El escritor como fetiche
“Es mejor que el que escribe no se sienta escritor”, Hebe Uhart
“En nuestra época, únicamente un escritor que no espera nada de sus lectores puede llegar a ser bueno”, Juan José Saer
I. En el estado actual de cosas, en el que muchísimas personas se llaman a sí mismas escritoras -o quieren serlo-, tienden a saltearse las preguntas por las concepciones de la literatura, de la escritura, de la lectura. Si leer y escribir son actividades articuladas, no están necesariamente imbricadas. No hay, entre una y otra actividad, una transición obligada, ya que la escritura funciona como una interrupción de la lectura y tiene como efecto otra posición subjetiva. De aquí que la pregunta por la lectura tenga un largo recorrido: de Borges a Barthes, de Proust a Althusser y de Piglia a Aira -por mencionar sólo algunos-, esa pregunta no es inocente -lectura y lector no están dados- e interroga no sólo el estatuto de sujeto, sino también la práctica misma de la lectura. Como dice Juan Ritvo: “La obra permanece en suspenso hasta tanto el lector que escribe, repita el gesto fundador del escritor que lee”.
II. En un panorama cultural donde las figuras del emprendedor y del influencer vienen ganando terreno, se ponen en juego nuevas maneras, no sólo de escribir, sino también de leer. Una aproximación a esta realidad nos advierte cómo estos modos se están expandiendo también hacia distintas prácticas: la académica, la creación literaria, cierto psicoanálisis. La espectacularización y la necesidad de figuración se han extendido también ahí. Las redes sociales nos instan, nos conminan, nos obligan a ello. Pero siempre queda la posibilidad de resistir y no ser tomados del todo por esa lógica. Precisamente, y a propósito de la literatura contemporánea, Roberto Calasso señala agudamente que incluso “los escritores son considerados como un sector de los productores de contenidos y muchos se congratulan por ello”. Por su parte, Martín Kohan ha señalado: “Hoy se pretende que un escritor funja como publicista de sí mismo. Es decir, que se autopromocione, se autodifunda, se autoelogie, se mire y se admire, se embelese consigo mismo y lo transmita a los demás (a los demás ¿que están haciendo qué?: ¡eso mismo! Cada cual consigo mismo) (...) el escritor pasa a ser el agente de prensa de sí mismo, en un ejercicio ilimitado de jactancias impudorosas, o el gerente de una pyme que vendría a ser él mismo”. Mauro Libertella, también en esa línea, ha dicho recientemente: “Yo creo que no uso la palabra escritor justamente por eso. Porque me parece que el término socialmente tiene ese lugar que después va en contra de la escritura”.
III. La aspiración a ser escritor encarna uno de los giros subjetivos de la época alrededor de la búsqueda de una especie de “logro”. Como si publicar fuera el asunto fundamental y definiera la propia actividad de la escritura. Por eso, antes que un punto de partida para la búsqueda de un estilo, en algunos casos se presenta como una identidad dada, sin ninguna consideración acerca del proceso temporal que requiere ese trabajo. Dentro de la prolífica oferta de talleres que hay actualmente, Virginia Cosin ha mostrado una diferencia fundamental a la hora de ofrecerlos. No “vende” el ser escritor. Dice: “No tengo estrategias de marketing para venderles un taller de escritura. No doy consejos. Les tiro por la cabeza mucho para leer y pongo a disposición mi oreja para cada texto, que siempre plantea un problema singular. Por eso no doy tips, ni consejos en general”.
IV. No nos deja de sorprender la cantidad de personas que quieren ser escritores. ¿Que quieren escribir?, ¿que escriben?, no: que quieren ser escritores. La fascinación que hubo siempre -porque no es nueva, ahora se ve más por las redes sociales- con ese Ser escritor. Roland Barthes se ocupó de esa impostura en varios lugares. Primero en Mitologías, al hablar de “El escritor en vacaciones''. Más tarde en Roland Barthes por Roland Barthes, donde dice con ironía: ”sin duda no queda ya un solo adolescente que tenga esta fantasía: ¡ser escritor! ¿De qué contemporáneo querer copiar no la obra sino las prácticas, las posturas, esa manera de pasearse por el mundo con una libreta en el bolsillo y una frase en la cabeza (...). Pues lo que la fantasía impone es el escritor tal como se lo puede ver en su diario íntimo, es el escritor menos su obra: forma suprema de lo sagrado: la marca y el vacío“. Por su parte, Juan José Saer dice: ”Cuando se cree ser alguien, algo, se corre el riesgo, luchando por acomodar lo indistinto del propio ser a una abstracción, de transformarse en un arquetipo, en caricatura (...). Si denominamos a alguien irónicamente por medio de un estereotipo - el Escritor, el Editor, la Belleza Local-, ya estamos dando a entender que su titular, a causa de un comportamiento demasiado definido, es víctima de cierta ilusión sobre sí mismo“. Hay personas que escriben y hay personas que quieren ser escritores. De esa diferencia se ocupó Hebe Uhart cuando dijo ”no hay escritor. Hay personas que escriben“, epígrafe que Liliana Villanueva eligió para comenzar el libro Las clases de Hebe Uhart. En esa misma primera clase, Uhart dice: ”Es mejor que el que escribe no se sienta escritor (...). Inflar el rol del escritor conspira contra el producto porque la vanidad aparta al que escribe de la atención necesaria para seguir a su personaje o situación. Weil dice: ‘el virtuosismo en todo arte consiste en la capacidad de salirse de sí mismo’ (...). No se nace escritor, se nace bebé“.
V. Esta aspiración de época se vincula con la manera en que se lee, porque cada época implica modos de leer. Hoy se despliega todo un abanico de temas supuestamente imprescindibles para hacer literatura: maternidades, identidades de género, sexualidades no hegemónicas, literatura de denuncia y de mensaje. Lejos de tratarse de una mera coincidencia, estamos ante las puertas de un nuevo giro realista que, como si no alcanzara la rutina de la realidad, demanda que la verdad sociohistórica ingrese en la ficción para imponerse sobre ella. Como dice Lucía Ariza, “hoy predomina una forma de leer y escribir que privilegia la selección temática antes que formal -se elige leer y escribir «sobre temas»- evitando la pregunta sobre si la escritura es capaz de ofrecer una determinada innovación formal”. Creemos que de esta manera también se establece una “agenda académica” a la que es preciso plegarse si se quiere entrar y mantenerse en el circuito de becas, fondos de financiamiento, invitaciones a congresos, etc. Cuestión de mercado.
VI. La relación entre ficción, realidad y verdad es una relación que ha sido, y sigue siendo, recorrida tanto por el psicoanálisis como por la crítica literaria. Los distintos modos de concebir la ficción muestran que es de por sí problemática, que constituye un problema, que no va de suyo. Un mal de época es leer como realidad fáctica y verificable lo que es ficción; leer como intención del autor lo que corresponde al narrador o a un personaje. ¿Ficciones del yo? No, lecturas del Yo. Desdeñar el pacto de la ficción en virtud de un constante ímpetu verificador suele ser un gesto habitual, sobre todo en los lectores o espectadores de ficciones basadas en hechos reales. Como si no fuera suficiente esa verdad que produce la ficción, como si no fuera suficiente la lectura que de los hechos reales hacen los autores. Como si el artificio de la ficción no produjera, por sí mismo, hechos reales. Como si lo real que decanta de la ficción no tuviera su propia potencia. Entrar en el juego, dejarse afectar por una ficción -suspender la incredulidad, dirá Borges retomando a S.T. Coleridge- es, justamente, suspender la pretensión de una verdad verificable opuesta a una mentira verificable. Si indefectiblemente la materia de la literatura es la realidad, es para establecer, sin necesaria resolución, una tensión entre lenguaje, verdad y realidad. Frente a las preguntas ¿qué es verdadero? ¿qué es falso?, la ficción produce, en un registro de eficacia diferente, otra verdad. Es aquello que problematiza Hayden White sobre la naturaleza de la narración histórica y de la narración ficcional, para preguntarse por los significados que puede alcanzar lo narrado entre lo verdadero y lo real.
VII. La lectura y la escritura son de por sí prácticas solitarias y silenciosas. Pero hoy en día, en el afán de compartirlo todo, se han convertido en prácticas muchas veces ruidosas y gregarias. De ese modo, la lectura y los modos de leer han sido también modificados por el entorno digital. Martín Kohan dice: “Las mismas condiciones de las redes sociales y las nuevas tecnologías permiten que de una parte de ese rebote, de ese eco, se ocupen los propios escritores, entonces hay un volumen desmesurado de circulación de textos. Se publica y se publica y, al mismo tiempo, ¿de qué se habla? De todos, porque cada uno está hablando de sí mismo, un poco impúdicamente. Entonces, también hay un sobredimensionamiento de los discursos sobre los textos. El momento exige redoblar las prácticas del discernimiento. Hay un núcleo que permanece inalterado que es la dinámica de escritura y lectura con los tiempos que eso suele tener, que son más bien lentos”. En ese escenario, ¿qué lugar hay para el lector y para las lecturas ahí donde se habla de “mi libro” “mi editor” “mi traductor” “mi editorial”? Si se piensa en la muerte del autor, de Roland Barthes, hoy el autor no sólo ha resucitado, sino que, muchas veces, se muestra a sí mismo inmortal y omnipresente. Quizás porque a veces se confunde la difusión de un texto con la autopromoción del autor. Roland Barthes dice: “escribir tiene que ir acompañado de un callarse; escribir es, en cierto modo, hacerse «callado como un muerto», convertirse en el hombre a quien se niega la última palabra: escribir es ofrecer desde el primer momento esta última palabra al otro”.
VIII. Estos modos de vincularse con la escritura y de imaginar la posición del escritor en la sociedad en los que nos hemos detenido resultan llamativos si pensamos que, históricamente, la práctica de la escritura ha sido una actividad más bien marginal en relación a la lógica social dominante. Desde el punto de vista de esa lógica, la escritura -y por qué no, la actividad intelectual en general- ha sido considerada como una actividad no productiva, situada en los bordes más que en el centro de la sociedad. Seguramente su potencia creativa se siga atesorando en esa condición de soledad silenciosa que mencionamos. Por eso, la espectacularización quizás atente contra la escritura, a la vez que va consolidando nuevos modos de (no) leer.
AK / NF
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