Haití, Taiwán y el precio de las malas costumbres del presidente Biden
Taiwán es una isla tropical china y Haití es media isla caribeña negra. Taiwán es un país que no existe y Haití es un Estado que no funciona. Taiwán dejó de existir -perdió su lugar en la ONU- cuando Richard Nixon desconoció a la República Nacionalista para reconocer a la China Popular. Según el actual presidente de EEUU, si Haití se hundiera en el mar Caribe, ningún interés norteamericano se vería afectado. Si desapareciera, sería un alivio, sugirió Joe Biden en 1994 cuando era senador por Delaware. En un año donde la conflagración de la protesta afroamericana contra el racismo sistémico hizo sentir su fuego y oír su voz como no lo hacía desde la década de 1960, no podría decirlo así sobre una nación formada por descendientes de esclavos negros. Sin embargo, la opinión contundente del senador no sería inconsistente con la política exterior del presidente. Desearía que Honduras, Nicaragua, El Salvador, desaparecieran, o que sus migrantes se esfumaran en el aire o sumergieran en la tierra antes de golpear el muro de la Frontera Sur y pedir asilo.
El jueves, Biden defendió briosamente la retirada total de las tropas de Afganistán, a pesar del pedido de la población y del gobierno, acosados por los talibanes, de que no les quitaran ahora el apoyo militar en una guerra que había iniciado Washington. El día anterior, en la base aérea de Bagram, se habían ido escondidas, de noche, sin avisar al Ejército afgano, apagando la luz, y dejando a la ciudad sin luz, hasta irse, con un programa para que se reencendieran una vez que estuvieran lejos. Al pedido del tambaleante premier haitiano Claude Joseph, en el clímax de inseguridad que siguió al asesinato del presidente Jovenel Moïse, perpetrado por un grupo comando con más de veinte ciudadanos de un aliado norteamericano, Colombia, y con dos ciudadanos de EEUU, de envío de efectivos de fuerzas armadas o de seguridad, con poder de intimidación y disuasión suficientes para salvaguarda de lo que queda de las instituciones del Estado, respondió con circunspección. El ideal de Biden es que la historia lo recuerde como a un Lyndon B. Johnson sin Vietnam. Como la paloma del apólogo de Kant, que cree que volaría mejor en el vacío, sin el inconveniente de corrientes de aire adversas, el presidente n° 46 de la Unión preferiría también un mundo menos lleno de otros países.
Con Taiwán, es diferente, y lo sabe el presidente demócrata, porque es un mercado para el armamento made in USA. Su antecesor el republicano Nixon había abandonado al generalísimo Chiang Kai-shek, occidental y cristiano (era protestante), y lo traicionó con el camarada Mao, comunista y ateo. Hoy sólo tienen embajada en Taipei 15 países, pequeños, más pobres que sus vecinos, con gobiernos que tienen por detrás pocos años de democracia, menos de estabilidad, pero muchos de dictadura, de cuando la Guerra Fría estaba caliente. Por entonces, EEUU favorecía esos lazos. Sostenía a Stroessner en Paraguay, y en Asunción hay una estatua de cuerpo entero del generalísimo nacionalista en uniforme de patriarca militar. Sostenía a los Duvalier padre e hijo, Doc y Baby, en Haití, cuando subsistía la URRS, y la isla vecina de Cuba y los misiles habían sido una crisis y eran un riesgo. Con la caída del Muro de Berlín se derrumbaron esos regímenes fuertes, y la vigilancia de la CIA y la Secretaría de Estado se relajó, y todos los partidos pudieron presentarse a elecciones, y así asesinaron al vicepresidente paraguayo Luis María Argaña en marzo de 1999 como el miércoles asesinaron al presidente haitiano Jovenel Moïse. Y a once de sus asesinos, los capturaron dentro del perímetro de la embajada de Taiwán en Puerto Príncipe.
El terremoto por otros medios o la pornografía de los desastres
Los videos de las persecuciones por las calles de los asesinos, del sospechoso grupo comando sicario sin fuga planificada, las capturas de los sospechosos, y de muchos que no eran sospechosos pero hablaban español y eran vejados o desvalijados, las transmisiones de los capturados en el piso, y de los maltratos que sufrían mientras Léon Charles, jefe de una Policía impotente porque bandas criminales dominan el 60% del territorio, comunicaba impertérrito las noticias del fruto de sus rastrillajes, no desentonaban con la cobertura que las grandes cadenas reservan habitualmente a Haití.
Cuando la CNN cubrió en 2010 el terremoto más terrible que haya vivido la isla y la región, su cobertura había sido señalada como modelo de condescendencia y amarillismo. Las efusiones con pantalla dividida (split screen) contrastaron, en el reflejo dorado de muchos ojos latinoamericanos, con la sobriedad post 11 de septiembre cuando cayeron, en suelo del estado de Nueva York, las torres gemelas del World Trade Center.
En el terremoto, y en los días, semanas, meses que siguieron, las grandes cadenas enfatizaban el carácter de salvadores heroicos atribuido a las fuerzas internacionales, a la ayuda occidental, y aun, en el caso de la cadena CNN, a periodistas de la propia red, que se constituyeron en auxilio médico y sanitario cuando este no podía llegar por otros canales. Para algunos críticos, esas fiestas autocomplacientes de la piedad y la conmiseración roban a los haitianos, perpetuamente infantilizados, de su propia dignidad. Todas las cadenas internacionales, salvo excepción, ponían sus focos sobre el hecho de que una prisión en la capital haitiana de Puerto Príncipe perdió sus muros en el sismo, y con ellos sus prisioneros: cuánto peligro, esos terribles criminales sueltos.
Hace un cuarto de siglo, el escritor argentino C.E.Feiling podía anotar, a propósito de las coberturas estadounidenses de entonces de las crisis en la semi-isla caribeña: “No se trata aquí, sin embargo, de conocimientos, sino más bien de su tergiversación. Para esta misma época del año pasado, Haití estaba en todos los televisores del mundo. Ahora, pese a que hubo elecciones legislativas por primera vez en dos siglos, pese a que quizá se produzca el primer cambio de gobierno democrático en la historia del país, Haití ha desaparecido. La moda indica que habría que echarles la culpa a los medios, mencionar la fugacidad con que los acontecimientos se suceden en nuestras pantallas y teorizar sobre la inexistencia de aquello que no tiene cobertura periodística. La moda simplifica: el problema no reside sólo en los medios, sino en el conjunto de interesados 'saberes´ que ubican sobre el mapa y en la historia a un pueblo. Periodistas de indudable buena voluntad, muy críticos del influjo de Estados Unidos sobre Haití, no se cansaban de asombrarse de cómo un país que era riquísimo a fines del siglo dieciocho fue arruinado por sucesivos gobiernos militares. Lo que falta de ese análisis es tan obvio que asusta. Cualquiera 'sabe' que Haití fue el segundo país independiente (1804) de toda América, pero lo que realmente importa es que fue la primera república negra del mundo, y por eso sufrió de entrada el bloqueo de las potencias esclavistas y luego la animadversión de todos los que temían su 'mal ejemplo'. Aunque adopte formas menos cruentas, el racismo de ayer sigue vivo hoy”. Ni murió con el terremoto, ni con el presidente asesinado, ni con las súplicas mal recibidas del primer ministro que por ahora le sobrevive.
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