Al maestro con cariño
Todo film biográfico se enfrenta a un problema casi insoluble. Debe hablarle a un público que, en principio, sabe poco acerca de aquello por lo cual ese personaje es objeto del film. Se hablará de un gran físico a personas para quienes la física jamás ha estado en el centro de interés. Se presentará a un pionero de la neurocirugía a personas que no saben –ni tienen mayor interés en saber– los entresijos de esa materia.
El recurso no es diferente al de cualquier serie de televisión. Al fin y al cabo, las luchas entre corporaciones de medios de comunicación o las vicisitudes de un ranchero dueño de medio estado de Montana, no podrían ser menos interesantes. Las peleas entre hermanos y sus intricadas relaciones con el padre, en cambio, sí lo son. De la misma manera, el film sobre el físico o acerca del neurocirujano hablará sobre sus relaciones personales, sus problemas éticos o sus enfrentamientos o alianzas con el poder. Es decir: para ser interesantes deberán convertir en paisaje de fondo –en algunos casos casi imperceptible– el porqué de la elección de ese personaje.
Maestro, la película acerca de Leonard Bernstein dirigida por Bradley Cooper, no es una excepción. Si hablara del estilo compositivo del maestro, de su mandarinazgo sobre la música clásica estadounidense, sobre cómo convirtió una canción de amor –el Adagietto de la Sinfonía Nº 5 de Gustav Mahler– en pieza funeraria o de su manera de dirigir, no sería el espectáculo que una película comercial está obligada a ser. Y que en este caso es, gracias a que habla más de la homosexualidad del músico que de la música por la que se ha decidido hablar de su homosexualidad. O no exactamente. Un film, como una obra de teatro o una novela, necesita conflictos. Contradicciones. Tensiones. Y Bradley Cooper las encuentra en algo tal real –y tan contradictorio y lleno de tensiones– como la relación de amor entre Lenny y su esposa, la actriz costarricense –y educada en Chile– Felicia Montealegre Cohn. Y, eventualmente, aunque no entre en detalles que solo un público ultra especializado disfrutaría, la música está presente. Mejor aún, lo que está presente es el amor de Bernstein por la música y su necesidad de comunicarlo, casi siempre de manera profundamente teatral (sobreactuada, dirían sus críticos).
La de Leonard Bernstein es, qué duda cabe, lo que los estadounidenses entienden como una “gran historia americana”. El hijo de una familia de emigrados judíos nativos de Rusia que será el director más famoso –y el más importante, en términos de influencia, que no es exactamente lo mismo– de la Filarmónica de Nueva York y, también, el compositor de West Side Story, el musical que cambió para siempre la historia de los musicales, el autor de algunas de las canciones más bellas y perfectas de todos los tiempos, de tres sinfonías tan pretenciosas y sobredimensionadas como geniales, de una opereta sobre el Candide de Voltaire, de una misa pop delirante y maravillosa y de algunas piezas orquestales y de cámara extraordinarias además del conductor de un fantástico programa televisivo sobre música donde podía tanto contar de qué se trataba dirigir una orquesta como explicar qué era el jazz. Pero, además, alguien capaz de enojar –y mucho– al FBI y a Richard Nixon –todo un honor–, alguien que no escondió –o escondió apenas– su bisexualidad en una época en que no resultaba fácil y que sostuvo un largo matrimonio que, según todos los testimonios, fue cualquier cosa menos un casamiento por conveniencia.
En el principio fue el piano. Se lo oye junto a los primeros títulos del film. Luego se lo ve. Lenny toca la adaptación a ese instrumento de un fragmento de su ópera A Quiet Place. O, tal vez, un boceto previo a la orquestación. Lo están filmando. La película –un falso documental, podría decirse– muestra el registro de uno verdadero. El maestro deja de tocar, se saca los anteojos y seca sus lágrimas. Habla con quienes, en escena, lo filman. Fuma. “Siempre es mejor en el piano, no sé por qué”, dice. Habla de cómo la ve a ella, que ha muerto, trabajando en el jardín, de que Julia Vega la ve todos los días al pie de la escalera, cuidando que la ropa por lavarse sea separada por color. “Nuestros hijos nos envidian porque ellos nunca la ven”, cuenta. “Yo…yo La extraño terriblemente”. En esos primeros segundos se juegan algunos de los grandes ejes de la biopic de Cooper. Su notable caracterización de Bernstein y los espejos enfrentados mostrando representaciones de la representación. Los críticos de Gustav Mahler justificaban su tirria diciendo que el compositor no mostraba las pasiones sino la actuación exagerada de esas pasiones. El expresionismo, al fin y al cabo. Medio siglo después se dijo lo mismo de Bernstein. Un genio del histrionismo para el que, conscientemente, todo fue representación (¿un espejo enfrentado al espejo de Mahler?) Y, bordando el relato, la vida privada y, en particular, su matrimonio.
El segundo cuadro del primer acto completa las líneas principales de Maestro: el blanco y negro –que puntuará todo el film– y el encuentro de Lenny y Felicia (soberbia Carey Mulligan). “Nos parecemos”, dice él. “Somos muchas cosas y el mundo quiere que seamos sólo una.” En la culminación de esa escena, ella lo lleva a un teatro vacío. Están en el escenario. Actúan una escena de amor. Ella dice su línea y lo besa. O actúan un beso. De eso se trata. Son varios a la vez. A los 21 años, recién recibido en Harvard, Bernstein decía: “No sé qué es lo que voy a hacer: dirigir, tocar el piano, orquestar, producir. Yo soy todo eso en uno solo”. Cuarenta años después, en septiembre de 1979, afirmaba: “Ya no soy un director de orquesta; soy un músico a tiempo completo para quien dirigir, componer, enseñar y tocar el piano son una misma actividad”.
The New York Times publicó dos críticas de la película, una muy favorable y otra no tanto. Lo que le reprochan aquellos que reprochan es lo que falta: el hecho de que Bernstein no acabara de ser reconocido como compositor “cásico” por la inteligentsia europea, la operación del FBI difundiendo la versión de que apoyaba a antisemitas, a partir de la famosa fiesta para recaudar fondos para los Panteras Negras que él y Felicia organizaron en su casa, el brulote del New Yorker en el que Tom Wolfe los ridiculizó con el título de “Radical Chic”, la frase de Nixon que quedó grabada en las cintas del FBI, “Bernstein es un hijo de puta”, la música que no se escucha. Lo cierto es que con un músico virtualmente inabarcable siempre será más lo que falte que lo que pueda incluirse. Y en Maestro hay muchísima música. Y se trata de música excelente.
Resulta más interesante la observación de Alex Ross en The New Yorker acerca de la relación de Hollywood con la música de tradición académica: “Hoy en día, alguien que escucha a Bach por placer tiene más probabilidades de ser un asesino en serie caníbal o un villano sádico en un film de James Bond que un ser humano funcional. En películas tan diversas como Five Easy Pieces, Shine, The Piano Teacher y Tár, la carrera musical se trata de manera patológica, como una vida de represión, neurosis y crueldad cultivada. (…) En su mayor parte la música clásica sirve como una abreviatura de la aberración emocional. La música pop, por el contrario, es generalmente tratada como un medio de liberación y realización, incluso si sus practicantes son destruidos en el proceso. (…) Cabe destacar que Maestro desdeña ese fácil proceso de patologización. No es que presente una imagen idealizada de la vida de Bernstein: vemos el lado desagradable de su personalidad, especialmente en sus últimos años, cuando bebía en exceso y se comportaba grotescamente. Sin embargo, el declive del joven efervescente no se presenta como el resultado necesario de la cultura que habita. Este derviche melancólico encuentra en la música un éxtasis sostenido que se le escapa en la vida, aunque en ciertos momentos espléndidos esos mundos separados choquen. La secuencia de Mahler –el ensayo de su Sinfonía Nº 2– es la única parte de la película en la que Bernstein se muestra absolutamente feliz.”
Que Maestro pueda ser discutida y que genere controversias es, sin duda, una de sus virtudes. La otra es la música que allí se escucha, el amor a la música que sus personajes exhiben y la música que la película lleva a escuchar, ya fuera de la película. Aquí dejo dos listas posibles –entre muchas–. La primera contiene pasajes en que aparece el Bernstein modernista, aquel donde la lectura de Stravinsky se cruza con todos esos que él era: el pianista, el músico popular, el sinfonista, el que conocía la orquesta como nadie. Y, lejos del último lugar en importancia, el que era capaz de sintonizar como nadie con los conflictos de su época. En West Side Story, por ejemplo, la adaptación de Romeo y Julieta de Shakespeare pasó por varias etapas. Primero, Bernstein y Stephen Sondheim, el libretista, pensaron en un conflicto religioso y después en un enfrentamiento entre ricos y pobres. La genialidad, para el momento en que fue compuesta, fue abordar aquello de lo que no se hablaba: la lucha entre pobres y pobres, la tensión entre bandas de inmigrantes de primera y segunda generación, en el submundo situado bajo las autopistas, en los inquilinatos atestados y en los gimnasios públicos. En On the Town, el pasaje a musical de lo que había nacido como el ballet Fancy Free, tres marineros próximos a embarcar, rumbo a la guerra, descubrían la ciudad –y el posible amor– y esa primera vez podía ser también la última. La canción “Some Other Time” –que Tony Bennett cantó años después en una inolvidable grabación con el pianista Bill Evans– lo resumía con ironía. “¿Dónde se ha ido el tiempo transcurrido/ no hemos hecho ni la mitad de lo que queríamos/ Bueno, ya lo haremos en algún otro momento”, cantaba alguien que, precisamente, no sabía si habría algún otro momento. Algunas de esas canciones, en sus versiones originales y en interpretaciones que a mí me gustan especialmente, forman parte de la segunda lista.
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