Masturbarse es un ejercicio saludable
En el supermercado suelo comprar unas galletitas que me gustan mucho, cuyo sabor no conozco del todo (creo que algarroba o algo así), pero lo que me impresiona más que nada es el envoltorio, que pone en primer plano todo lo que no tienen: sin azúcar ni grasas, sin harinas y no sé qué otras cosas más, en fin, son un producto ideal (para el capitalismo) que se vende por algo diferente a lo que es.
Estas galletitas son más caras que las otras, que las comunes, que las que tienen todo eso que nos daña. No voy a debatir la alimentación, sí llamar la atención sobre este punto: en este caso, pagamos más por lo que a este consumo le falta que por lo que tiene. Es un tipo de pago negativo; pagamos por nada y esa “nada”, además, tiene un precio alto. No se me ocurriría mejor ejemplo para ilustrar cómo funciona el mundo capitalista, el fetichismo de la mercancía o incluso la noción de plusvalía.
Sin embargo, no es un análisis socio-económico el que quisiera realizar. Hay otros que lo harían mucho mejor. Aunque sí me interesa hacer una consideración de economía libidinal. Eventualmente esa “nada” por la que pagamos tiene un nombre específico; de un tiempo a esta parte se llama “salud”. Esa nada suprasensible –ya que no se encuentra en ninguno de los aspectos del objeto– es una determinación importante del deseo.
De un tiempo a esta parte, la salud se volvió un denominador común de nuestros deseos. En la alimentación, reprime el placer de los sentidos; hace poco un niño sugería que comer verduras era rico porque “es sano”. Desde ya que no añoro la infancia ahíta de esos dulces que también implicaban un sabor uniforme (y excitante); digo más bien que el desarrollo de la sensibilidad requiere la diferenciación o, mejor dicho, que donde hay homogeneidad no hay placer.
No obstante, no quiero hablar de la alimentación -ya lo dije-. Parto de este caso en la medida en que lleva al punto que me importa: ¿no ocurre lo mismo con la sexualidad? Slavoj Žižek tiene una fórmula muy divertida para hacer este paralelismo: así como hoy existe el café descafeinado, la cerveza sin alcohol, ¿no podría haber también un sexo sin erotismo? Esta línea de pensamiento la encontramos en sus libros desde Bienvenidos al desierto de lo real al recientemente traducido Chocolate sin grasa.
En los últimos años, proliferan las notas periodísticas que cuentan la cantidad de calorías que se pueden quemar con tan solo un acto sexual (depende su duración, claro); el tipo de activación cardíaca que produce el sexo matinal; incluso hay algunos sobre las funciones proteínicas del semen (parece que también tiene vitamina C) y otros más que configuran toda una agenda de nutrición sexual. El sexo dejó de ser erótico, necesita que le demos nuevas justificaciones.
La nueva ecuación sería: comer es sano, coger es parecido a comer, entonces ¡coger es sano! Sin embargo, no quiero referirme aquí a los artículos relativos a la higiene del acto sexual, sino fundamentalmente a los que leí sobre la masturbación. Porque es cierto que ya no vivimos en un mundo que condene el onanismo como un pecado, pero ¿no se trata de una nueva hipoteca la que hace de este acto íntimo una forma del viejo aforismo socrático “Conócete a ti mismo”?
Pareciera que pasamos de la teología a una especie de pedagogía. La masturbación es hoy, según diferentes artículos: 1. Una vía para “aprender” (sic) a “familiarizarse” (sic) con el “propio cuerpo” (sic); 2. Un recurso de “descarga” (sic) para evitar tensión y “nervios” (sic) (aunque aquí se nota que los autores no leyeron nada sobre la etiología de la neurastenia); 3. Hay artículos que plantean que se la debe “validar” (sic) como un fin en sí mismo y no asociarla necesariamente al coito, porque es preciso cuestionar el “coitocentrismo” (sic); 4. Encontré un artículo que habla de las virtudes digestivas de la masturbación.
Didáctica, ansiolítica, tónica, nutritiva, el elogio contemporáneo de la masturbación logró sepultar su carácter maldito. Nos hemos vuelto una sociedad que necesita celebrar este acto, justificarlo, incluso visibilizarlo, pero ¿qué se vuelve invisible al hacer visible algo? La visibilización no es un acto sin consecuencias, también compromete con cierto punto ciego y crea sus propios prejuicios.
Didáctica, ansiolítica, tónica, nutritiva, el elogio contemporáneo de la masturbación logró sepultar su carácter maldito. Nos hemos vuelto una sociedad que necesita celebrar este acto, justificarlo, incluso visibilizarlo
En su libro Sexo solitario, Thomas Laqueur esboza la hidráulica del cuerpo que se pone en juego en la idea de la masturbación como descarga. Esta idea moderna, que se desarrolló sobre todo a partir del cuerpo entendido como máquina, permanece aún en el ejemplo del punto 3. Por esta vía, entonces, tampoco lo nuevo suele ser nuevo y con otros ropajes reproduce mitos e ideas del pasado.
Asimismo, un punto de debate actual es el relativo a la masturbación de las mujeres. El argumento habitual es que históricamente este acto fue prohibido con mayor énfasis y que, por eso, hoy necesita ser reconocido. A veces se acusa al psicoanálisis de haber sido cómplice de la condena femenina. Se critica que Freud habría dicho que el clítoris es una especie de pene pequeño. Sin embargo, ¿a qué apunta esta afirmación freudiana?
Freud sabía que las mujeres se masturbaban, esto es claro, pero desde su punto de vista la masturbación era un placer masculino. Freud dice esto porque no piensa en la masturbación como un acto (la manipulación genital); sino en un tipo de placer, que se obtiene de los más diversos actos. La masturbación es un placer siempre idéntico a sí mismo, eso lo hace fálico, independientemente de quién se masturbe. Ese placer fálico, en serie (y serial), es el que hace que alguien pueda dedicarse durante horas a una tarea (o a varias). La masturbación es un placer que, por ejemplo, va muy bien con el trabajo o, mejor dicho, con ese hacer compulsivo que, a veces, se parece al trabajo, pero no es tal. Nuestra sociedad es eminentemente masturbatoria. Se dice que es “individualista”, pero este término es la traducción social de una relación con el erotismo.
A veces también se dice que es una sociedad “egoísta”. Sin embargo, el egoísmo es un tipo de actitud que busca aumentar el placer, diversificarlo, que no se satisface siempre de la misma manera. Un romano era egoísta y se tomaba algunas horas para almorzar. En nuestra sociedad de pajeros se come de parados en la mesa de la cocina, en minutos; comer se volvió una masturbación más. Por eso nuestra sociedad no es egoísta, es más bien narcisista, es decir, una sociedad en la que se padece por “baja” autoestima –de la misma manera, cuando alguien dice “me la baja” habla de su relación con ese placer: si no es masturbatorio, no le interesa.
Nuestra sociedad es eminentemente masturbatoria. Se dice que es “individualista”, pero este término es la traducción social de una relación con el erotismo
La masturbación es un placer prefabricado, reproducible, que no incorpora nuevas metas, que no se amplía con el del otro. Un acto copulatorio puede ser masturbatorio. Muchas veces lo es. La masturbación es un placer que viene de adentro, que no quiere el afuera, que transforma el afuera en corte y demanda. “Afuera no hay placer”, dice el masturbador; nada de afuera, nada de otro, es causa de placer. El masturbador siempre se vive quejando de que lo interrumpen. Vive la vida como interrupción de ese goce único. Esto es la masturbación: la creencia en un único goce; es poner el goce en lugar del placer y aplastarlo completamente.
Entonces, cuando Freud plantea que el clítoris es un pene en miniatura no es porque busque negar el erotismo femenino; más bien lo que desarrolla es que puede quedar atrapado por un goce fálico, como le ocurre más directamente al varón. En otro libro de estos días, El placer borrado. Clítoris y pensamiento, Catherine Malabou explica ciertas ideas del pensamiento de Luce Irigaray, en particular que el placer femenino no se fija en un órgano, mucho menos supondría –como sí pensaba Freud– que la vagina tiene que ir al lugar del clítoris, con una especie de sustitución y, por eso mismo, no hay sede para el orgasmo femenino. Este goce queda des-localizado, sin que esto implique un déficit. De ahí que pueda pensarse en que haya mujeres que requieran tocarse durante un acto de penetración (o sin ella) sin que estas caricias cumplan una función onanista. Este sí fue un prejuicio típico entre psicoanalistas: plantear que esa era una dependencia más o menos masturbatoria, un resabio de inmadurez autoerótica que no había sido superado y que debía ser curado.
La masturbación es un tema de mucha complejidad (no diré con facilismo que es un tema de nunca acabar), no creo que se pueda resolver con la nueva moral progresista de autorización y validación saludable –que más bien tiende hacia el falicismo, para hacer el chiste tonto. Llevo más de un año dedicado a la lectura del Manifiesto pornológico de Daniel Mundo que, en unas pocas páginas, desafía muchas de las interpretaciones que hoy nos hacemos de la sexualidad reducida a performance, a beneficio yoico, a atributo narcisista.
No siempre que alguien se toca, se masturba. Es posible masturbarse con los más diversos actos. Puede tratarse de un acto erótico, pero también puede hacer del cuerpo un instrumento sometido al mecanicismo. Las loas que hoy se cantan a la manipulación de los propios genitales, lejos de ser un himno de liberación, son parte de un dispositivo de pérdida de erotismo que, en nombre de habilitarnos, nos esclaviza a mandatos que tal vez ya no sean disciplinarios, pero que no dejan de plantear el mismo rechazo respecto del deseo. Un rechazo cada día más sutil.
LL
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