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Opinión

La trampa de los libros de Sileoni

Villarruel no es una mamá enojada con los libros escolares. Es una política astuta y advenediza que está intentando posicionarse como referente del nacionalismo conservador frente a una eventual crisis del anarcocapitalismo de Milei.
12 de noviembre de 2024 18:54 h

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Los que amamos la literatura tuvimos que escuchar esta semana cómo la vicepresidenta Villarruel ponía en cuestión su valor pedagógico por una escena extrapolada de un texto que no tuve el gusto de leer. En ese contexto, se cuestionan otras obras, algunas de ellas magistrales, como Las Primas de Aurora Venturini, que fueron adquiridas para abastecer las bibliotecas escolares.  

Villarruel no es una mamá enojada con los libros escolares. Es una política astuta y advenediza que está intentando posicionarse como referente del nacionalismo conservador frente a una eventual crisis del anarcocapitalismo de Milei. Su base de apoyo son los restos rancios del partido militar junto a pequeños círculos del peronismo lopezreguiano, pero coquetea con gobernadores y dirigentes de nuestro campo político. Es, además, el plan b del sistema. No hay que subestimar a la segunda en la línea de sucesión.

Villarruel no es una mamá enojada con los libros escolares. Es una política astuta y advenediza que está intentando posicionarse como referente del nacionalismo conservador frente a una eventual crisis del anarcocapitalismo de Milei

Como muchos otros falsearios, Villarruel observa atentamente lo que funciona en el norte imperial para copiarlo en el sur colonial. Extrapolar párrafos en textos escolares para mostrar la literatura como propaganda porno-comunista que convierte a los niños en transexuales es una falacia potente que, bien administrada, puede ser eficaz en amplios sectores de la población.

Sea un clásico de la literatura universal o una obra de mérito artístico discutible, si el advenedizo logra visualizar medio párrafo con contenido perturbador genera un impacto emocional inmediato en los padres que produce indignación y rechazo. Los progresistas, al intentar defender la necesidad de una educación inclusiva o la visibilidad de temas de diversidad, se enredan en un debate técnico y explicativo.  

La derecha no tiene que demostrar nada, solo seguir repitiendo la narrativa de “protección a la infancia”. El progresismo —uso la palabra sin connotación peyorativa— queda atrapado en un rol que les obliga a justificar algo que el público ya ha interpretado como moralmente dudoso, lo cual los desconecta —por buenas que sean sus intenciones o verídicos sus argumentos— del apoyo popular en temas más amplios de justicia social, equidad e inclusión. El resultado es una derrota política que no se siente porque, en su cámara de eco, resuena una reafirmación de su propio sesgo.  

Hasta ahí estaríamos frente a un caso de desplazamiento del campo discursivo, ya de por sí difícil de enfrentar, que se agrava cuando a los sofismas derechistas se suma la hipocresía del propio campo político. Esto sucede cuando una serie de modismos políticamente correctos luego no se verifican en la moralidad predominante en nuestro campo. Me refiero a los abanderados de la cuestión de género que luego practican la violencia contra las mujeres, a los adalides de la inclusión social que después maltratan a los trabajadores, a los defensores de pueblos originarios que nunca pisaron una comunidad indígena, a los promotores de la legalización de las drogas que piensan más en su propio estilo de vida que en las necesidades sociales, predicadores de la justicia social que navegan en prostibularios yates de lujo, etcétera.  

Desde luego, no me estoy refiriendo al ministro Sileoni ni al gobernador Kicillof, a quienes tengo en alta estima. Se trata de un fenómeno internacional que hay que comprender. Es una trampa bien urdida. Desacreditar las ideas generales extrapolando situaciones particulares, cargándolas de un contenido emotivo que toca las fibras de los sectores populares, secuestrando el apoyo de la clase trabajadora, explotando las vulnerabilidades del campo popular. 

Cuando Villarruel sale a posar como agente de un grupo policial de élite, muchos de nosotros podemos ver a una señora ridícula imitando a un actriz de Brigada Cola; muchos compatriotas, en cambio, ven a una mujer de armas tomar dispuesta a defender su derecho a la seguridad. Cuando muchos de nosotros vemos su fotomontaje en McDonald's sentimos vergüenza ajena por la burda imitación que hace de una reciente actividad proselitista en la que Donald Trump hizo exactamente lo mismo. Sin embargo, mucha gente ve a una señora apoyando a los asalariados de bajos ingresos y disfrutando la comida que es tal vez el único gusto que se da una familia humilde en el mes.  

Extrapolar párrafos en textos escolares para mostrar la literatura como propaganda porno-comunista que convierte a los niños en transexuales es una falacia potente que, bien administrada, puede ser eficaz en amplios sectores de la población

Desde luego, para Villarruel no es una cuestión de convicciones sino de marketing político. Ninguno de los cultores del neoconservadurismo son “gente común” que viven apegada a las viejas y buenas tradiciones morales de la familia nuclear; que está dispuesta a defenderlas con las armas largas de la patria, la comunidad y las buenas costumbres. Los neoconservadores suelen ser actores que representan un papel al servicio de intereses bien concretos que pueden, sin escrúpulo alguno ni necesidad de argumentar nada, asociarse con cualquiera que defienda los mismos intereses aunque esté en las antípodas de su prédica. 

Contestar provocaciones bestiales con explicaciones intelectuales y propaganda populista con argumentos elitistas es precisamente el juego de Villarruel y los ingenieros del caos. El camino tampoco es imitar sus métodos de manipulación de masas que tocan las fibras más bajas de la naturaleza humana —la codicia, el resentimiento, la envidia, la cobardía, la xenofobia— para manejar a las personas. Eso es convertirse en la misma lacra.  

Hay que comprender que ellos siembran la deshumanización al interior de la clase trabajadora mientras los que sostenemos con sinceridad las banderas de la justicia social quedamos desplazados por sostener ciertas apariencias que atentan contra la esencia de nuestro ideal.

En estos tiempos de posverdad, considero que el mejor camino es salir del mundo de las apariencias y volver a lo esencial enunciado con el lenguaje del corazón y respaldados con la obra de las manos. Reemplazar lo políticamente correcto por lo humanamente justo, actuar con bondad sin pensar en la conveniencias a corto plazo y priorizar a los excluidos, marginados y oprimidos más en nuestra conducta política que en nuestras construcciones discursivas.

JG/JJD

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