El odio racial y la “cultura de la cancelación”
El Tribunal Oral en lo Criminal N° 25 acaba de emitir un fallo en el juicio por el asesinato de Lucas González a manos de la Policía porteña en 2021. Lucas tenía entonces 17 años y salía de entrenar con sus amigos, cuando, sin motivo alguno, por simple portación de rostro, policías que no se identificaron como tales persiguieron el auto en el que iban. Una de las balas que les dispararon impactó en el cuerpo de Lucas.
El fallo es una muestra más de que la policía que creó Macri en la ciudad de Buenos Aires, la misma que Horacio Rodríguez Larreta considera “un orgullo para la Argentina”, está fuera de control. Y fuera de la ley. No es solo el hecho de que tres oficiales hayan asesinado sin motivos a un pibe: la investigación dejó también probado que otros tres comisarios, un subcomisario y dos oficiales participaron luego del encubrimiento del crimen y que se aplicaron torturas a los chicos que acompañaban a Lucas. No es una manzana podrida: es la institución entera.
El fallo es importante porque, además, aplica por fin el causal de agravante de “odio racial” que la justicia argentina sistemáticamente elude en este tipo de crímenes. Recordemos que en el caso del asesinato de Fernando Báez Sosa a manos de un grupo de rugbiers, el fiscal se había negado a aplicar esa figura, incluso si el homicida le gritaba “villero” y “negro de mierda” a la víctima mientras la ultimaba. En el caso de Lucas, los jueces tuvieron en consideración la dimensión del odio racial que se evidenció en el ataque policial. Si los policías persiguieron a esos chicos y les dispararon sin motivo, fue por su aspecto físico. Lo que además dejaron en claro cuando les gritaron “negros de mierda” apenas los detuvieron, segundos después de haber matado a Lucas y poco antes de aplicarles torturas. Si sus cuerpos fueron objeto de esa violencia absurda, fue porque no eran lo suficientemente blancos. La madre de Lucas lo tiene bien claro: “me lo mataron por el color de piel”.
El caso debería funcionar como un llamado de atención para los medios de comunicación, que reportan lo que la policía les dice, sin chequear la información. Las portadas de los diarios del día siguiente al homicidio son vergonzosas: presentan el caso como un tema de “inseguridad” e informan que “un ladrón fue baleado en la cabeza”.
Pero, sobre todo, debería convocar a la reflexión a quienes, sorprendentemente, siguen negando que exista el racismo en la Argentina o, peor, apañando y justificando a quienes agreden a otros por su color de piel. Nuestros representantes políticos tienen la responsabilidad de esclarecer y alertar sobre este tema. Pero, lamentablemente, no todos están a la altura.
En 2019 una referente del PRO generó un brevísimo escándalo en redes sociales con su afirmación de que “el racismo no es un issue en Argentina” (“issue” significa “tema” o “cuestión” en inglés). Lo decía en referencia a las agresiones que acababa de recibir Brian Gallo, otro joven a quien se había tildado de “chorro” por su mero color de piel. Justamente, la misma presunción que causó la muerte de Lucas. Su notoria falta de contacto con la realidad nacional no fue obstáculo para que resultase electa Diputada de la nación poco después.
En estos días comprobamos que, en la Argentina, ser racista no parece ser impedimento para aspirar a cargos electivos. El PRO postuló a Franco Rinaldi como primer candidato a Legislador porteño. Sus antecedentes de agresiones homofóbicas, misóginas y racistas eran bien conocidos: entre otras linduras, había llamado a “matar a los morochos”, entre otros insultos contra “los negros”. Cuando, como era de esperar, se hicieron cuestionamientos públicos, el PRO no solo lo sostuvo, sino que salió a justificarlo con uñas y dientes. Había dicho esas cosas en su “vida anterior” como youtuber. Como si la “vida anterior” de un político no nos dijese mucho sobre quién es. Y como si no lo hubiesen postulado, justamente, por la notoriedad que se ganó en esa “vida anterior” (que por otro lado duró hasta el minuto anterior a que se conociese su candidatura).
La diputada que había negado que el racismo existiese escribió una nota vergonzosa en su apoyo, en la que lo transforma de victimario en víctima. Rinaldi sería una víctima más de la “cultura de la cancelación” que amenaza nuestra libertad de expresión. En su texto, la diputada convoca a toda una serie de autores académicos prestigiosos como marco teórico de su argumento (los que, sin embargo, no la salvaron de atribuir a Voltaire una frase que se sabe que nunca dijo y de ubicar al filósofo en “el siglo XVII”).
La polémica ya iba quedando en el olvido cuando Rinaldi finalmente debió bajarse de la candidatura. La DAIA denunció que también había tenido frases de antisemitismo abierto. Rinaldi no fue “cancelado”. Su espacio político finalmente lo bajó porque le restaba votos. Porque –vean qué pretensión la nuestra– preferimos no votar gente racista. Jorge Macri lo despidió con lágrimas, como si viese partir a un patriota.
Invocar la “cultura de la cancelación” en casos como este resulta francamente perverso. Sería legítimo discutir si existen imperativos de “corrección política” que hoy coartan y cercenan el debate público (yo creo que sí). Pero el eslogan “cultura de la cancelación” va más allá y es él mismo un instrumento para censurar y limitar las opiniones de los demás. Porque, quitando las personas a quienes se cuestionó por delitos penales que dieron lugar a condenas judiciales ¿Cuántos casos hubo de personas efectivamente “canceladas” por esas críticas? ¿Cuántas de ellas perdieron realmente sus trabajos o dejaron de tener voz en los medios de comunicación? Los casos son contadísimos. En particular en nuestro país, se puede decir cualquier barbaridad y continuar con el micrófono abierto. Lo contrario es más habitual: quienes se quejan de haber sido “cancelados” continúan con sus carreras o incluso progresan en ellas (como la propia Diputada, que fue premiada con una candidatura y resultó electa a pesar de la “cancelación” que dice haber sufrido antes, por haber reclamado que la Argentina reconozca las Malvinas como territorio legítimo del Reino Unido). El único Diputado que recuerdo que fuese eyectado de su cargo sin mediar delitos fue el kirchnerista que, en 2020, besó el pecho de su pareja sin saber que tenía la cámara encendida. Allí no hubo gritos por la “cultura de la cancelación” y la cosa fue bastante sumaria. Lo que dice mucho de la jerarquía de nuestros valores morales: besar un pecho pensando que nadie lo ve es indigno de un representante, pero llamar abiertamente a matar negros, bueno, no lo es tanto.
Quien grita “cultura de la cancelación” suele ser el que, desde posiciones de poder o reforzando nociones complicadas del sentido común –machismo, clasismo antipobre, homofobia, xenofobia, islamofobia, racismo–, desea continuar con su prédica de odio sin que nadie lo moleste ni le exija que rinda cuentas. Como dice Natalí Incaminato, hoy se llama “cancelación” a cualquier tipo de reacción pública contra algo o alguien. La denuncia de una “cultura de la cancelación” tiene el efecto perverso de cancelar el debate público en nombre de una libertad de expresión que sin embargo cercena. Se puede decir “hay que matar a los morochos”, como Rinaldi. Pero no se puede decir “Rinaldi no debería ser electo legislador porque es racista”. Eso sería “cancelación”.
Volvamos a poner las cosas al derecho. Tenemos derecho, como sociedad, a ejercer la libertad de expresión. Siempre. Mucho más, a pedir que rindan cuentas por sus palabras y por sus actos quienes aspiran a representarnos. Y no puede escudarse en el derecho a la libre expresión quien incita al odio racial. Porque decir “negros de mierda” en redes sociales es parte del entramado del racismo que hizo que un policía percibiera el cuerpo de Lucas como un cuerpo sin valor y le metiera, por las dudas, una bala en la cabeza. Las palabras pronunciadas tienen consecuencias. Deberían saberlo todos, pero más que nadie quienes ocupan cargos públicos.
EA
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