La fuerza del corazón
Chus Lago es la diosa gallega de la montaña. Dedicó su vida a trepar “ochomiles”, como llama en confianza a las cimas más altas del mundo. Entre sus proezas hay que anotarle la escalada al Everest sin auxilio de oxígeno artificial, y haber llegado totalmente sola al Polo Sur a través de la Antártida durante casi sesenta días que eran el mismo día porque “el sol no se pone y gira las 24 horas alrededor de tu cabeza”, y “no hay ni una mosca, ni un pájaro ni una planta”. El paisaje es “gris”, “horroroso”, “escalofriante” y sólo conecta con la locura.
De su llegada al pico del Everest contó que subir sin oxígeno es hacerlo como un anciano con EPOC que tiene que pensar varias veces si levanta o no levanta el pie para apoyarlo en una piedra de veinte centímetros de altura. Pero es cuestión de darse unos chutes de oxígeno para recuperar la juventud y la arrogancia juvenil que produce sentirla. No importa (si importa lo es para bien) que el camino esté sembrado de cadáveres intactos, conservados por la resina epoxi de la inmortalidad, porque “¿en qué calle de una ciudad no existen a la vez la vida y la muerte?”.
El verdadero trauma de este tipo de proezas consiste en la depresión de los “ochimilesistas” cuando regresan. La cima no es un lugar, es el vértice de una parábola alucinatoria. El que llegó, ¿estuvo o no estuvo allí, en lo imposible? El verdadero riesgo mental ocurre al bajar, que sólo se soporta abrazando la idea de volver a subir.
La Selección Argentina viene de esas alturas, sin poder bajar del todo todavía. Ese descenso suspensivo es la clave de una felicidad social que mantiene en estado de ebullición la monografía nacional. No hay otro tema, no hay otros mundos. Hay un milagro cultural que mantiene en estado de suceso en curso lo que ya pasó. La final de la Copa del Mundo sigue ocurriendo (es lo único que ocurre). Después de todo, el “pasó” y el “no pasó” son categorías de la percepción, que compone las experiencias por su cuenta, y en este caso presiona sobre la alucinación colectiva de no salir, al menos por ahora, de las dos horas más argentinas de la historia. Un país detiene el tiempo: esa es la noticia de estos días.
El despliegue de las multitudes a una escala de masacre, sin la masacre que le hubiera correspondido quizás en sociedades más “civilizadas” que no saben cuidarse solas y delegan su temor a la cantidad en la policía, fue de un descontrol de tipo artístico que va a ser difícil volver a ver en las calles. La variedad “ascenso” de los festejos, con personas deseando elevarse del piso, colgarse, vencer palos enjabonados y probar la calidad estructural del mobiliario urbano fue la vía de un acceso plebeyo a los “ochomiles”. Subir en honor a Messi y su runfla de insolados y jarras locas a lo primero más alto que se encuentre en el camino ¿no es en el fondo algo totalmente normal, esperado, justo? ¿La felicidad, cuando llega, no es una experiencia de elevación?
Para evitar pisar el palito del sociologismo y el psicologismo que resuelve, sólo para quien lo pisa, la lectura de sociedades e individuos en términos de “mirá la posta que tengo”, mezclemos un poco las cartas españolas con las de póker y hablemos de la Selección Argentina y alguna posible correspondencia formal con los festejos.
El tema, lo vimos en Qatar y en las calles argentinas como en un juego de espejos enfrentados, es el desborde. En el equipo de Scaloni, ese valor podía cuantificarse respondiendo esta pregunta la noche anterior a la final: ¿cuántos jugadores cabeza de termo tiene Argentina y cuantos Francia? Empecemos por lo más fácil: Francia tiene uno solo, Mbappé. Algunos otros, como Upamecano y Tchaumeni parecen asesinos, pero están manchados por la corrección, es decir por la adaptación. En Argentina hay que contar a Dibu Martínez, Romero, Otamendi y Paredes, cabezas de termo de origen e irreductibles a la idea del futbolista profesional, a los que en la cinta transportadora que derivó en la Copa se le fueron agregando Enzo Fernández y Julián Alvarez, y hasta Tagliafico, el lateral Picasso. Más Messi y Di María, ya en otro nivel.
Argentina tuvo en el desborde de muchos se sus jugadores (por momentos en todos) una herramienta crucial para ser campeón. El empujoncito, la patita extendida fuera de la jugada, el codito, el “¿qué te pasa, la concha de tu madre?”, el bullying a mansalva de Dibu Martínez, el “¡Cuco!” de Romero a Mbappé, fueron la herramienta secundaria clave del éxito después de la herramienta principal, que fue la de jugar un tipo de fútbol valiente, sosteniendo con sacrificio el riesgo que se tomaba en el empleo de varios lujos, sobre todo el de no ceder jamás la iniciativa.
A ese desborde, asociado a lo que a los jugadores argentinos le sobró de mentalidad ganadora expresada como juego y como drama, hay que sumarle el desborde técnico propio del juego que el equipo encontró (el accidente-milagro) con los ingresos de Julián Alvarez, Enzo Fernández y Alexis Mac Allister. Porque con Alvarez pasando su pesca de red contra toda la defensa francesa y todavía con aire para bloquear la salida por Tachaumeni, Fernández, De Paul y Mac Allister configuraron una máquina monstruosa de desdoblamiento por turnos que enloqueció la contención de Francia y trajo recuerdos del mediocampo que Bilardo inventó en el Estudiantes campeón de 1982 con Trobbiani, Sabella y Ponce, que jugaban simultáneamente de 5 y de 10, para decirlo con las leyes tácticas del pasado que ya nunca volverán.
¿Y las calles argentinas que recibió al equipo? ¡Desbordadas! No iban a estar contenidas. No es ese el estilo nacional. He ahí el juego de espejos, sin que podamos saber quién se inspiró en quién. ¿Y si fue el equipo el que se inspiró en el desborde de las calles, de las que le llegaron noticias del futuro? ¿Y si los jugadores de Argentina “vieron” a los descerebrados que cayeron al micro dorado desde el puente de la General Paz y dijeron: “che, me parece que esta es la que va en el Mundial?”.
El asunto era, por lo visto en uno y otro caso, no llegar hasta ahí sino más allá de ahí. De alguna manera, cruzar la línea, llevar al escenario y detrás del escenario todos los recursos de los que se disponga. Una Selección contenida, digamos “perfecta” o “educada” no podría haberse repuesto de los dramas terminales que se le presentaron. Si trajo la Copa fue por lo que le sobró, por lo que tuvo de excesiva, desbordante e inadaptada. De esa manera, los asuntos del juego colectivo y la destreza personal fueron delegados para que operara, en primer lugar, la fuerza del corazón.
JJB
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