La música de la soledad
“El último verano encontré en una tienda de discos de París las grabaciones que ustedes hicieron con la música de Conlon Nancarrow. Escuché esa música e, inmediatamente, me ganó el entusiasmo. Esta música es el descubrimiento más grande desde Webern y Ives”, empezaba escribiendo el gran compositor György Ligeti en una carta a un pequeño sello discográfico de Berkeley, California, llamado 1750 Arch. El pianista Glenn Gould había pensado que el disco terminaría con los conciertos. Y Nick Hornby contó, en Alta fidelidad, una historia a partir de listas de discos. En efecto, muchas de las historias del siglo XX podrían narrarse de esa forma. La de Nancarrow, ese compositor mexicano nacido en los Estados Unidos, también. En primer lugar, porque la coprotagonista es una máquina llamada pianola, diseñada para re-producir música (y no para producirla) y cuya explosión de consumo, en los finales del siglo XIX y los comienzos del siguiente, anticipó en gran medida la de la industria discográfica. Pero, también, por Ligeti, ese fan a la medida de Alta Fidelidad que descubrió a Nancarrow, un compositor secreto, en un disco y que concluía su carta al sello diciendo: “Su obra es completamente original, disfrutable, constructiva y, al mismo tiempo emocional. Para mí, es la mejor música de cualquier compositor vivo”.
Ese autor, un ex combatiente de la Brigada Abraham Lincoln en la Guerra Civil Española, vivía recluido con su tercera esposa en Las Aguilas, un suburbio del DF mexicano. Y Ligeti fue quien logró, en 1982, que se le concediera el MacArthur Genius Grant, un premio de 300.000 dólares por año mantenido durante un lustro. Y si se escuchan los formidables Estudios para piano de Ligeti, escritos durante las décadas de 1980 y 1990, se entiende la fascinación del europeo y se ve hasta qué punto Nancarrow re configuró para él tanto la idea virtuosismo pianístico como la del ritmo –y de la polirritmia, eso que el jazz aprendió muy tempranamente, pero a la tradición académica le resulta todavía extraño–.
Samuel Conlon Nancarrow había nacido en 1912 en Texarkana, Arkansas, y murió en 1997. Durante su último año de vida, apenas podía conversar contestando con monosílabos. Su muerte pasó desapercibida para casi todos. Podría decirse que también así pasó su vida, y sobre todo esa extraña obra que, con discreción aparente, pone en tela de juicio varios de los presupuestos inconmovibles del arte a partir del Romanticismo –presupuestos que, en muchos casos, las vanguardias se ocuparon de mantener–.
Las caleidoscópicas construcciones sonoras de Nancarrow estuvieron rodeadas de silencio. Aun así, algunos, cada tanto, descubrieron la riqueza que había en ellas. Uno fue John Cage, que en 1960 convenció a su pareja, el coreógrafo Merce Cunningham, para que utilizara una composición de Nancarrow en una obra llamada Crises. Elliot Carter consiguió que New Music Editions publicara el Estudio N° 1 pero recién cinco años después de que Nancarrow se lo enviara. Y otro compositor, Harry Partch, lo visitó en México, aunque sin que haya ningún testimonio de que en algún momento lo haya considerado seriamente como un compositor. Y eso fue todo. Después, en 1969, Columbia realizó un disco con algunos de los Estudios, pero la calidad sonora fue tan mala que obligó a que la grabación fuera retirada de catálogo inmediatamente. Y en 1976, el compositor envió al sello Nonesuch –hoy baluarte de la Americana y de su lado “clásico”, con Steve Reich, Philip Glass y John Adams a la cabeza– una cinta con algunas de sus composiciones para pianola recibiendo como respuesta apenas una pregunta: ¿Era necesario que le enviaran la cinta nuevamente o podían destruirla?
Que Cage se haya fijado en Nancarrow, en todo caso, resulta bastante significativo. Porque fue precisamente Nancarrow quien llevó a un punto extremo de radicalidad las críticas que John Cage había puesto en escena con sus obras. Porque si Cage había ideado composiciones que dejaban descolocado o convertían en inútil el modelo de arte romántico, el virtuosismo de los intérpretes, el modelo de circulación fijado por el concierto burgués y los criterios de valor corrientes en el campo de la música artística de tradición escrita, Nancarrow, directamente, había escrito piezas que prescindían por absoluto de todo ello. Composiciones sin intérpretes, sin conciertos y sin posibles nuevas versiones. Estudios que no podían estudiarse porque ya estaban fijados para siempre en un rollo de pianola.
El sociólogo Pierre Bourdieu analizaba algunas de las costumbres ligadas al consumo de arte en relación con la acumulación de capital e introducía la noción de acumulación de capital cultural. El placer del arte estaba asociado, según Bourdieu, a cierta información –ese capital cultural acumulado– acerca de obras, artistas, épocas y escuelas. Saber acerca de las circunstancias de composición de una obra, o, en el caso de la música, de una determinada interpretación, no sólo contribuía al placer por la obra, sino que, directamente, era lo que lo constituía. De hecho, la mayoría de las conversaciones que los melómanos sostienen alrededor de la música y de su valor, ponen en juego esos saberes altamente simbólicos: qué cantante interpretó antes –y mejor– esa aria, en qué año Arturo Toscanini dirigió esa sinfonía, e, incluso, los detalles de la vida privada de Sviatoslav Richter o Maria Callas que lo definen a él, al melómano, como alguien “que sabe”. Es decir, nada demasiado diferente de lo que sucede con los fans de algún artista pop o con el público de jazz. Ni unos ni otros se consideran oyentes comunes y todos ellos basan su distinción en aquello que saben sobre el artista. Es decir, en aquello que sin ser la obra construye, sin embargo, la “buena escucha” de esa obra. Y la música de Nancarrow, esas breves piezas escritas directamente sobre rollos de pianola, excluye esa clase de acumulación de capital –aunque tal vez no otras, más ligadas al descubrimiento del artista de culto, de lo secreto o de lo excéntrico–.
Pero Nancarrow también pone en tela de juicio las estéticas dominantes en las academias a mediados del siglo XX. Sobre todo, por su utilización del ritmo, donde la complejidad, en lugar de a su disolución –como en mucha de la música de tradición académica compuesta en la segunda mitad del siglo XX– conduce a su intensificación. El linaje de Nancarrow remite más a Fats Waller, Earl Hines y Art Tatum que a Anton Webern.
En Nancarrow, por otra parte, hay un reconocimiento (un reconocimiento compartido por los primeros compositores de música electrónica) de la imposibilidad del intérprete para habérselas con determinado grado de dificultad. El serialismo integral –una de las modalidades derivadas del dodecafonismo, donde todo se derivaba de los parámetros fijados en una serie inicial de sonidos, ataques, intensidades, configuraciones rítmicas y timbres– se había arribado a un punto imposible, paradójico y sin retorno, donde cuanto más importante era, para el compositor, la precisión absoluta en matices y duraciones, menos fiable era la interpretación y en que, a mayores exigencias de la escritura, aparecían mayores incapacidades prácticas. ¿Cómo lograr que la duración de un sonido fuera exactamente doce veces menor que la del anterior y siete mayor que la del próximo y que simultáneamente se tocaran sonidos con intensidad diferente –y exactamente mensurada– y con modos de ataque también distintos? En el serialismo, mucha música pensable no era ni interpretable ni escuchable.
Nancarrow, en cambio, partía de la base de que mucho de lo que podía ser pensado –y, en particular, escuchado– no era factible para personas, pero sí podía serlo para un instrumento mecánico. Él había comenzado como trompetista de jazz y sabía que la clase de complejidad rítmica que lograban pianistas como Hines y Tatum en la improvisación era imposible de reproducir mediante la codificación en una partitura y una posterior decodificación de un intérprete. La soledad de Nancarrow, eventualmente, estaba prefigurada en ese arduo trabajo de composición realizado literalmente sobre la materia, que implicaba más de un año de labor para lograr unos cinco minutos de música (aunque cinco minutos cargados con una densidad de información increíble).
La totalidad de sus estudios fue grabada por el sello alemán Wergo y editada en cinco Cds. Para hacerlo, se trasladaron equipos de grabación digitales a su estudio, donde Nancarrow tenía la vieja pianola Ampico de 1927, reformada por él mismo, para la que escribió la gran mayoría de su obra. Más cerca en el tiempo, el sello MDG (Musikproduktion Dabringhaus und Grimm), famoso por la altísima calidad técnica de sus grabaciones, volvió a registrar los Estudios pero, esta vez, en un Bösendorfer Grand Piano conectado, mediante computadora, con la pianola Ampico de 1927 Ampico player piano mechanism (all tracks) y, en dos de los Estudios, el 44b y el 48, con un Gran Piano Fischer conectado a una Ampico de 1925, según especificaciones del compositor. Curiosamente, en esta música sin intérpretes ni interpretación, surgen, a partir de esta nueva edición discográfica, cuestiones que parecían reservadas sólo a Bach, Beethoven y compañía. ¿Cuál es la mejor versión, la de la precaria pianola, con el sonido que Nancarrow tuvo en su cabeza al componer las piezas, o la más nueva, en que su obra suena sobre un piano moderno, de gran sonido, como si alguien efectivamente estuviera tocándola. En cualquier caso, el contrapunto –en un nivel de abstracción y, al mismo tiempo, de eficacia sonora sólo comparable a los de Bach o Händel–, el ritmo entendido como materia –y no como variable de la melodía o la armonía– y el efecto de multiplicación –de fractalidad, diría un matemático– convierten a esa música no sólo en una de las más trascendentes del siglo pasado sino en una de las más gratas, seductoras e interesantes.
Algunas otras composiciones –tres cuartetos para cuerdas, un trío para clarinete, fagot y piano, unas pocas piezas para piano y dos obras para pequeña orquesta, escritas en 1943 y 1985– marcan su relación con el mundo de la interpretación humana.
Pero, a partir de la década de 1990, un grupo de músicos dio una nueva vuelta de tuerca a su música mecánica al comenzar a tocar transcripciones de sus estudios para pianola. En ese sentido, el pianista Yvar Mikhashoff, que realizó la mayoría de esas transcripciones, y el Ensemble Modern, que las registró con la conducción de Ingo Metzmacher, señalaron un nuevo standard para la práctica musical al volver posibles esas piezas que habían partido de la idea de la imposibilidad.
Su música humana, por otra parte, nunca tuvo demasiada suerte. El compositor mexicano Julio Estrada recuerda, por ejemplo, la frase del clarinetista Anastasio Flores ante la partitura del Trío: “Van a pensar que estamos borrachos si tocamos esto”. Estrada es, precisamente, uno de los que ubica al compositor en un lugar de privilegio y lo compara con Silvestre Revueltas “si se entiende a ambos bajo el signo del genio musical y la combatividad política y que comienzan a ser hoy unánimemente distinguidos fuera y dentro de México como nuestros grandes músicos del siglo”.
La similitud, en realidad, va más allá. Ambos fueron mexicanos en un sentido esencial y alejado de cualquier pintoresquismo de postal. Uno, Silvestre Revueltas, tuvo, en todo caso, la astringencia del tequila. El otro, Conlon Nancarrow, militante comunista en Estados Unidos y compositor sobre rollos de pianola en Las Águilas, tuvo esa clase de distancia con los lugares comunes de su época que sólo podía lograrse en los márgenes. Márgenes que, en este caso, él mismo trazó, por fuera del mercado y de las academias. La música de Nancarrow es, en muchos aspectos, la música de la soledad y, como imaginó Malcolm Lowry, tal vez no haya mejor lugar para la soledad –y para su música– que México, ese lugar en que el aguardiente se produce a partir de un cáctus cuyo nombre la poesía envidiaría, el agave azul.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/
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