría psicoanálisis. Nuestro mundo se cerraría sobre sí mismo en un circuito maquinal en el que el lenguaje sería puro instrumento.
“Teléfono descompuesto” se dice cuando hay un mensaje que pasa de una persona a otra alterando, perdiendo su sentido inicial, original. Se alude así a que hay algo roto, que hablar y desviar los sentidos implicaría una falla. Una concepción del hombre como máquina. En
¿Hola? Un réquiem para el teléfono -Ediciones Godot-, Martín Kohan dice en la entrada llamada “Teléfono roto”: “Con cada nueva tecnología que se inventa, se inventa también un nuevo tipo de error, un nuevo accidente, una nueva falla (...). Habría que decir entonces que, con la invención del teléfono, se inventó a su vez el llamado equivocado, la conversación ligada y esa clase de malentendido que dio en llamarse teléfono descompuesto”. Y luego alude al juego infantil que se llama “teléfono roto”, y dice: “consiste en formar una ronda. alguien le dice al oído una frase cualquiera a la persona que tiene a su derecha; y asi sucesivamente hasta comparar la frase con la que se empezó la rueda con la frase que llegó al último participante”. Y luego, en la entrada llamada “Guerra Fría” dice del teléfono rojo: “en verdad no era un teléfono, sino un teletipo que mandaba mensajes de texto, menos permeables a confusiones y malentendidos que las transmisiones de la voz”. El malentendido es lo que posibilita el juego; su evitación, la guerra. Vivimos tiempos de lenguajes protocolares, pretensión de transparencia, etiquetados frontales y teléfonos inteligentes que jamás se equivocan. Cada vez hay menos juego y más guerra.
Cuando Roland Barthes viajó a Japón dijo: “la masa susurrante de una lengua desconocida constituye una protección deliciosa, envuelve al extranjero (...) con una película sonora que detiene en sus oídos todas las alienaciones de la lengua materna (...). Por esto, ¡qué descanso en el extranjero! Allí estoy protegido contra la estupidez, la vulgaridad, la nacionalidad, la normalidad. La lengua desconocida, de la que no obstante aprendo la respiración (...) me arrastra en su vacío artificial, que sólo se cumple para mí: me mantengo en el intersticio, desembarazado de todo sentido pleno”. En Animalia -recientemente publicado por Eterna Cadencia- Sylvia Molloy recorre sus experiencias con los animales que la acompañaron. Dice: “me llevó mucho tiempo, y el paso por dos países que no eran el mío, darme cuenta que para ser uno mismo es siempre mejor estar con otro, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinta, es decir, si es totalmente no uno”. No hace falta viajar a Japón, ni radicarse en países ajenos para hacerle lugar al intersticio. Quizás sólo se trate de estar dispuestos al malentendido, de estar dispuestos a vivir un poco fuera de sí.
AK
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