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COLUMNA NÓMADE

Llevando la musa a tu casa

Muy temprano caminamos con el limpiador que con la pala cavó sin parar hasta dar con el ataúd y, después, con lo que quedaba de mi madre.

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Encontré un relato que escribí hace mucho. Se llama La limpieza y nunca lo publiqué. Recuerdo que se lo mostré en su momento a Ricardo Zelarayán para que me dijera algo y se limitó a leerlo y gruñir: grrrrrrr. No le gustó. El relato es sobre un hecho puntual. Fue cuando acompañado por mi tía Teresa –la hermana de mi padre– fuimos al cementerio de la Chacarita para sacar el cuerpo de mi madre que estaba enterrado –por voluntad de mi padre– y cremarlo. De esa manera salíamos del sistema burocrático del cementerio. Recuerdo que fuimos muy temprano y que ni bien llenamos unos papeles, uno de los ordenanzas nos dijo que para cremarlo había que sacar el cadáver y ver si los huesos no tenían grasa y que si todavía tenían grasa, había que limpiarlos. Para eso había que pagarle a alguien que hiciera la limpieza.  

Así que muy temprano caminamos con el limpiador que con la pala, primero cavó sin parar hasta dar con el ataúd o lo quedaba de él y, después, con lo que quedaba de mi madre. Recuerdo que era un día de sol y que un satélite ruso –después me enteré– orbitaba por encima nuestro. El limpiador me mostró uno de los huesos de mi madre y me dijo que tenía grasa que había que limpiar. ¿Cuánto es?, le pregunté. Me informó. Tenía esa cantidad, le dije que lo hiciera. Sacó un cuchillo muy fino y empezó a limpiar. Al rato estábamos esperando que saliera la urna de la cremación. Esa noche hablé con Daniel Durand y le conté por teléfono lo que había estado haciendo. Me dijo: te llevaste la musa a tu casa.  

Supongo que me dijo eso porque yo había estado escribiendo varios poemas sobre mi madre. Pero lo más interesante sucedía en mis sueños. Durante mucho tiempo soñaba con mi madre pero yo sabía que ella no estaba viva sino resucitada, lo cual le imprimía al sueño un estado de ansiedad insoportable. Hasta que tuve un sueño en el que mi madre me decía que finalmente se iba a morir e iba a dejar de estar en los sueños y se desenroscaba un rulemán que tenía en el vientre y se moría. Nunca más soñé con mi madre.  

Mi mamá era una persona intensa, controladora. Mientras fui muy chico tuve una relación física con ella, la abrazaba, la besaba, le acariciaba sus piernas con mis piernas mientras trataba de dormirme en la cama matrimonial. Cuando crecí empezaron las diferencias. Mi madre y yo nunca llegamos a comprendernos. Ella me contaba siempre la historia de nuestro médico clínico –Nazareno Tajerián- que tenía su consulta cerca de donde hoy vivo y que, según mi madre, había estudiado medicina porque por una mala praxis se había muerto su padre y él se juró curar a todo el mundo. Creo que quería que fuera médico. Pero yo elegí estudiar filosofía y mi mamá no estaba de acuerdo para nada. Eso te calienta la cabeza, me decía. Es un momento difícil cuando uno trata de no quedar atrapado en los sueños del otro.  

¿Cuáles habrán sido los sueños de mi madre? Se casó muy joven y tuvo tres hijos en seguida. El matrimonio de mis padres fue como una pyme. Los recuerdo haciendo cuentas en la noche, en la mesa familiar, bajo la cúpula del silencio de la casa. Eran empleados de su matrimonio, nada que ver con el amor romántico. Con  el tiempo mi madre se fue desexualizando. Hasta convertirse en ese tipo de mujer que describe Jeanette Winterson en su libro ¿Por qué ser feliz cuando podés ser normal?: “Cuando una mujer ya no despierta el interés del sexo opuesto, sólo resulta visible donde sirve para algo”.  

A los cuarenta tuvo un ataque de hipertensión arterial. Quedó en coma cuatro. Los médicos me dijeron que era imposible que se recuperara y que si lo hacía iba a tener múltiples secuelas. Yo estaba todo el día y la noche en el hospital, esperando por los partes. El hospital tenía un jardín inmenso y una noche estaba sentado ahí bajo la luz de un farol leyendo Trópico de Cáncer de Miller mientras esperaba que alguien saliera a avisarme que mi madre había muerto. Entonces un auto silencioso llegó por la grama del camino y se estacionó enfrente de donde yo estaba. Era Alberto Olmedo. Me preguntó por mi papá y le dije que estaba en casa. Le dije que estaba solo. Voy a ver cómo está Julia, me dijo. Y entró al hospital. Salió a los treinta minutos y me informó que mi mamá había salido del coma, que estaba muy bien y que era un milagro, según los médicos. Los médicos sabían que yo estaba ahí afuera, pero nadie salió a decirme nada, Olmedo, como era famoso, entró como un Jedi. Me dio bronca.  

Preparamos la casa para recibir a mi madre. Estaban sus hermanas, nosotros, amigas, amigos. Mi madre se metió en su cuarto y me llamó. Me dijo que me quería contar algo. Durante el lapso que estuvo en coma, ella fue flotando hacia dónde había una luz muy intensa y sentía que unas ramas se le cruzaban por la cara. Era, me dijo, un momento de paz extraordinario. Mucha gente vestida toda de blanco salía a recibirla con gestos fraternales. Nos quedamos callados y me dijo: ¿Me alcanzás los cigarrillos que están en la cómoda? Yo la miré con reprobación. Pero se los pasé. Mientras se encendía uno –Jockey club, suaves– me dijo: No tendrías que tenerle miedo a la muerte, es como te acabo de contar. No es necesario que estudies más filosofía.  

FC/DTC

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