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Es la mirada pícara de Perón. Es la voz cavernosa de Perón. Es la risa expansiva de Perón. Pero no es Perón. O sí.En la casa de los caseros de la Quinta 17 de Octubre, en el centro pero en la periferia, Alejandro Rodríguez Perón custodia un legado. Corta el pasto con motoguadaña, activa y desactiva bombas, vacía y vuelve a llenar piletas. Algunos días, cuando cae el sol, observa a las comadrejas y los lagartos que se asoman entre las esculturas decapitadas de Perón y Eva.

Durante la pandemia desmalezó y emprolijó el pedregullo que lleva al mausoleo con los restos de su tío abuelo. Solo, aislado y expuesto a la ira de los teros.

Este sábado de octubre, cuando todo resplandece, un hombre de overol se cruza con Alejandro bajo el torreón de piedra donde Perón transmitía sus discursos. “Y, se parece, ¿no?”, le pregunta alguien. El visitante se queda con la sonrisa prendada, la mirada sobre él pero la mente sobre Él.

“San Vicente era el refugio de amor, el descanso de todo el trabajo”, evocó el General, que los fines de semana manejaba 60 kilómetros al sur para alejarse del calor de las masas junto a su mujer. Se levantaba a las cinco, tomaba mate cocido, paseaba entre fresnos y eucaliptos. Eva cultivaba rosas y montaba a la yegua Esterlina. “Una excelente amazonas”, la elogiaba él. Al atardecer escuchaban Chopin y folclore. Se acostaban a las nueve y leían hasta medianoche: “Queríamos estar solos, hablar de lo que queríamos y andar como queríamos”.

La quinta era -es- un chalet de tejas coloniales con living, bar, comedor, cocina y bodega. La habitación tenía -tiene- lámpara de caireles, vestidor y baño con tocador. Las tribus antiperonistas la saquearon, incautaron y abandonaron después del golpe de 1955. Lo que siguió fueron 67 años de historia turbulenta, hasta llegar a estos días de baja intensidad, con pocos actos masivos y encuentros partidarios reservados: un entorno de validación.

Hijo del estanciero Mario Tomás Perón y de la criolla Juana Sosa, Mario Avelino Perón nació en 1891, cuatro años antes que Juan Domingo. Tendría 10 hijos con Eufemia Jáuregui. Cuando llegó  la séptima, le pidió a su hermano que fuera el padrino: Dora Alicia Perón sería la niña mimada. Conoció a Osvaldo Rodríguez en el zoológico de Buenos Aires. 

El 12 de mayo de 1961 nació Alejandro Rodríguez. A secas. 

Tuvo una infancia feliz: fútbol, escondidas, el calor de la mano de alguna chica. Vio por primera vez a Perón a los once años, en la casa de Gaspar Campos, durante el regreso fugaz de 1972. Pero primero tuvo que estrechar la mano de José López Rega.

“Era como de mármol: una cosa fría, débil, inmóvil”, recuerda. Estaban en el comedor cuando el General empezó a bajar la escalera. 

- Era como si midiera cuatro metros, tenía un aura. Lo veías venir. Era distinto a todo el mundo. 

El encuentro cercano con aquella figura más grande que la vida hizo combustión interna con una memoria emotiva hecha de discursos televisados, llamadas interminables a Madrid y un exilio con 17 años de intrigas. 

- Empecé a sentirlo un poquito más, hasta que un día dije “¿por qué no?”

Un año después de haberlo conocido, Alejandro decidió agregar “Perón” a su apellido. Tenía la venia de Dora y el fastidio de Osvaldo, que a pesar del estrés postraumático de la cacería libertadora lo acompañó al registro civil de la calle Uruguay. Su hijo lo consideraba un derecho adquirido: “Tengo primos de apellido Perón; yo soy tan Perón como ellos”.

El momento cero de su construcción como heredero también representó el estreno de un lastre vitalicio. Cuando la policía le veía el DNI, lo dejaba toda la noche en el calabozo o lo paseaba hasta dejarlo tirado en algún rincón del conurbano. Alejandro caminaba hasta encontrar una luz, rogaba por un teléfono y le pedía al padre para que lo fuera a buscar.

De aquel 73 le queda otro recuerdo amargo: la última visita del General a San Vicente.

- Estaba todo destrozado, con la maleza crecida. Se quedó fumando y mirando la nada. Cuando se dio vuelta tenía los ojos llenos de lágrimas. “Dorita, me vuelvo a Gaspar Campos”, le dijo a mamá. “Acá no quiero estar más”.

A las 13:15 del 1 de julio de 1974 el cardiocirujano Domingo Liotta decidió que ya no había nada que hacer. López Rega detuvo su mantra -“mi faraón, mi faraón”- y apagó el incienso. Alguien afeitó el cuerpo y cambió pijama por uniforme de gala. Perón había dado órdenes de que no lo embalsamaran; no quería pasar por lo mismo que Eva. La viuda y nueva presidenta, María Estela Martínez -alias Isabel- ordenó que le inyectaran formol y glicerina para el velatorio de cuatro días.

Después de la despedida masiva en el Congreso, Alejandro y su familia fueron a la cripta de la capilla de Olivos.

- Tuve el orgullo, el honor y el placer de ver a Evita con el féretro abierto. Tocar ese vidrio… Parecía que estaba durmiendo. O que se estaba ahogando: te daban ganas de sacarla. Estaba tan intacta, la reconstruyeron tan bien después de todo el desastre que le habían hecho en Europa, que prácticamente estaba como el día en que murió. Tan bien, tan bien, tan bien… Fue hermoso. Lo voy a llevar conmigo a la tumba. Al lado estaba el tío, pero tenía el féretro cerrado.

Cuando se mudó a Olivos, Jorge Rafael Videla ordenó el traslado de los cadáveres: Perón a Chacarita, Eva a Recoleta. El cajón del ex presidente se taparía con un blindex de 170 kilos y ocho centímetros de espesor, unido a un marco de hierro que se fijaba a las paredes con un sistema de 12 llaves. Entre 1979 y 1981 Alejandro volvió a San Vicente, donde la dictadura había recluido a Isabel. Pasaron dos fiestas de fin de año rodeados de soldados armados hasta los dientes.

Después de trabajar en una petrolera en Comodoro Rivadavia, Alejandro regresó a Buenos Aires. Lo esperaban un trabajo administrativo y una chica de ojos claros, Adriana Troncoso, que desciende de Juan Manuel de Rosas. Es el amor de su vida.

En 1987 un grupo comando entró a la bóveda de Perón, perforó el blindex y trabó la tapa del ataúd con el crucifijo. Los intrusos cortaron las manos con una sierra quirúrgica y se las llevaron para siempre. Con el proceso de vacío interrumpido, las bacterias empezaron a hacer su trabajo.

La conmoción pública tuvo su réplica en una implosión privada. Con la familia desorientada, el administrador Roberto García -casado con una hermana de Dora- renunció a su cargo. Lo reemplazó Alejandro, cuya firma empezó a tener un peso similar a la de Isabel, otra vez refugiada en Madrid tras ser condenada a pagar dos millones de dólares por derechos de herencia a las hermanas de Eva. Gaspar Campos terminaría en manos del PJ; Puerta de Hierro, en las de Jorge Valdano; San Vicente, expropiada por la Legislatura bonaerense para convertirla en museo.

Martha Susana Holgado se autopercibía el fruto de un romance apasionado entre Perón y una mujer casada. Su hermano la desmentía. Isabel la despreciaba. Pero en 1992 activó la demanda.

Para demostrar que era una impostora, Alejandro tenía que viajar al pasado. Y el pasado estaba en Sierra Cuadrada, el centro árido de Chubut, donde los hermanos de su madre todavía tenían campos. Ahí le mostraron un informe que relataba un accidente de 1913 en la Escuela Militar. Por un movimiento fallido en las barras paralelas, Perón había caído con las piernas abiertas sobre la zona testicular. Aunque no había lesiones visibles, todo indica que sufrió una lesión irreversible en los cordones espermáticos. 

- Era estéril, pero no impotente como decían los milicos. Hay una diferencia abismal.

Con la primera fase cumplida, Alejandro vivió una temporada alta en los medios -Mirtha y Susana, la BBC y el Washington Post- y amplió las competencias de un poder que prefiere no divulgar, pero asegura que incluye las firmas de la mayoría de sus tíos.

¿Qué alcances tiene?

Administro todo lo que tenga que ver con la sucesión y alguna cuestión política que surja contra el General. Pero ya no hay nada más que la bóveda. El día que muera Isabel quedaría como el heredero universal… el heredero universal de nada.

¿Los demás familiares no son herederos también?

Sí, pero ellos ya se encargan de los campos. Yo me encargo de los quilombos. El mío es un título hermoso que no sirve para nada. Solo para que sigan respetando a Perón.

En 1994 la Justicia reabrió la causa por la profanación. En lo que López Rega hubiera considerado una alineación astral de primer orden, La Nación mandó a Chacarita al fotógrafo Patrick Liotta, hijo del médico de Perón. El cuerpo estaba “absolutamente reconocible -recuerda-. Era como ver a Gardel, con las facciones perfectas, pero la piel oscurecida y la cara como chupada”. Alejandro aprovechó el momento para llevarse la gorra, que más tarde donó al sindicalista Rubén Gioannini, aliado de Mohamed Alí Seineldín.

Preocupado por el deterioro de los restos, en 2002 recurrió a la UBA. La Facultad de Medicina propuso inyectar formol, alcohol etílico, borato de sodio, ácido fénico y glicerina en las arterias para recuperar los tejidos; usar ceras para simular una piel húmeda y texturada; tallar las manos o reemplazarlas por prótesis. La idea terminó naufragando. “No era el momento”, dice Alejandro. El país también se desintegraba.

Cuatro años después, el Poder Judicial permitió que Martha Holgado se hiciera la prueba de ADN. “Tengo la firme seguridad de que esta señora no es la hija”, decía Alejandro cada vez que lo entrevistaban. “Mi tío ha sido profanado, ultrajado. Es hora de que descanse en paz y que sea trasladado a la quinta de San Vicente, donde va a estar mucho mejor”. Ya estaba listo el  mausoleo para recibirlo durante un Día de la Lealtad épico.

Las cosas empezaron a torcerse. “Un sobrino de Juan Domingo Perón intenta secuestrar los restos mortales del General”, tituló el diario español ABC el 25 de agosto de 2006. La información replicaba una secuencia inverosímil. Dos devotas que rezaban cada mañana ante “este Cristo que es Perón” habían llamado a la redacción de Clarín alarmadas por una serie de movimientos en los alrededores de la tumba. Cuando llegaron los guardias, se toparon con Alejandro y una cuadrilla de operarios munidos de una amoladora con disco de diamante.

¿Qué querías hacer?

Cortar los dos mármoles de Carrara del altar antes del subsuelo, para que quedara un rectángulo perfecto que permitiera sacar el féretro sin inclinarlo. He cremado cuerpos de familiares ahí adentro, y cuando los movés se siente el ruido de los huesos. Queríamos sacarlo lo más prolijamente posible. 

¿Ibas a retirar el féretro? 

No, lo iba a retirar la cochería. Pero como la dirección del cementerio no era compañera, vino la policía y cerraron todo. Le dije a Antonio Cafiero que si lo querían sacar iban a tener que solucionarlo. Y evidentemente lo solucionaron, porque al otro día volví con los muchachos y terminamos el trabajo.

Bajo una lluvia intensa, el 13 de octubre los peritos extrajeron muestras del fémur y del hombro. El cuerpo “estaba disecado: sin las partes húmedas pero con los huesos, la piel, el cabello y las uñas”, precisa el tanatólogo Ricardo Péculo.

Alejandro se desmayó al salir de la bóveda. Había pasado dos días sin dormir, asediado por los medios y planificando el traslado a San Vicente. “Se hace lo que vos digas”, dice que le dijo Isabel.

- A mí me ponían la alfombra roja. Si no firmaba, a Perón no lo trasladaban.

El martes 17, mientras la cureña viajaba desde Chacarita, una batalla campal entre Camioneros y la UOCRA dio paso a la escena inolvidable de Emilio “Madonna” Quiroz, chofer de Pablo Moyano, gatillando su Bersa de 9 mm contra las tropas de Juan Pablo “Pata” Medina. Alejandro estaba en el palco oficial, entre Cafiero y Hugo Moyano.

¿Cómo empezó todo?

A la mañana ya había tiros afuera. Perón tardó un montón; llegó como a las 5:30 de la tarde. Estaba todo saturado, los vecinos alquilaban los baños. Mucho borracho, mucho loco, peleas por quién ponía el cartel más adelante. Mientras estaba hablando Cafiero, le pegó una piedra enorme en el micrófono. La custodia nos sacó a todos y nos metió en el auditorio.

¿Cuál era tu rol ese día?

Iba a llevar una de las manijas delanteras del féretro, para entregarlo a los gremios y que lo ingresaran al mausoleo. Por todo esto que pasó, lo tuvieron que sacar por atrás… Me puse muy triste, lloré todo el día. No me pude ir hasta las 12 de la noche porque afuera seguían tirando piedras.

Como el gobernador de ese momento, Felipe Solá, quería asegurarse de que el cuerpo siguiera ahí, el féretro se abrió una vez más. “Volaba el fantasma de Eva”, poetiza el tanatólogo Péculo. “Pero yo lo había cuidado toda la noche”.

Martha Holgado murió el 7 de junio de 2007, cuatro meses después de que los análisis determinaran que Perón no había sido su padre. Fantaseaba con una contraprueba del FBI y toreaba a los que la trataban de mitómana: “Que se hagan ellos el ADN, para saber si son peronistas”.

“Yo no le deseo la muerte a nadie”, dice Alejandro. “Pero gracias a Dios ella se murió”.

Desde aquel Día de la Lealtad, pasa casi todos los fines de semana en San Vicente. Y a pesar de la artritis, sigue estando para lo que haga falta.

- Me prometieron que sería el director de la quinta. Siempre fue mi sueño. Pero se ve que el apellido pesa demasiado.

En la casa de los caseros recicló una valla policial como parrilla y una puerta de caballeriza como mesa de patio. El living tiene muebles gastados y una silla de cada palo; seis tomos de las Obras Completas de Perón y una tele clavada en A24; el manual de Conducción Política y una botella de San Felipe convertida en candelabro; dos novelas de Sidney Sheldon y la caja negra donde Massera llevaba cigarros, dólares y pesetas para Isabel.

El punto de fuga es el estallido multicolor de dos collages con manos, soles y corazones pintados por sus hijos y nietos. Los bastidores vienen de una colección de cuadros de López Rega. Todavía quedan algunos de influjo siniestro juntando polvo en la caballeriza: quirófanos, mujeres rezando, horizontes ominosos.

De las paredes cuelgan fotos de todos los perones: cadete, líder precoz, estadista veterano. Alejandro apoyó a Menem, a Duhalde y a Kirchner, aunque en 2018 sugirió ante la audiencia de Eduardo Feinmann “que los muchachos de Unidad Ciudadana inventen un escudo nuevo” porque “si estuviera Perón no existirían Cristina ni La Campora; él los echó de Plaza de Mayo”. Hoy dice que cayó en el error de la ultra-ortodoxia, cuando su tío fue el primero en hablar de la actualización de la doctrina.

Su tesoro mayor es una carta de caligrafía distinguida y sangrías de precisión cuántica, fechada en Puerta de Hierro el 30 de octubre de 1963. Perón le recrimina a su “querida Dorita” que sabe lo que pasa en Argentina pero que no sabe nada de ella, y le advierte sobre la jugada de un familiar político que quiere que lo incluya en la herencia: “No es justo que ustedes sean despojados de lo que justamente les corresponde. Si es necesario, daré poder a alguno allí para proceder”.

Treinta y seis años después, cuando Dora murió en sus brazos, Alejandro abrió una caja musical con la marcha peronista, puso un mechón de pelo de su madre y algunos huesos de Puchi y Canelita, los últimos caniches del General. Metió todo en el féretro y empezó a cerrar un círculo.

Otra vez en el parque, dice que Pedro Saborido quiere hacer un especial de Bombita Rodríguez reencontrando a Perón en la quinta, y que él va a hacer de Perón. Que falta convencer a Capusotto. Que ya estuvo cerca de personificarlo para un especial de A dos voces (muerto y en la bóveda) pero se canceló a último momento.

El mausoleo está en el rincón más solitario de la quinta, justo después de un oratorio integrado al bosque. Es imponente y silencioso, monumental y minimalista.

La luz del mediodía baña la tumba encerrada entre paredes de vidrio y mármol. A la izquierda hay una bandera argentina, un retrato de Perón y un ramo de flores de papel. A la derecha, la bandera provincial, una foto, un sable y una gorra militar. 

Grabadas sobre la lápida de bronce, nueve letras destacadas de las palabras solidaridad, desinterés, sinceridad, pueblo, generosidad, humildad y amor configuran el mensaje final: argentino. 

A la espera de Eva, media tumba sigue vacía.

Una puerta ciega lleva a la sala de tanatopraxia, donde quizá algún día se resetee a Perón.

- Péculo quiere hacer el molde con mi nariz, porque supuestamente es igual a la que tenía él. De ahí sacan el cuerpo completo, hoy se hace todo con silicona. La idea es armarlo tipo Lenin, exhibiéndolo con el féretro abierto en las fechas importantes.

Antes de desandar sus pasos, Alejandro confiesa que la iluminación del mausoleo es tan potente que de noche no puede dormir. Entonces da media vuelta y deja atrás la leyenda de la última pared: “Mi único heredero es el pueblo”.

PC

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