No nos une el amor, sino el estrago
“No nos une el amor sino el espanto” dice un poema de Borges que, si bien tiene como destinatario a la ciudad de Buenos Aires, suele citarse para aludir a las relaciones amorosas. Pienso que no está mal, que se puede aplicar a lo patológico de todo vínculo afectivo.
Digo a lo “patológico”, pero no en el sentido de enfermedad diagnosticada, sino de pasión incurable, yugo que se elige y contra el que uno se revuelve, de conflicto irremediable. En este triple sentido es que, en psicoanálisis, hablamos de la pareja como “síntoma”.
En cierta medida, cabría distinguir entre los síntomas de una pareja (por ejemplo, los más típicos: celos, infidelidades, etc.) y la pareja como síntoma. Si la pareja misma puede ser un síntoma, también es en una triple acepción.
Por un lado, la pareja puede ser un síntoma en estado salvaje; es decir, como puro sufrir al que no se le encuentra orientación, pero del que no es posible desprenderse. Esto es lo que suele ocurrir cuando la pareja es el relevo de un deseo que, como tal, defrauda respecto de todo ideal. “¿Qué hago con esta persona si no me conviene?”, “No sé qué le vi”, son de esas frases que dice quien aún no tiene un tipo de relación más próxima a su deseo y, por lo tanto, se encuentra con el retorno decepcionante de la pasión: no nos enganchamos de la persona que quisiéramos, la “adecuada”, sino de la que el inconsciente nos permite.
Por otro lado, la pareja también puede ser un síntoma, pero asimilado al yo, al que se le encuentra un beneficio secundario; esto es lo que ocurre en los casos de quienes no toleran a sus parejas, pero tienen tantas ganancias (económicas, emocionales, etc.) en ese vínculo, que prefieren hacer la vista a un lado y decir: “Bueno, nadie es perfecto” o “Siempre hay un roto para un descosido”, lo cual es muy cierto –pero quienes se conforman con estos enunciados, lejos están de pensar en el amor desde un punto de vista realista; les alcanza con el engaño del “mal de muchos”.
Por último, el tercer sentido de la pareja como síntoma. En esta acepción me refiero a lo que ocurre cuando la pareja puede encarnar la capacidad de interpelación –tal como ocurre cuando un síntoma es analizado y, a partir de ese momento, se vuelve un indicador. Ejemplo: a partir de mi malhumor reciente puedo suponer que se trata de un afecto reactivo y hacerme una pregunta acerca de si no pasó algo en los días previos; así dejo de buscar excusas para el enojo indiscriminado –ir por la vida peleándome con quien sea para justificarme– y soy capaz de interrogarme en lo más íntimo de mi ser. Algo semejante, entonces, es posible que ocurra en el seno de una pareja, cuando uno puede concederle al otro el don de la palabra que afecta, en lugar de cerrar la oreja o, más comúnmente, vivir sus dichos como ataques.
“Necesito que me acompañes más”, “¿Vos de qué lado estás?”, “No sé para qué te cuento lo que me pasa si después no me entendés”, son todas expresiones típicas de quienes no logran dejar que su pareja actúe como un síntoma virtuoso, que los ayude a mantener el conflicto y la tensión de un malestar, para encontrarle la vuelta, porque prefieren poner al otro en el lugar de un juez anticipado o le reprochan que no son lo suficientemente soldados –dado que no dan esa solución que tampoco quisieran.
Por cualquiera de estas tres vías, se puede concluir que estar en pareja es complejo y, por cierto, es mucho más que estar con alguien. No alcanza con “estar juntos” para hablar de pareja. Además, es preciso consolidar una especie de aparato psíquico común. Sé que nuestra época es especialmente proclive a hablar de pactos, contratos, acuerdos, etc. Esto está muy bien, pero es solo una dimensión del vínculo: en todo caso, sitúa las condiciones para que dos personas estén juntas, pero otra cosa es estar en pareja.
Asimismo, no es claro que los pactos, acuerdos, contratos y otros tipos de consensos se decidan de manera consciente. Lo más profundo de una relación se juega a nivel implícito. Así es que, por ejemplo, dos personas pueden decir que se aman y plantear estar juntas toda la vida, pero que la raíz inconsciente de su vínculo tenga como horizonte la crianza de hijos y que, en la medida en que estos crecen, tengan dos opciones: infantilizar a los niños, para que el horizonte de una posible separación (al menos como fantasía) no se les venga encima; tener que transitar un cambio vincular que, a su vez, implique un duelo por lo que vivieron, pero mucho más por lo que no.
La pareja como síntoma, cuyo punto de culminación está en reconocer que una pareja es lo que llamé “aparato psíquico común”, es algo diferente a lo que podría decir de la pareja como estrago. La pareja, ¿síntoma o estrago? En el primer caso es la representación de algún tipo de conflicto; en el segundo, algo peor: una realidad funcional.
No digo que las parejas que funcionen sean un problema. Digo que hay una dimensión del lazo de pareja, cuando no es conflictivo, que aparentemente es ideal… pero encubre algo peor. Los ideales son para encubrir y, por ejemplo, hay dos circunstancias con las que podría presentar esta dimensión estragante.
La primera se relaciona con el punto en que una pareja puede ocupar para alguien el rol de una instancia validadora o crítica para evitar la propia invalidación. El otro puede ser un superyó “externo”, por el cual hacerse amar, con el que cumplir, al que pedirle orientación y una regulación del narcisismo personal. El estrago está en que perder a esa pareja es como perder una parte de uno mismo.
Jacques Lacan inventó el neologismo “surmoitié” (que en francés condensa la unión de las palabras superyó y mitad) para referirse a esa mitad que puede asumir una función de superyó, cuya eficacia también se comprueba en una segunda circunstancia, aquella en la que alguien puede elegir a través de otro o lo necesita para actuar; es decir, cuando necesita de la pareja para hacer ciertas cosas como en una especie de traspaso –como quien adquiere las propiedades de un objeto totémico. Dos ejemplos típicos de esta situación: los varones que se enamoran de las mujeres que les gustaría ser; los varones que funcionan como talismanes de ciertas mujeres.
La pareja como estrago “une”, mucho más que una pareja-síntoma. Con los síntomas se puede hacer mucho más que con un estrago. Los síntomas se transforman e incluso con el tiempo ceden y se convierten en otros, nos convierten en otros. En toda pareja hay una cara de síntoma y otra de estrago. Esta última es aquella de la que, por lo general, no nos podemos separar.
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