Milongas, semillas y tangos distantes
La palabra, como mínimo, se refiere a dos cosas. Y además viene de otro lado. De lo que los soldados brasileños reclutados por Rosas, que se quedaron en el territorio después de la derrota en Caseros, no entendían cuando oían a los cantores del campo en sus largas payadas. “Palabrería”. O “cháchara”. Así llamaban el sinsentido de lo que escuchaban pero lo hacían con una palabra quimbundu, una de las lenguas de los esclavos de las etnias de Angola que habían llegado a América. La palabra era “milonga”.
El término, poco a poco, se fue imponiendo para llamar a esas canciones en que también había un remoto origen africano. “Guajiras acriolladas”, las llama Roberto Selles en su Historia de la milonga– y el payador Gabino Ezeiza, otro afroamericano, decía que las milongas eran hermanas del candombe.
El género se independizó –también de a poco– de la payada y en algún momento incorporó un bordoneo cercano a la habanera que marcaba en el bajo una subdivisión acentual de 3+3+2 (la misma que mucho después acabaría siendo la marca de fábrica de Astor Piazzolla) y sobrevivió en el campo y se extendió hacia el sur de la provincia de Buenos Aires dando lugar a lo que acabó denominándose “milonga sureña” o “surera”. Y también llegó a la ciudad donde, como todo, fue transformada.
Carlos Gardel, entre 1915 y 1929, tocó con un guitarrista y compositor afroamericano, José Ricardo, al que llamaban, obviamente, “El Negro”. Él había sido el autor de “Margot”, a partir de una letra de Celedonio Flores premiada en un concurso convocado en 1919 por el diario Última Hora (el título original del texto era “Por la pinta”). Y él fue quien compuso la primera milonga ciudadana de la que actualmente se tiene conocimiento, “Un bailongo”, que grabó junto a Gardel y otro guitarrista, Guillermo Barbieri, para el sello Odeón, en 1922.
“Milonga sentimental”, compuesta por Sebastián Piana junto a Homero Manzi en 1931, muestra ya otras características. Piana, un pianista y autor formado en la academia, acentuó los aspectos africanos y comenzó la larga historia de lo que se conoció como milonga ciudadana. Fue grabada por Gardel el 23 de enero de 1933 y allí lo acompaña su recién creado cuarteto de guitarras, conformado por Barbieri junto con Horacio Pettorossi, Domingo Riverol y Julio Vivas. (La portada del disco indica por error 1927)
Esa segunda cosa llamada milonga, cada vez menos semejante a la del campo, se afirmó –y re africanizó conscientemente, acercándose bastante al choro brasileño– con la orquesta de Juan D’Arienzo y con piezas como “Taquito militar”, de Mariano Mores. El propio Piana osciló entre ambas especies. La hermosa “Milonga triste” –la primera grabación es de Mercedes Simone, con el compositor al piano–, tal vez la más famosa, se acerca más a la del campo que a la de la ciudad y juega con su parentesco con la habanera. Y Piana llegó incluso a crear una tercera clase, la “milonga-candombe.
Astor Piazzolla, por su parte, que no perdía ocasión de jerarquizar aquello de milonga que pudiera haber en cualquier tango, compuso a lo largo de su carrera varias entre las cuales las fundantes, junto con las cantadas por Edmundo Rivero en 1964, fueron el par incluido en el disco Concierto de tango en el Phlharmonic Hall registrado un año después y, a pesar de su título, en un estudio de Buenos Aires. Allí, en el LP original, simétricamente, dos piezas, una dedicada al diablo y otra al ángel ocupaban el segundo lugar en cada lado: “Romance del diablo” y “Milonga del ángel”. Hubo otras más adelante, la hermosa –y célebre– “Oblivion” entre ellas. Todas remiten a la milonga campera –o si se quiere, a la milonga-habanera– y ninguna al modelo rubricado por D’Arienzo y Mores lo que n o resulta extraño si se tiene en cuenta su aversión –correspondida– por ambos músicos.
Dos volúmenes llamados Semillas de milonga, creados y grabados por Martín Liut, llevan a pensar –y a escuchar– la milonga como una esencia, algo así como el arjé de los antiguos griegos, que subsiste en materiales sumamente variados y trabajados con procedimientos múltiples.
Como en aquella colección de tangos encargada por el pianista Yvar Mikhashof a distintos compositores –entre ellos John Cage y Conlon Nancarrow– y grabada por la pianista Haydée Schvartz, y la continuación ideada por esta intérprete argentina, comisionando a su vez nuevas piezas a compatriotas, para quienes primaba ya no la lejanía sino la necesidad de prescindir de la cercanía, más que una afirmación acerca de la milonga hay aquí una interrogación.
Las 24 Semillas de milonga están estructuradas, como los preludios y fugas de Bach y los de Shostakovich y los preludios para piano de Debussy, en dos libros de 12, y cada una de ellas está compuesta en una tonalidad diferente. Estoy tentado de llamarlas acuarelas, por su brevedad y la referencia a los meses del año, pero la idea de lo tenue no siempre se corresponde con ellas; más bien son aguafuertes, para tomar una palabra asociada con lo porteño. Liut es autor, también, de 12 estudios para piano –no registrados aún en disco– , y ésta es un poco su contracara. Escritos más hacia adentro que hacia afuera se corresponden con el confinamiento de la pandemia y fueron pensados, desde el comienzo, como una obra ligada a la práctica y a la propia interpretación. Por aquí aparece un costado más gismontiano; por allí más campero. Como sucede con el Diario Musical de Esteban Insinger, otro autor argentino que, desde el 4 de abril de 2009 suma una pieza por día a su álbum (https://insingermusicaldiary.bandcamp.com/), o como Rayuela, de Julio Cortázar, estas Semillas de milonga pueden o no escucharse en orden, pueden o no buscar relaciones temáticas o lejanamente descriptivas y, obviamente, también puede indagarse acerca de cuál es el resto –o el anuncio– de milonga en cada una de ellas. Pero de lo que se trata, al fin, es de doce composiciones bellas e intrigantes, en el mejor sentido posible.
Como comentario casi al margen agrego una milonga que amo y en cuya letra se habla, al comienzo, de la lejanía, la “Milonga de andar lejos”, de Daniel Viglietti, y dos milongas de lejos compuestas por el gran guitarrista Ralph Towner –uno de los fundadores del grupo Oregon y compañero de ruta de músicos tan variados como Egberto Gismonti, Wayne Shorter o Gary Burton– en un caso junto con el contrabajista Arild Andersen y el percusionista Naná Vasconcelos y en otro a dúo con Gary Peacock en contrabajo.
Diego Fischerman es autor del blog El sonido de los sueños: https://xn--sonidodesueos-skb.com/
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