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Opinión

Localidades agotadas

Tamara Tenenbaum Ensayo general rojo
13 de junio de 2021 00:02 h

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Está profundamente demodé hablar de alta y baja cultura. De hecho, hay una pose que está de moda hace un tiempo entre la gente pretendidamente culta y es más bien la contraria: comentar con orgullo el fanatismo por un género musical o televisivo mal visto, sumarse a tal o cual ritual popular como si siempre se hubiera participado de él, prenderse de la masividad sin ironía con la confianza de que los demás saben, en el fondo, que una consume eso mismo “pero también otras cosas”. La pose es una trampa conceptual: reivindicar un consumo u otro da por supuesto el binarismo alto/bajo, da por supuesto que hay algo que reivindicar, algo que justificar, algo que exhibir. La sensación es que, aunque ningún teórico serio quiera seguir hablando en esos términos tan dicotómicos, esos conceptos siguen operando, y quizás más que nunca en una época en la que la construcción de una identidad estética hacia el afuera es una actividad consciente y deliberada a la que dedicamos una buena (o mala) cantidad de tiempo.

Yo también me muestro cantando hits de moda u opinando sobre chimentos, pero hace poco me puse a pensar en que eso que hoy me parece, sobre todo cuando yo lo hago, una forma renovada y retorcida del esnobismo, era una manera genuina de habitar la cultura en otro momento: cuando era chica. A los catorce o quince años aprendí escuchando El otro yo que la cumbia era una mierda (una frase que, creo, hoy no pronunciaría ningún músico indie ni en público ni en privado), pero antes de eso yo le explicaba a cualquiera los argumentos de las telenovelas de la tarde con la misma convicción con la que memorizaba frases de Jane Eyre. No sé cómo es la infancia hoy —tampoco lo saben quienes tienen hijos: hablo de lo que los chicos hacen en sus cabezas, de lo que piensan solos mirando el techo en sus cuartos, si es que todavía existe esa actividad—; quizás ahora los algoritmos van organizándote caminos más homogéneos. Pero cuando yo era chica, en una casa de clase media sin artistas, la cultura estaba hecha de las cosas que una se encontraba: lo que daban en la tele, los libros que les habían regalado alguna vez a tus padres, la música que escuchaban las hermanas de tus amigas. Así vi Betty la Fea, Esmeralda, Topacio y la trilogía de las Marías de Thalía, entre muchísimas otras novelas; así conocí a Björk, porque la vi con el vestido de cisne en una entrega de premios. Así leí libros que jamás hubiera leído: Elogio de la madrastra, por ejemplo, una novela erótica de Vargas Llosa que era una mersada total y solo me interesaba porque hablaba de sexo con más claridad que el codificado lleno de rayitas que podía agarrar a las 2 de la mañana; Nosotras que nos queremos tanto, de Marcela Serrano, una novela que también empecé a leer solo porque hablaba de sexo pero que todavía considero extraordinaria, y que me enseñó todo lo que supe por muchos años sobre la dictadura chilena y la sociedad de la transición. La voracidad con la que de chicos nos agarramos a todo lo que nos hable del mundo es, para mí, la mejor escuela y el mejor gusto; trato de volver, todo el tiempo, a esa brújula que se siente tan real, pero no es fácil.

Había vuelto a pensar en esto hace unos meses, cuando leí un cuento de Denton Welch en su libro Bravo y cruel; Welch se ubica ahí en la voz de un niño que se parece mucho a lo que debe haber sido él, un niño que viaja en barco con una madre sensual y sofisticada, que le elige los atuendos para las fiestas, y que se choca con una realidad insoportable cuando descubre que su madre no se viste para él. Fue esa sensibilidad de niño queer pero también ese hambre por la vida de los adultos lo que me trajo a Welch a la mente hace unos diez días, cuando pasé por la inauguración de la muestra Localidades agotadas, de Lolo y Lauti, en la galería Barro. Son muchas las voces que hablan de ese sentimiento en los diversos textos de la muestra: Kado Kostzer, dramaturgo, actor y director teatral asociado a la generación Di Tella, habla de la voracidad con la que de chico iba al teatro a ver prácticamente cualquier cosa; una voz de las muchas que te susurran chismes al oído, en una instalación armada como una peluquería, te cuenta que las ganas de ir al teatro de revistas venían de esa misma búsqueda por la adultez y el erotismo. Los propios Lolo y Lauti cuentan que su interés por las vedettes y el universo que ellas habitan vino también de la infancia, del descubrimiento de esas mostras que eran tanto el epítome de la femineidad como una especie de comentario retorcido sobre ella: a cualquier chico que estuviera intentando ubicarse en relación con el binarismo sexual que con tanto cuidado nos enseñaban (o sea, realmente cualquier chico) le tenían que implicar una curiosidad incisiva.

La temática que recorre la muestra (organizada por su pieza central, que es un montaje de dos entrevistas a Kostzer y la legendaria vedette Pochy Grey intervenidas con números musicales) es este cruce entre la vanguardia y lo popular, el teatro del Di Tella y el mundo de la revista y el musical, esos universos que parecían no tocarse pero que son los colores de una época y configuran todos juntos la experiencia teatral de varias generaciones de argentinos. Todas las obras expuestas (todas videoinstalaciones, salvo por la peluquería) muestran no solo una investigación extensa sino también una realización cuidadosa que deja afuera cualquier intención paródica. El tono no es solemne, pero tampoco es irónico: tiene la inteligencia de la inocencia, la lucidez de la infancia. Podría escribir que Lolo y Lauti proponen “un diálogo” entre tradiciones aparentemente contrapuestas, pero la palabra diálogo me hace pensar en algo demasiado artificial, demasiado inventado para la teoría y el paper. El eje de la niñez, en cambio, de la experiencia del descubrimiento, se me apareció con más precisión a lo largo de todo el recorrido en la galería. Lo que sentí fue que había atravesado el pasillo de una carta de amor a esos retazos de arte y espectáculo con los que Lolo y Lauti construyeron, desde chicos, una sensibilidad: un homenaje a esa cultura que se comieron de chicos, a lo primero que los hizo sentir menos solos.

TT

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