No me vas a gustar
En cierta ocasión alguien decía que una de las ventajas de las aplicaciones de citas es que nos ahorran un paso: cuando acordamos para vernos con alguien, ya sabemos que –de alguna forma– nos gustamos; si no fuese así, no habríamos comenzado a chatear ni acordado un encuentro.
Sin embargo, este paso “ganado” puede representar un gran problema; mejor dicho, lo que nos ahorra puede tener un costo y es el de un prejuicio: ¿por qué suponemos que el deseo se relaciona con lo que nos gusta? A veces ocurre lo contrario. En efecto, cuando aparecieron las aplicaciones de citas varios artículos anticipaban que vendría una ola de promiscuidad y sexo desenfrenado. De un tiempo a esta parte, escuchamos a más personas desencantadas que eliminan la aplicación, la vuelven a descargar… hasta que se fastidian y la vuelven eliminar. Luego la vuelven a descargar. Y así.
¿No ocurre a veces que el deseo se reconoce por su resistencia? A veces, por ejemplo, digo que no quiero algo; pero puede ser que en este caso mi forma de quererlo sea a través de la negación, que lo quiera no queriéndolo –algo muy distinto a sin quererlo– o como decía el entrañable personaje de Roberto Gómez Bolaño: “Sin querer queriendo”.
La misma idea se puede aplicar al gusto. Es cierto, yo quisiera desear lo que me gusta, pero si mi deseo se organizara de una forma tan lineal no podría explicar por qué deseo cosas que, en un primer momento, no me gustaban (un ejemplo simple: el primer vaso de vino que tomé en mi vida me resultó asqueroso) de la misma manera que cosas que me gustan me resultan cansadoras y/o aburridas con apenas un poco de tiempo o con su repetición más o menos cotidiana.
Volvamos a la aplicación de citas. Lo que me evita, no es una ventaja; sino que puede ser lo que principalmente ahuyente mi capacidad de desear. Pienso que para ciertas personas un encuentro puede estar devaluado de antemano si ya saben que le gustan al otro. También es posible que haya quienes necesiten buscar defectos para compensar la exposición a que la aplicación los sometió cuando tuvieron que declarar su gusto.
En última instancia, creo que podemos estar de acuerdo en que la seducción perdió su carácter implícito y en que, desde que nos gustamos, tenemos mayores dificultades para que el deseo sea una orientación.
Ahora quisiera recordar lo más simple del descubrimiento de Freud: que la fuente de la vida sexual es un dis-gusto, que no hay modo armónico de llegar a una satisfacción y que todo lo displacentero se puede convertir en fuente de placer. Ahí donde hay un displacer que se abraza placenteramente, se trata de una satisfacción sexual. Por ejemplo, a ningún fumador le gustó el primer cigarrillo que pitó y por eso es tan difícil dejar esos hábitos: no porque sean costumbres, sino porque son satisfacciones, pero no de cualquier tipo, sino sexuales.
Lo mismo ocurre con las personas, que pueden ser fuente de displacer como cualquier sustancia tóxica. Por eso no me parece inadecuado hablar de personas tóxicas o vínculos adictivos; ese es el descubrimiento de Freud, no es algo nuevo, pero habría que agregar que es una satisfacción sexual lo que nos une en esos casos y que no por pensar y repetir “no me conviene” va a poder cambiar. El displacer es la fuente del erotismo. Si alguien deja de comer carne por un año y vuelve a hacerlo, sentirá asco. Pero es que justamente fue el asco lo que generó el placer de comer un animal muerto.
Este es el descubrimiento de Freud: no hay un deseo que se satisfizo traumáticamente (esto diferencia al psicoanálisis del new age actual de las vibraciones y lo que cada uno atrae), sino que el trauma fue la causa del deseo (y esto acerca más el psicoanálisis a la última novela de Mariana Enríquez). Y es tan insoportable que el trauma y el displacer sean la causa del deseo y el placer, que es preciso inventar ficciones para velar ese origen oscuro del deseo: la versión de un Otro malo que traumó (histeria: es la sociedad, es la cultura, ¡hay que deconstruirla!, etc.), la culpa en uno por haber hecho algo que podría no haber sido (obsesión: tengo que ponerme la pilas y elegir mejor la próxima), pero si somos freudianos, la pregunta es otra: ¿por qué sufrimos por deseo?
Voy a exponer esta misma idea desde otro punto de vista: para Freud la raíz del erotismo es un deseo oscuro, incestuoso, edípico, que se excita agresivamente, que no busca un complemento sino la muerte. Mientras que para la filosofía la causa del deseo fue la belleza, el descubrimiento freudiano es anti-filosófico: la causa autoerótica del deseo es lo que produce rechazo, a veces espanto y odio. Todavía es inasimilable este descubrimiento y las teorías psicoanalíticas son a veces un modo de reprimirlo. A veces se cree que se puede superar a Freud, pero sólo se lo puede reprimir.
Anoche me acordaba de un amigo que me contaba cómo después de hacer el amor con una mujer, en cierta ocasión, se le vino a la cabeza una frase de una canción (en este contexto no importa cuál) con una fuerza casi alucinatoria, al punto de que se asustó un poco y tuvo que levantarse de la cama. ¿Qué nombraba esa frase sino el modo en que, después de la pequeña muerte, de la destitución subjetiva que implica el orgasmo, la pulsión volvió a demostrar su carácter parcial con la forma agresiva de un objeto-voz?
Esa voz que, hasta hace un momento, había estado incluida en una escena amorosa (de susurros y gemidos), se salió de cuadro y retornó con la furia de esas palabras que, si bien no lo injuriaron, sí le recorrieron la espalda con un dolor helado. Ese modo en que la parcialidad se reinstala incluso en el punto culminante del sexo, en el máximo abandono de uno mismo, es el descubrimiento de Freud; por eso siempre es importante prestar atención a qué se hace después de ese acto: están los que fuman, los que corren a la heladera, quienes estiran la mano, pero no para abrazar sino para agarrar el control de la tele, los que se duermen como bebés recién alimentados.
Ese objeto que ya no está en el cuerpo del otro, como si se lo arrancara, cobra el valor de una mutilación. En el erotismo se hiere el cuerpo extraño para encontrar lo más íntimo. Podemos teorizar mil cosas en psicoanálisis, pero este factum desborda cualquier concepto.
Regresemos al gusto y las aplicaciones de citas. Pensaba en este último tiempo que, si para algunas personas su uso se volvió decepcionante, quizá pueda deberse a que la chance de una escena propiamente erótica podría quedar cancelada porque su condición está demasiado prendada de un placer que no admite matiz, que no juega con la resistencia, que se conforma con el miedo al abandono y la resignación.
Me resulta interesante escuchar en estos días a personas que se conocieron a través de estas aplicaciones, pero que de alguna forma entendieron que tienen que romper con su lógica y que es preciso encontrarles otro uso; que su promesa de encuentro erótico tiende a diferirse y naufragar, que el placer no es la vía que lleva al deseo, sino aquello que nos incomoda, nos molesta sin saber muy bien por qué o directamente, en un primer momento, no nos gusta. El desafío está en confiar en algo más que el yo para decidir y tener una experiencia que, si es erótica, va a conmover cualquier tranquilidad.
LL
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