Riqueza e hipocresía
Hace poco, finalmente, leí Fortuna, la celebradísima novela del argentino Hernán Díaz. No la evité hasta ahora por ninguna razón en particular; sencillamente paso menos tiempo leyendo novedades del que probablemente debería por el trabajo que hago, pero es que si de verdad leyera cada semana lo que hay que leer esa semana no tendría tiempo jamás de si quiera conocer los siglos de literatura que llegaron al mundo antes que yo. Pienso esto en relación con todo (la música, el cine, el arte visual; todo menos el teatro, porque no puedo ver otro que el que está hoy en cartelera): el sesgo hacia lo actual es uno de los sesgos anti diversidad más tremendos de la cultura hoy. Curioso, en una época tan profundamente nostálgica como lo habitamos: todos quieren vivir en los años cincuenta, pero nadie se está abalanzando sobre los libros de Norah Lange o las películas de Akira Kurosawa. Interesa más comprar versiones pastiche de diversas ideas inventadas de pasado que preguntarse qué tienen para mostrarnos sobre el mundo las obras producidas en otros momentos. Pero bueno: cuestión que sí, trato igual de leer por año unas cuantas obras que hayan sonado últimamente, y en estos días le tocó el turno a Fortuna.
Me pareció una novela excelente, y entiendo por qué gustó tanto en todo el mundo. Me hizo pensar en muchas cosas, pero quizás sobre todo en las relaciones complejísimas que hoy establecemos entre el linaje y la construcción de la subjetividad. El tema más analizado en el nivel explícito del libro es, claramente, el dinero. En distintas versiones narradas por personajes diversos, la historia que se cuenta es la de un millonario de los años 20 que hereda una fortuna hecha en la industria y la multiplica en el naciente mercado financiero. Me gusta mucho el modo en que narra las transiciones y los vaivenes entre estilos de ricos: se habla a menudo de la diferencia entre old money y nuevos ricos en términos bastante vetustos y poco sutiles: nadie que haya frecuentado herederos puede afirmar hoy que los viejos ricos son mucho más cultos o menos ostentosos que los nuevos. Y, sin embargo, pocas veces he leído o escuchado reflexiones más precisas sobre el tema que las que hace Hernán Díaz en Fortuna sobre la relación que tiene con el dinero una clase muy específica de gente, cierta clase de hombres (casi siempre son hombres) que parece haber aceptado las tesis marxistas sobre la fetichización de la mercancía pero que las entiende más como una celebración que como una crítica.
La clase de gente que se maravilla con la capacidad del dinero de multiplicarse a sí mismo mucho más que con las cosas que el dinero puede comprar. A Andrew Bevel, el financiero que se ubica en el centro de Fortuna, el estilo de vida lujoso y divertido que llevaban sus padres gracias al dinero que hacían con plantaciones de tabaco le parecía una banalidad idiota: él no quiere el dinero para pasarla bien. Quiere el dinero para hacer más dinero. No existe en su cabeza ningún cálculo del tipo “para qué quiero vivir 24 horas al día enchufado a la bolsa si ya tengo más plata de la que jamás podría gastar”; es gente que se ha despojado auténticamente de toda conexión con la vida para alcanzar una suerte extraña de ascetismo entregado a la abstracción del dinero. No sería grave, como estilo de vida, si no fuera porque esos son los que hoy gobierna el mundo, tipos cuya relación ya ni siquiera con la necesidad, sino incluso con el placer, está profundamente trastornada.
Pero ya lo empecé a decir; lo más genial de la novela está, para mí, en la relación de su estructura con sus temas, y específicamente con la cuestión de cómo los poderosos se narran a sí mismos hoy, y el modo en que las personas comunes nos vinculamos con esas narraciones. Voy a intentar spoilear lo menos que pueda, pero en Fortuna esta historia de Andrew Bevel es contada por distintos narradores y en distintas texturas. Podemos leer, entonces, una versión ficcionalizada, elegante pero no particularmente halagüeña, de esa historia. Podemos leer, también, cómo lo vieron distintas personas cercanas a él. Podemos leer, además, cómo quiso contarse a sí mismo.
Como sucede con todos los buenos escritores, lo más importante del trabajo de Díaz se juega en el tono, esa especie de bioma textual indefinible que un autor te hace habitar por el rato que dura el libro; la virtud del tono de Fortuna es que es frío sin ser aséptico, vagamente crítico sin ser denuncialista. La novela sabe que Andrew Bevel no se hizo a sí mismo: a pesar de que él lo crea, o haga todo lo posible para creerlo. Bevel es, a todas luces, un nepobaby: un tipo que pudo tomar unos riesgos enormes en la bolsa porque en el fondo no estaba tomando ningún riesgo, porque quien se recuesta sobre una fortuna familiar jamás conoce la sensación de subirse a un trapecio sin red; tiene, justamente, el coraje íntimo y atávico de saber que lo atajarán. El mundo de las fortunas incalculables se va pareciendo cada vez más a un mundo monárquico: la gente que nace rica morirá rica, y la que nace pobre morirá pobre.
El sueño del ascenso social fue una excepción histórica brevísima, y nada indica que vaya a repetirse pronto. Lo que eso produce es un juego de resentimientos cruzados que la derecha, sobre todo, ha logrado ordenar simbólicamente muy bien: es de resentido, siquiera, usar la palabra nepobaby, pero es perfectamente razonable resentir a los migrantes por venir a “robar trabajo”. Es lógico que el juego funcione: capitalizar el resentimiento desde la izquierda, en el mundo de hoy, es pedirle a la gente que odie a quienes admira, no a quienes desprecia. Es odiar a los bellos, los exitosos, los afortunados: no imposible, por supuesto, pero mucho más parecido a la envidia (sentimiento tradicionalmente indigno) que a ese odio más horizontal que se alienta contra el que gana lo mismo que vos, pero “por malas razones”, o “menos que vos”, porque se lo merece.
Todo indica que hay que salir de las políticas del resentimiento por otro lado, más que intentar torcerlas: pero es difícil pensar cuáles son las emociones que deberíamos albergar ante la hipocresía de los Andrew Bevel vendiéndonos un sueño del que no podemos ser parte. Fortuna es excelente, sobre todo, porque capta todas esas ambivalencias que nos produce la riqueza y la hipocresía en torno de ella. En lugar de intentar tomar una posición clara nos sitúa en el centro de la contradicción sobre lo que nos seduce del dinero y lo que nos expulsa, sobre lo que nos gustaría ser y tener y lo que nos repugna de ese mismo deseo.
TT/MF
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