Apropiadoras: la cara femenina del terrorismo de Estado
El terrorismo de Estado en Argentina fue ejecutado casi exclusivamente por hombres. De las 1.200 personas condenadas por crímenes de lesa humanidad, sólo 43 son mujeres. En el repertorio delictivo de la dictadura hubo apenas un rubro con protagonismo femenino: la apropiación de hijos e hijas de desaparecidos. Aunque cumplieron un papel clave en el robo de menores, las apropiadoras recibieron menos atención que otros actores de la represión y a menudo fueron consideradas por la Justicia como menos culpables que sus pares hombres.
Según datos de la Unidad Especializada para Casos de Apropiación de Niños durante el Terrorismo de Estado (UFICANTE) del Ministerio Público Fiscal, hasta hoy se identificaron 90 casos de hijos de desaparecidos inscriptos en el registro civil por personas que no eran sus verdaderos padres. El número difiere de los 133 nietos contabilizados hasta hoy por Abuelas de Plaza de Mayo, ya que esa cifra mayor refiere a casos con hipótesis de apropiación que fueron resueltos, pero en los que no necesariamente se confirmó una adopción legal o ilegal de los chicos (por ejemplo, los 133 incluyen también casos de desaparecidas cuyos embarazos no llegaron a término, según se descubrió al encontrar los restos). De los 90 inscriptos por personas ajenas a las familias biológicas, 24 fueron anotados como adopciones −casos en los que los adoptantes podrían haber actuado de buena fe, sin conocer el origen de los chicos− y 66 como hijos propios, es decir, con sus identidades falseadas para encubrir las apropiaciones.
La sustracción de menores fue uno de los pocos delitos de lesa humanidad juzgados sin interrupciones desde el regreso a la democracia. Durante las últimas cuatro décadas, 57 mujeres fueron procesadas en casos de apropiación, de las cuales 31 resultaron condenadas, dos absueltas y tres siguen en trámite. En los 21 casos restantes no se avanzó con el proceso penal por distintos motivos: fallecimientos, sobreseimientos, faltas de mérito, suspensiones por incapacidad, indagatorias aún pendientes. De las 31 apropiadoras que recibieron condena, sólo tres integraron las fuerzas armadas o de seguridad durante la dictadura. Muchas otras eran esposas de militares o policías que participaban en la represión ilegal.
Aunque la cantidad de apropiadoras condenadas supera por poco la de apropiadores (28), el promedio de las penas ha sido menor para las mujeres: cinco años de cárcel −muchas veces sin cumplimiento efectivo− frente a ocho para los varones. En la mayoría de los juicios en los que se investigó a las dos partes de una pareja, los hombres recibieron castigos mayores. En algunos casos se explica porque los jueces consideraron a las apropiadoras como partícipes necesarias, y no como autoras, del delito de falsificación de documentos, ya que solían ser sus maridos quienes acudían al registro civil para inscribir a los chicos con datos apócrifos. En cambio, los cargos por sustracción, ocultación, retención y supresión del estado civil de menores generalmente pesaron de un modo más parejo para hombres y mujeres.
Más allá de las diferencias en la mensuración técnica de las penas, una mirada histórica sobre las causas por apropiación −que también podría extenderse a las coberturas mediáticas y los discursos políticos sobre esas causas− muestra que el sesgo de género marcó la visión jurídica y social sobre las apropiadoras en múltiples sentidos. En algunos casos, estas mujeres usaron los estereotipos sobre el “deber ser” de madres y esposas como un mecanismo de defensa.
“Varias apropiadoras buscaron presentarse en los juicios como ‘buenas mujeres’ y ‘buenas madres’ como estrategia para atenuar sus condenas −dice la historiadora Ana Sucari, becaria doctoral del CONICET y autora del trabajo ‘Apropiadoras y Poder Judicial: revisitando los discursos de la maternidad con perspectiva de género’−. Apelaron al discurso tradicional de la maternidad resaltando el amor, las tareas de cuidado y la consagración a sus presuntos hijos como forma de mitigar su sanción penal. En algunos casos, las declaraciones sobre su condición de género y su rol materno no estuvieron únicamente destinadas al Poder Judicial, sino que también buscaron perpetuar el vínculo con los hijos apropiados y sus familias biológicas”.
Por ejemplo, en los primeros meses de 1994, la apropiación de los mellizos Gonzalo y Matías Reggiardo Tolosa ganó una inusitada repercusión mediática. Aunque la Justicia se lo había prohibido, la apropiadora Beatriz Castillo apareció en el programa de Bernardo Neustadt y defendió que los chicos siguieran viviendo con ella: “Ellos saben que yo los adoro, yo también sé que ellos me adoran. Acá hay muchos problemas en el medio para que los chicos puedan vivir con nosotros. Yo soy la que más sufro. Estuvieron conmigo desde los dos o tres días de vida”. La respuesta de Neustadt estuvo a tono: “Usted es la madre”. En su declaración judicial, Castillo insistió en que “para dedicarse a los niños dejó todo, incluso su carrera; estaba cursando Ciencias Económicas y faltaban solamente seis materias”.
En las indagatorias de algunas apropiadoras también apareció la idea de que el marido “se había ocupado de todo” y ellas simplemente habían asumido que se trataba de una adopción legal. El argumento se repitió incluso en los casos de mujeres profesionales y con alta formación educativa, que podían tener al menos alguna sospecha sobre el origen de los chicos. El discurso se completaba con la noción de que se habían limitado a cumplir lo que se “esperaba” de ellas como esposas y madres, un elemento que algunos tribunales admitieron como atenuante.
Aunque esto fue así sobre todo en los años ochenta y noventa, algunos criterios se reproducen hasta hoy. La última condenada en un juicio por robo de menores fue Iris Yolanda Luffi, apropiadora de Miriam Poblete Moyano, quien recibió una pena de cinco años de cárcel, la mitad que su esposo. En la sentencia de 2021, los jueces consideraron que había accedido a quedarse con la niña “por petición de su marido, respecto de quien se encontraba en un plano desigual” y tuvieron en cuenta “el amor demostrado en la crianza de Miriam, revelado por la propia víctima”.
Otro argumento frecuente en las declaraciones de apropiadoras ha sido la imposibilidad de tener hijos biológicos propios. “Algunas presentaron su incapacidad de gestar como una muestra de vulnerabilidad ante los jueces −dice Carolina Villella, abogada de Abuelas de Plaza de Mayo y autora de la tesis ‘Apropiación de niños y niñas durante el terrorismo de Estado en Argentina. Respuesta judicial entre los años 1975-2015’−. Los problemas para concebir fueron considerados como atenuantes en los casos de varias apropiadoras, pero no así de los apropiadores. La valoración diferenciada se vio incluso en juicios a las dos partes de un mismo matrimonio”.
En el caso de Adriana González, apropiadora de Mariana Zaffaroni Islas, el tribunal la castigó en 1993 con tres años de cárcel, mientras que a su marido le dio siete. En la condena a González se evaluó “como atenuante su imposibilidad de ser madre, con todo lo que ello conlleva en los aspectos físicos y psicológicos de una mujer”. Para su marido, el represor de la SIDE Miguel Ángel Furci, no hubo consideraciones de la misma naturaleza.
También existen casos de hijos e hijas de desaparecidos que, por distintas razones, defendieron a sus apropiadoras ante los tribunales o incluso prolongaron relaciones de afecto con ellas. Es que los niveles de responsabilidad de estas mujeres fueron heterogéneos. Algunas actuaron en connivencia explícita con sus maridos, otras sospecharon sobre el origen de los chicos pero no indagaron y otras −las menos− estaban directamente implicadas en el sistema represivo. En algunos casos, las apropiadoras no sólo se veían condicionadas por los mandatos sociales sobre la maternidad sino además por la violencia de género que sus parejas ejercían sobre ellas. Según el fiscal Pablo Parenti, titular de la UFICANTE, “es cierto que hay un prejuicio sobre un rol supuestamente más pasivo de la mujer, aunque en ciertos casos esa idea está apoyada en la evidencia: situaciones en las que el apropiador tenía el vínculo con el aparato represivo y se ocupaba de todo el proceso, y a la vez era autoritario y violento al interior de su propia casa”.
En 2012, Susana Colombo, apropiadora de Francisco Madariaga Quintela, recibió un tercio de la condena que su exmarido. Durante el juicio se probó que el excarapintada Víctor Gallo la golpeaba y la amenazaba. El tribunal evaluó esa situación de violencia como el marco en el que se había producido la apropiación, lo que jugó en favor de la imputada: “Acerca del estado en el cual llegó el bebé a la casa, Colombo dijo que Francisco tenía una mantita, ropita, tenía la piel ‘arrugadita’ de un recién nacido y tenía su cordón umbilical, lo cual no le cerraba, aunque desconocía la fecha de nacimiento. Cuando le consultó a su marido qué hacer porque la situación le parecía irregular, éste le respondió con violencia, a los gritos. Expuso que había sido Gallo quien lo había anotado en el registro civil y había elegido el nombre de la criatura, recalcando que jamás ella había tenido en su poder la partida de nacimiento de Francisco”.
Desde hace unos quince años, estas consideraciones sobre la violencia intrafamiliar empezaron a reflejarse en las sentencias, incluso con casos de sobreseimiento a apropiadoras que sufrieron el sometimiento infligido por sus parejas. Aun así, como subraya Sucari, “ellas también han sido portadoras de violencia, y aunque las opresiones se ejercieron de manera cruzada y fragmentada, las apropiadoras tuvieron un rol activo en la apropiación de niñas y niños”.
FFB/DTC
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