Análisis
Perón, la gran bestia Pop
El 17 de noviembre, el día de la militancia, se inauguró el parque temático peronista “Perón Volvió”: es una mezcla de muestra, happening, performance y experiencia inmersiva, auspiciada por Víctor Santamaría (director del Grupo Octubre, dirigente sindical) y realizada por la usina creativa de Javier Grosman (creador de Tecnópolis y de los festejos del Bicentenario), que se propone recordar y homenajear un episodio histórico específico: el retorno de Perón en 1972 y la campaña del “Luche y Vuelve” que lo precedió.
El slogan “Luche y vuelve” tiene una sintaxis extraña. El imperativo “luche” que no tutea a su destinatario, sino que lo trata con distancia o respeto; el sujeto tácito de “vuelve”, porque a Perón no se lo podía nombrar. Ninguna otra fuerza política, además del peronismo, establece una asociación tan estrecha entre esas dos acciones, luchar para volver. El día de la militancia cristaliza, en una efeméride, ese pacto fundamental, la lucha por el retorno. Pero el parque dice poco sobre las condiciones políticas de esa operación de retorno: el pacto Perón-Balbín, por ejemplo, está prácticamente ausente del relato. La vuelta de Perón se representa más como producto de la militancia que del acuerdo político.
Y no es casual que la muestra busque celebrar los cincuenta años de ese hito fundacional, el que anuda la lucha y el retorno, justo cuando el peronismo más necesita reconstruir un pasado adonde volver. A esta altura, parece trillado que el kirchnerismo vuelva sobre los 70. Lo hizo en sus orígenes: en 2003 Néstor encontró un texto –entre la multiplicidad de textos peronistas existentes– que todavía no había sido leído ni reescrito desde el poder. Un peronismo para la nación en llamas. Era el texto de la militancia de los jóvenes setentistas, en el que se narraba Ezeiza, la primavera camporista, la épica, los valores y los ideales, el compañerismo, la figura del Tío, la Evita montonera. Hasta ahí.
Y no más, porque leer una línea más de ese texto hubiera implicado entrar en la cuestión de la violencia, de la violencia revolucionaria, de la violencia liberadora, de la violencia destructora, de la muerte y del sacrificio. No es que esas cosas no se hayan discutido durante estos últimos veinte años: se discutieron, y mucho, y en gran medida esas discusiones pudieron darse porque los 70 se ofrecieron como un texto a ser leído, y con la lectura no hay nada que hacer: leer es un acto libre. Pero no es el lado oscuro de los 70 el que el kirchnerismo quería recuperar cuando Néstor dijo, en mayo del 2006, “¡Y al final un día volvimos a la gloriosa Plaza de Mayo!”.
Veinte años más tarde, es inevitable preguntarse si el gesto de lectura que propone la muestra “Perón Volvió” es el mismo o si esa lectura difiere, y en qué difiere, de aquella. Pensamos mucho cómo se leyó 1973 desde el 2003. ¿Cómo se piensa esa amalgama, la de la militancia, la lucha y el retorno, en 2022? Es evidente que no se sale indemne de esa vuelta por los 70, porque ya no se puede hacer una lectura inocente de los 70. Algo de eso se hace patente en la exposición: ¿cómo podríamos asistir ingenuamente a las imágenes crudas del avión de Perón aterrizando en Ezeiza, meses antes de la masacre? ¿Es posible pasar ligeramente por la maqueta de Rucci con el paraguas, sabiendo lo que pasó con Rucci unos meses más tarde? No se trata de escandalizarse, pero es imposible sustraerse del hecho fatal de que esas escenas, justo esas, son el prolegómeno de una primavera muy breve que terminó en un invierno cruel, el más salvaje.
Mi lectura todavía es una lectura seria, solemne. Pero no es la que propone el parque: la muestra “Perón Volvió” ofrece una lectura pop, o mejor aún, camp, del peronismo. Susan Sontag define el arte camp como “amor a lo no natural: el artificio y la exageración”. El camp lo ve todo entre comillas y está abierto al doble sentido, es decir: pone en suspenso la literalidad. De por sí, se llama “parque”, porque se lo concibe como un lugar de atracciones, de diversión y de entretenimiento. No hay solemnidad, ni explicación, ni bajada de línea. Lo que se ve es un Perón customizado, cool. Todo es gracioso, un poco caricaturesco, como cuando en ese restaurante famoso de Palermo se canta la Marcha Peronista a una determinada hora y los comensales se ríen, porque saben que están haciendo una especie de uso irónico de algo sagrado. En la muestra está el caniche, el pingüino, la vestimenta retro, la unidad básica, lo popular gentrificado y multiplicado en serie. Los 70 como algo vintage que está de moda o que pretende estarlo, y cuya densidad histórica queda desdibujada. Por algo Sontag dice que se siente “fuertemente atraída por lo camp, y ofendida por ello con intensidad casi igual”.
Pero ya vimos: las lecturas solemnes de los 70 tampoco llevan a tan buen puerto. Una experiencia inmersiva de los 70 en tono solemne no sería para nada graciosa, sería más bien terrorífica. Y además, nada dice que las lecturas serias habiliten un pensamiento más crítico o más plural, porque lo solemne aplasta y anquilosa los sentidos. El teórico político William Connolly, a propósito de otro tema (el mal y el pluralismo, que –ahora que lo pienso– quizás no sean temas tan ajenos), dice que la lectura literal lleva al mal, mientras que la lectura alegórica es la única lectura pluralista posible. Coincido: hay potencia política en la alegoría y en la ironía, pero a condición de que sea disruptiva, crítica, mordaz, y no puramente celebratoria.
El camp es pura representación, una representación que disuelve el original. Como dice Foucault en Esto no es una pipa: “llegará un día en que la propia imagen, aún con su nombre, ya no podrá ser identificada por la similitud indefinidamente transferida a lo largo de una serie”. Las infinitas latas de sopa Campbell, el Che hecho stencil, la imagen multiplicada de Eva evocando a la Marilyn de Warhol: entre el museo, el mercado y la política, en ese casi. ¿Qué queda, en esta versión pop del peronismo, de aquella experiencia histórica original, intensa, singular, potente que fue la vuelta de Perón? ¿Y cuál es su impacto político? El camp puede confundirse con un arte populista, dice Sontag, aunque no necesariamente lo es. Y no por ser pop es descomprometido o apolítico: también en la simulación y en lo efímero hay un acercamiento a la verdad. Me pregunto si esta forma de representar el 72, y sobre todo lo que siguió al 72, abre más preguntas sobre esa década o si por el contrario clausura y caricaturiza.
Hay toda una sección de juegos (las “patas en la fuente” con patitos de goma, el perontero), una escenografía imponente, unas performances magistrales con la marcha peronista en versión reggaetón: por más espectaculares que sean, tengo la impresión de que no le plantean muchas preguntas al espectador. En cambio, algo de la verdad histórica sobre la experiencia política de la vuelta de Perón se puede vivir en las estaciones inmersivas. Son tres estaciones que presentan una revisión histórica en tres tiempos: el primer peronismo, el bombardeo seguido del exilio y el retorno. Esos momentos de altísima elaboración audiovisual y sensorial tienen, ellos sí, un tono grave: en la oscuridad de las salas se escuchan las bombas, se sienten las turbinas del avión Alitalia, retumba la voz de un Perón en holograma que casi (otra vez casi) se hace cuerpo en medio del salón, y el espectador queda envuelto en la violencia, la proscripción, el silenciamiento y la movilización. El tercer momento se llama así: “Retorno. 1972- ∞”. El retorno de Perón es infinito, el peronismo siempre está volviendo.
SM
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