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Opinión
Tibuna Abierta

¿Por qué nadie hace nada? París, Villa Gesell, Nueva York y la indiferencia ante el dolor ajeno

El fotógrafo Rene Robert murió en las calles de París, estuvo tirado en el piso 9 horas sin recibir asistencia.

Iván Budassi

31 de enero de 2022 07:32 h

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¿Por qué nadie ayudó al fotógrafo Rene Robert que murió en la calle, frente a cientos de personas? Fue trending topic y noticia destacada por la crueldad social que pareció representar el hecho.

¿Por qué, ante una emergencia, muchas personas juntas que podrían ayudar a evitar una tragedia, en general no hacen nada? ¿Es una locura pensar que prevalece la vergüenza a “sobreactuar” ante un hecho porque especulamos que quizá sea algo banal o cotidiano? ¿Por qué no nos “metemos”? ¿Pensamos que otro seguro va a ocuparse? Hay varios hechos que ilustran los graves efectos de esta indiferencia. Desde las Ciencias de la Conducta pudo estudiarse: cuando somos testigos de algo terrible actuamos diferente cuando estamos solos, a cuando estamos entre varios. Repasemos. 

París. Enero 2022. La temperatura apenas supera el nivel de congelamiento

Un hombre yace, inmóvil, en la zona de la Plaza de la República, pleno centro de París. Robert era un prestigioso fotógrafo que captó la esencia del flamenco en sus figuras más conocidas y en las anónimas bailaoras con vestidos a lunares. Esa noche cientos de personas pasaron a su lado, indiferentes. Recién a las 6 de la mañana un linyera avisó a los servicios de emergencia. Los médicos ya nada pudieron hacer para salvar a esa persona congelada de 84 años que, con un golpe en la cabeza, permaneció tirado en la calle desde las 9 de la noche. 

elDiario.es transcribió un tweet de un tal Michel Mompontet (@mompontet ), periodista amigo íntimo del fallecido: “René Robert, asesinado en plena calle en París por la indiferencia de los transeúntes. Lanzo esta pregunta: ¿cómo hemos llegado a olvidar la base misma de lo que hace a la humanidad? Descansa en paz, querido amigo”

Villa Gesell. Enero de 2020

Una patota de rugbiers golpea ferozmente a un pibe a la salida de un boliche. Fernando Báez Sosa yace inconsciente, agonizando. Pueden contarse más de 20 personas mirando. Nadie interviene en auxilio de Fernando. Solo una joven trata de ejecutar maniobras de resucitación. Luego declara: “…estaba inconsciente y nadie se animaba a acercarse.” 

Nueva York. Marzo de 1964

Kitty Genovese, una chica de un barrio tranquilo de Nueva York vuelve a su casa. Según reportó la policía, durante 35 minutos un hombre la atacó y apuñaló hasta matarla. El New York Times consignó que treinta y siete vecinos dijeron que vieron y oyeron cosas sospechosas. Y, otra vez, nadie hizo nada. 

El 911 y el “Efecto Espectador”

En estos casos -y en tantos más- acontecimientos y reacciones fueron parecidas. ¿A qué nivel de indiferencia y deshumanización hemos llegado? ¿Cómo pueden vecinos y transeúntes, seguramente amables vecinos, hermanos fieles, hijos amorosos o padres protectores, no reaccionar ante una persona caída, indefensa, o ante una agresión injustificada? ¿Por qué nadie hace nada? ¿Dónde están los buenos samaritanos?

El caso de Kitty fue objeto de múltiples interpretaciones. Incluso, 50 años más tarde, su hermano realizó un documental donde desnudaba la mala actuación policial y la tergiversación de los testimonios de los testigos. Además, en un país aún conmocionado por el asesinato de Kennedy, la indignación de la opinión pública ante la inacción ciudadana para con el otro generó debates interminables, y terminó impulsando la creación del Sistema 911 para alertas policiales.

Las explicaciones más evidentes se inclinaban a culpar a la deshumanización de la sociedad moderna, a la falta de empatía con el otro, y a otras mil obviedades de mesa de café que nos vienen a la cabeza cuando pasan cosas como estas, que levantan la indignación popular.

Pero más allá de la discusión sobre qué pasó la noche de marzo de 1964 en Kew Gardens, el “Caso Kitty Genovese” se convirtió en una parábola muy útil para disparar otro análisis en el intento de comprender tantos casos en los que muchas personas contemplan a otras en situación de grave peligro y no hacen absolutamente nada para ayudar.

En experimentos de laboratorio y la observación de casos, psicólogos y sociólogos determinaron que, cuanto mayor es la cantidad de personas que observan un evento dramático, menor es la posibilidad de que presten auxilio. La literatura científica señala que a medida que aumenta el número de espectadores, cada persona percibe el accidente como poco grave, o considera que no es su responsabilidad intervenir, o estima que son otros los más capacitados para solucionar el problema.

Lo interesante es que estas actitudes no son conscientes: no es que las personas tomen una decisión reflexiva de no participar. Parecen ser reacciones instintivas, mecánicas, rápidas. Se presentan espontáneas y naturales e implican poco esfuerzo y poco consumo de energía cerebral. Ante situaciones inesperadas este sistema “automático” toma el comando de nuestra capacidad decisoria. Y pueden hacernos pasar de largo ante un anciano caído en la calle. Y así como de manera rápida y “sin pensar” ayudaríamos a alguien cuando sólo nosotros lo vemos en riesgo, de la misma manera y en una situación idéntica, “sin pensar” somos indiferentes si hay otros.

Las Ciencias del Comportamiento y cómo pensamos que pensamos

Ante estos eventos, las reacciones son las del amigo del fotógrafo, o la de cualquier argentino ante lo que le pasó a Fernando en Pinamar, o la de la opinión pública con el homicidio de Katty: “Pero que gente HDP, cómo no ayuda”. El “efecto espectador” nos parece sólo una explicación intelectualizada para lavar nuestra conciencia: las personas son grandes, capaces, y deben responder por las decisiones que toman.

Sin embargo, más allá de los dilemas morales ineludibles, las Ciencias del Comportamiento nos ayudaron a comprender el por qué y a darnos cuenta de que este análisis que parece tan sencillo y directo se basa en algo que no siempre sucede: no es cierto, en la práctica, que las decisiones sean siempre producto de una reflexión consciente y pausada. Y que se evalue toda la información disponible y que, luego de analizarla, se elija ir hacia un lado o hacia el otro. El típico ejemplo de este patrón decisor racional es el “homo economicus” de los modelos económicos tradicionales que los teóricos comportamentales cuestionan. Ellos pudieron determinar que en algunos casos priman decisiones como las del “efecto espectador”, que nos hacen resolver rápida y automáticamente, en vez de lenta y “racionalmente”. 

Tanto éxito tuvo esta refutación de los modelos clásicos, que no sólo sus sostenedores ganaron los premios Nobel de Economía de los años 2002, 2017 y 2019, sino que ya hay más de 400 unidades estatales de Ciencias del Comportamiento en todo el mundo (Argentina tiene una desde Julio de 2021). Estos equipos tratan de sistematizar esas decisiones rápidas e instintivas, para formular políticas públicas que respondan a cómo pensamos en realidad, más que a cómo “pensamos que pensamos”. Es decir, ver qué sucede desde un punto de vista práctico para tratar de mejorar nuestros comportamientos, fuera de toda teorización de cómo deberíamos actuar si nos castigan o nos dan incentivos económicos.

Por ejemplo, en el caso del “efecto espectador” en vez de promover la indignación general sobre lo mala que es la gente, el Estado puede advertir y hacer conocer que este efecto existe, para estar atentos y tomar la responsabilidad de actuar si algo pasa y no esperar a que otro intervenga. Y si somos víctimas, no gritar pidiendo ayuda en general sino señalar a alguien para que se sienta interpelado a darnos una mano. 

Pero tengámoslo presente: siempre debemos sobreponernos a nuestra reacción automática, y acudir en auxilio de quien nos necesita. Eli Wiesel, pensador estadounidense, y profesor de Boston University, Premio Nobel de la Paz de 1986, sobreviviente de los campos de concentración nazi, ha dicho: “Lo que más duele a la víctima no es la crueldad del opresor, sino el silencio del espectador”.

IB

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