El vengador anónimo
Es cierto que la conducta del Presidente Javier Milei se compone de oscuridades a las que todavía no llegan las sondas de la interpretación. Eso ocurre, en parte, porque la interpretación es un yeite que tiene algo de autopsia, y lo que sea que fuere el Presidente Milei todavía se mantiene en el estado de crisálida de una noticia en desarrollo.
Sí se puede decir, porque salta a la vista y no es necesario cavar en sus yacimientos profundos para verlo, que está agrandado. Muy. Re. Ese es el show dominante de su protagonismo. Se nota en sus aires de pionero, en la arrogancia de quien duerme y sueña y despierta y sigue soñando abrazado a una idea fija, y en el goce de ladino de cartoon que le produce recorrer con su set de camperas negras inenarrables el espinel de la venganza.
Repartir palos como ganador en aquellos rincones sórdidos en los que uno besó la lona, se llame Congreso de la Nación, arco de Chacarita Juniors, Davos o Colegio Cardenal Copello ha de ser fascinante. ¿O no? No, ¿no? Pensándolo bien, ¿no es mejor olvidar y, en nombre del Mal recibido, tratar de brindar algún tipo de Bien?
En “El vengador anónimo” (“Death wish” es el titulo original de 1974, que significa Deseo de matar), unos asesinos violan y matan a la mujer y dejan vegetando a la hija del arquitecto Paul Kersey (interpretado por el actor de pinotea estacionada Charles Bronson), quien ante un porvenir en el que no tiene nada que perder, se arma con una matraca niquelada y sale a matar delincuentes por la calles en lo altos de la noche neoyorkina (en la que resplandece su matraca niquelada).
Es la primera película de una saga de cinco (las tres primeras dirigidas por Michael Winner), en las que Bronson se la pasa vaciando cargadores sobre bolsas excrementales de carne y hueso. ¿Si lo disfruta? Por supuesto. El exterminio indiscriminado, que tiene la lógica del terrorismo, es la falopa que honra su misantropía. ¿Así que no puedo vengarme puntualmente de los que me dañaron? Perfecto. Ahora agarrensé... todos.
El plan tiene un margen de error muy alto. Es el summum del daño colateral, a tal punto que el centro de lo que debería ser destruido se mantiene ileso. En el personaje de Bronson, eso se ve en cómo desplaza el objeto de su odio (los delincuentes que matan a su mujer y él no puede identificar) hacia cualquiera que él crea que se les parece. En el caso del Presidente Milei, se intuye en la suspensión del parricidio para encarnar la figura macabra del padre golpeador.
¿Por qué no golpear al padre golpeador? Porque no puede. Es demasiado grande, demasiado pesado para poder competir con su autoridad. La estructura de ese vínculo es de acero. Lo dijo Franz Kafka en “Carta al padre” (1919): “El miedo y sus secuelas me disminuyen frente a ti”. Habría que agregar: Siempre.
Es razonable que el hijo golpeado un día se plante y hasta golpee al padre golpeador. Hay muchos casos, y deberían considerarse una salida saludable de la esclavitud filial. Pero el Presidente Milei se ve que no ha podido hacerlo, y “el miedo y sus secuelas” lo han convertido en una variante ecuménica del personaje de Charles Bronson. Allí donde Bronson (no puedo creer que esté escribiendo sobre Charles Bronson: estoy en cualquiera) se venga del daño que le han hecho con algún criterio de especificidad, persiguiendo y eliminando sólo delincuentes, el Presidente Milei ejecuta una venganza masiva, que evita eliminar padres golpeadores y, usurpando su monstruosidad, al grito de “¡El padre golpeador c´est moi, carajo!”, no deja títere con cabeza. En esa picadora de carne caen gobernadores, legisladores, científicos, artistas, Román Riquelme, Lali Espósito y todas las mujeres menos cuatro o cinco, maestras, chicos desmayados, el poder adquisitivo, las ollas de los comedores, los enfermos terminales sin recursos, universidades públicas, jubilados, el tanque de nafta, los usuarios del transporte público, el fabricante de ballenitas, el derecho a la protesta y el equilibrio mental colectivo.
Pero el Presidente Milei, objeto irregular aún no identificado del todo, no es el responsable de la época que lo estaba esperando. La época ya estaba preparada de antemano cuando él desembarcó con su ejército de zombis dolidos. No fue creador del ambiente en el que estacionó con su plato volador, sino el que estaba ahí para expresar una épica de destrucción contra la impotencia de la política (sin esa impotencia, la épica de destrucción habría sido pensada dos veces).
El Presidente Milei debería quedar absuelto del cargo de científico loco que inventó esta pesadilla histórica. Porque esta pesadilla histórica es un producto de la historia, no de la pesadilla.
¿Qué pasó para que ocurriera? Ni idea. Pero una especulación tentadora es la de considerar que la afirmación hipermegalómana de la individualidad, signo estandarizado de este tiempo feo (aunque seguramente los hubo peores), suele confundirse con el ejercicio de una identidad libre, y que esa ilusión al cuadrado, la de tener la identidad y la libertad que quiero, sólo puede hacerse realidad como delirio.
En la segunda parte de “El vengador anónimo”, Bronson se muda a Los Angeles porque, por fin, ha localizado a los criminales que arruinaron su vida. En las costas donde se baila sobre la placa de San Andrés como se bailó en la cubierta del Titanic, Bronson encuentra un nuevo amor, mientras su hija va saliendo de la catatonia. La vida se ha puesto en marcha otra vez. Era hora. Se merecía un poco de paz. El problema es que ¡vuelven a violar a su hija! ¡Pero la puta madre! Ya sé que la trama no tiene gollete, pero hay que felicitar al guionista, que vendió una idea mala dos veces, y la segunda vez más cara y con récord de taquilla.
Las otras tres secuelas de “El vengador anónimo” crecen en lo que se llama de manera corriente glorificación de la violencia. Bronson abandona la venganza personal, que pasa a ser más bien ideológica, como si fuera un personaje deseado por José Luis Espert, el diputado cohetista. Ya no quiere ejercer la justicia por mano propia sino matar a todos. El resultado ya no son películas malas que en los años '80 del siglo XX salen a competir con “Rambo” y su violencia glorificada de segunda generación. Son más bien showrooms de armas largas, en especial ametralladoras, de los que Bronson es el instructor y el killer al por mayor.
Pero el conjunto de las cinco bazofias (la cuarta de J. Lee Thompson; la quinta, de Allan Goldstein, ya con la tragedia degenerando hacia la comedia involuntaria) tiene en toda su extensión una idea que cuaja retrospectivamente: la violencia vengadora, que comienza por una causa, pierde con el tiempo el propósito de su misión original para afianzarse como una cosa en sí misma. Digamos matar a todos por el hecho de matar, ya sin saber muy bien por qué lo hacemos (pero no dejar nunca de matar).
Salvando las distancias inmensas entre las venganzas masivas del Presidente Milei y las de Charles Bronson, cuyo acercamiento por analogía solo tiene acá fines literarios (ni siquiera periodísticos), despierta curiosidad hasta dónde, hasta quiénes y por cuánto tiempo será capaz de extenderlas. Y sobre todo, ¿qué sensaciones embriagadoras tendrá mientras las lleva a cabo?
JJB/MF
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