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ENSAYO GENERAL

Testigos de la violencia

Angélica Liddell en "Dämon. El funeral de Bergman".

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El hecho de que el teatro sea una disciplina fundamentalmente física e imposible de digitalizar genera unos efectos que no sé si son curiosos para mí por una cuestión de época o si siempre fueron curiosos a secas. El imperialismo cultural sigue funcionando en muchos niveles: es verdad que el arte producido en países periféricos puede hoy tener muchísimo peso (la literatura latinoamericana y la importancia que tienen sus autoras en el mundo de las letras a nivel global es prueba viva de eso). Es igualmente cierto que la financiación con la que cuenta el primer mundo para producir cultura y hacerla circular sigue siendo infinitamente superior, y que de esa superioridad se derivan otras superioridades.

La posición económica de la Argentina y la desvalorización de su moneda refuerza estas dinámicas: un autor argentino, de la disciplina que sea, necesita ser exitoso en el exterior para poder vivir de su arte con cierta tranquilidad. Su arte, entonces, tiene que gustar en las editoriales europeas, en los festivales europeos, a los programadores europeos: y hablo de programadores porque empecé hablando de teatro y me fui de tema, pero vuelvo a esos efectos curiosos sobre los que quería escribir.

Leo literatura de otros países muy a menudo, veo cine y series de otros países: me doy cuenta cuando algo se está por poner de moda porque lo han puesto de moda en los mercados centrales. Con el teatro, en cambio, me pasa un poco al revés: no viajo tanto como para vivir en tema con el teatro europeo, y entonces lo que me sucede es que cuando veo algo de pronto entiendo ciertas obras o ciertas conversaciones que, en general, me pasan desapercibidas. Entiendo que ciertas obras que he visto en Argentina tomaban lenguajes teatrales que se pusieron de moda en Europa y que agradan a los programadores europeos. Cuando, cada dos o tres años, logro efectivamente ver una obra chic europea, veo los mecanismos por los cuales el mainstream de los festivales se infiltra en una escena que, en Buenos Aires, percibo sencillamente como algo que pasa a la vuelta de mi casa. Todo esto para decir, entonces, que vi en Madrid Dämon. El funeral de Bergman, de la conocida dramaturga catalana Angélica Liddell.

Los recursos que Liddell pone en escena con eficacia y soltura ya los he visto en otras obras posdramáticas europeas: el monólogo carismático y descarnado, las coreografías de cuerpos desnudos y antihegemónicos, la intención de asquear e impresionar en un mundo en el que ya nada asquea e impresiona (que en realidad terminan siendo, entonces, intentos de entretener), los ocasionales textos magistrales, las citas a diversos niveles de la alta y la baja cultura con igualmente diversos niveles de ironía.

Me resulta siempre valioso e interesante ver un espectáculo de esas proporciones. Otra vez, en Argentina no hay plata para hacer eso y siempre es educativo ver lo que sí se puede hacer cuando uno tiene los recursos para poner muchísima gente en escena a hacer muchísimas cosas. Pero lo que tocó mi corazón, para bien o para mal, fue la tesis que Liddell desarrolla en la primera parte de la obra: una tesis en contra de la crítica de arte. La propia Liddell lee en escena varias reseñas demoledoras que algunos críticos franceses hicieron sobre su obra y les contesta a uno por uno a corazón abierto.

Supongo que a mí me resultó insoportablemente apolítico y burgués el argumento en contra de la crítica porque atiendo los dos lados del mostrador. Escribo crítica a veces (como hoy), y lloro por lo que algún crítico dice de las cosas que escribo, otras veces

Los artistas, en su tesis, desnudan sus vísceras. Los críticos, en cambio, derraman su maldad de manera anónima por el solo goce de hacer daño. Es una ironía bastante graciosa (una pena que la obra no la tome) que Liddell exponga a los críticos con nombre y apellido en un escenario gigante del que ella es dueña al tiempo que los acuse de no exponerse a nada. “No defiendo mi arte”, dice, “sino mi derecho a hacerlo”. ¿En qué mundo o en qué sentido la crítica viola los derechos de los artistas? ¿Qué derecho? ¿El derecho a sentirse amados incondicionalmente? ¿El derecho a no angustiarse?

Supongo que a mí me resultó insoportablemente apolítico y burgués el argumento en contra de la crítica porque atiendo los dos lados del mostrador. Escribo crítica a veces (como hoy), y lloro por lo que algún crítico dice de las cosas que escribo, otras veces. Entiendo que así es la vida, y que ser suficientemente conocido como para que tus obras se reseñen ya es una suerte enorme por la que no cabe pedir la misericordia de nadie. Entiendo, también, que la crítica engrandece la conversación y el debate, incluso cuando es agresiva, incluso cuando se pasa dos pueblos: que cualquier crítica de 5 mil caracteres es una prueba de amor más grande que un “me gusta”, aunque te destruya; y que de todos modos lo importante de la crítica no es el sentir del autor, sino lo que pasa con las audiencias, con la relación del arte con el mundo: que la pelota siga girando.

Pero más allá de la tesis de Liddell, me hizo pensar en algo sobre lo que todavía no sé bien qué decir. Liddell habrá estado unos veinte minutos leyendo y comentando malas críticas: son, por lejos, los mejores veinte minutos de la obra. Mientras los veía pensé que podría pasar horas escuchando eso, reseñas violentas de obras que ni sé de qué se tratan. En eso quizás Liddell tiene algo de razón: tenemos un goce macabro en ver a un crítico destrozar a un autor, el mismo que podemos sentir cuando dos personas se agarran a trompadas en la calle. Sobre todo, o quizás incluso exclusivamente, cuando es un autor exitoso (y europeo, mirando desde este lado del mapa). Se siente como una diversión inofensiva ver a un tipo que nadie conoce destrozar a una celebrity, y más si sabemos que esa celebrity puede tener fans, teatros llenos, fama y fortuna, y así todo va a sufrir como una condenada el embate de teclados de un periodista al que probablemente el sueldo no le alcance ni para entrar a una hipoteca. Así y todo, reitero, en esto tiene razón Liddell: es misterioso y probablemente perverso el goce que tenemos en ser testigos de esa violencia. Es bello, también, que esto todavía se pueda hacer con palabras. 

TT/MF

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