El hambre de vivir
Estuve tres semanas en Uruguay sin auto; no había ninguna otra opción, en realidad, porque no sé manejar. Estar en Uruguay sin saber manejar me dio mucha ansiedad, no sé si porque sentí que delataba algo a lo que no puedo pertenecer —no encontré estadísticas sobre el tema en una búsqueda rápida, pero al menos en Argentina mi sensación es que toda la gente más rica que yo y más pobre que yo sabe manejar: solo los judíos de departamento podemos llegar a los 33 sin registro de conducir—, o porque me quitaba independencia, tanto para ir a lugares como para irme de lugares, sobre todo diría para eso, para levantarse e irse en cualquier momento de cualquier parte. Supongo que por las dos cosas, y supongo que me dio mucha ansiedad porque estas dos cosas que acabo de mencionar son el centro de mi ansiedad desde que soy chica, la necesidad de ser local en todos lados, conocer todas las reglas de convivencia habidas y por haber en cualquier contexto, y la necesidad de poder abandonar cualquier lugar exactamente en el momento en que a una le gustaría.
En general trato de no pensar tanto en la ansiedad, incluso trato de no usar la palabra; pienso que cuanto más dejamos que palabras tan cargadas se interpongan en nuestras conversaciones cotidianas, más presentes las hacemos en nuestra psiquis; cuanto más las nombramos, más predispuestos estamos a identificar cualquier incomodidad mínima con una emergencia que es necesario resolver lo antes posible. Pero uso este vocabulario esta semana, lo uso hoy, porque me dieron ganas de pensar en el ropaje específico de la ansiedad de las vacaciones, sobre todo de la ansiedad que se arma en ciertos lugares de la costa argentina o la costa uruguaya, en México y en Madrid, según la suerte genética y económica que a uno le haya tocado en la vida y en el año. Menciono estos lugares porque son lugares en los que hay que hacer un esfuerzo para estar auténticamente de vacaciones, lugares en los que todavía podés sentir, si sos lo suficientemente egocéntrica, que la gente te está mirando; en suma, lugares llenos de argentinos.
Estrictamente llegué solo a dos pensamientos sobre este tema; el primero, que el sexo y la lectura son los únicos momentos auténticamente libres de ansiedad que yo conozco, y que eso debe tener alguna relación con la privacidad, con el hecho de que son los únicos momentos en que se siente el peso de la soledad, el peso no como algo malo, como algo bueno, como ese placer de sentir el cuerpo aplastado contra el piso cuando alguien te camina por la espalda. Se pueden poner en Instagram señas de la lectura y del sexo, subrayados, fotos de libros, camas deshechas, pero son acciones que no se pueden fotografiar: a diferencia de las fiestas, que siguen mientras uno las fotografía, el sexo y la lectura se interrumpen necesariamente cuando una suelta el libro o el cuerpo del otro para agarrar una cámara o un teléfono. En nuestras conversaciones cotidianas sobre la vulgata psi la ansiedad se relaciona demasiado con la inseguridad, una palabra que definitivamente evito hoy y siempre porque creo que las únicas personas seguras son los psicópatas, la inseguridad es signo de comunicación con el mundo. Yo lo relaciono más con el ego, con el egocentrismo y los delirios de grandeza: en mi caso, y esto seguramente es muy personal, la ansiedad se vincula con ese miedo norteamericano a no ser la protagonista de mi propia vida, el miedo a darme cuenta, cuando lleguen los créditos finales, de que quedé listada con las demás actrices de reparto.
El otro pensamiento que se me formó sobre el tema: hablé mucho de lugares, de estar en un lugar o estar en otro, y ese también es un pensamiento cinematográfico, o teatral, escénico. A diferencia de lo que sucede en una novela, en la que lo que se narra está sucediendo, cuando una escribe una obra de teatro o un guion tiene que tener mucho cuidado de narrar demasiado: narrar lo que pasó en una fiesta, el pasado de un personaje, un amor, una muerte. Lo que se narra, en un texto escénico, difícilmente logre tener el mismo peso en la memoria emotiva del espectador que lo que está pasando en la pantalla o en el escenario: hay que recordar que lo importante son los cuerpos presentes. Si vas a contar una muerte, el cuerpo que hay que usar es el de quien la cuenta, para darle importancia y calor a ese cuerpo muerto que no se va a mostrar. Hablo mucho de los lugares cuando hablo de ansiedad porque en el fondo me pregunto cuál de estos cuerpos soy, el que está o el que no está, el que la está contando o el que la está viviendo. Pero hay una última vuelta: a veces una llega al lugar en el que supuestamente están los cuerpos vivos, el lugar en el que había que estar, el lugar en el que las cosas pasan, y no pasa nada. Todavía estoy con los ánimos de cierre de año y de las resoluciones, los resúmenes y los agradecimientos, y por eso cierro así las columnas que escribo, con apreciaciones y deseos, una mersada, una tarjeta de supermercado. Aprecio que todavía mi cuerpo pueda reconocer cuando llegó al lugar correcto a encontrarse con el vacío; agradezco ese hambre de vivir que está demasiado cerca de la ansiedad y me empuja a buscar los espacios en los que transcurre la vida, y a entender cuando la vida no está ahí, cuando la cosa no se trataba de los espacios, se trataba de algo más, de algo que no sé qué es pero sí sé qué es.
TT
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