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Opinión

Javier Milei, la derecha kitsch

El economista libertario sigue en alza en las encuestas de opinión pública

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Ahora que volvimos a la universidad, muchos profesores nos encontramos con una novedad: en las aulas hay estudiantes libertarios. No son mayoría, claro, pero, entre los jóvenes politizados –en su mayor parte peronistas, en menor medida de izquierda– hay estudiantes autoconcebidos libertarios que toman la palabra, opinan y argumentan. Muchos de ellos se instruyen, leen y se informan bastante, de hecho. Hablo de estudiantes laburantes o de clase media, de universidades públicas o privadas, del conurbano o de la capital, hijos de profesionales o primera generación de universitarios. 

La última encuesta de Zuban, Córdoba & Asociados muestra un escenario presidencial de tres tercios, en el cual Milei obtendría 30% de votos, los mismos que Cristina o Macri. Como se sabe, la mayor proporción de sus votantes son varones y jóvenes. En varios de los escenarios ensayados, el estudio revela que Milei es competitivo, que es una especie de fuga en diagonal hacia adelante y hacia la derecha. Dice Paola Zuban que, aunque esta tendencia es aún volátil, “Milei tiene potencialidad de crecer, mientras que los otros candidatos están muy cerca de su techo”. 

Las nuevas derechas tienen algunos rasgos novedosos: por un lado, como dice Pablo Stefanoni en su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha?, estas expresiones políticas se muestran rebeldes, incorrectas, audaces, frente a una izquierda cada vez más timorata que solo piensa en conservar lo logrado. En la “disputa por la indignación”, dice el autor, las derechas llevan la delantera. Por otro lado, tenemos la percepción de que sus principales exponentes son personajes más o menos payasescos, excéntricos, exóticos, extravagantes, rozando a veces lo siniestro: no casualmente, Stefanoni comienza su ensayo haciendo referencia a un bufón de la cultura pop, el Joker de Todd Phillips. Ahí tenemos a Trump con su jopo, su bronceado y su modulación afectada; a Bolsonaro, fanático, bruto y violento; a Zemmour, torpe y provocador en partes iguales; a Milei, con su pelo enmarañado, su desborde, su physique du rôle. Como pasa con algunas publicidades más recordadas por el spot que por el producto que venden, parece que de todos ellos prevalecen sus caricaturas antes que sus rasgos originales. 

Esta presentación caricaturesca de lo político remite a lo que Martín Plot llama la política kitsch, “esa forma de relacionarse con las cosas, los objetos o los actos que busca obsesivamente el efecto; esto es, aquel tipo de estrategia que trata de reemplazar la indeterminada búsqueda de consenso por la más prudente actividad de contar narices”. En El kitsch político, publicado en 2003, Plot piensa el caso de Bush, pero bien puede leerse desde el presente. Como dice Martín Vicente, estudioso de las derechas, “ese tono marca distancias con las derechas tradicionales, sean los tonos marciales del nacionalismo o las posiciones flemáticas del liberalismo-conservador. Un reclamo de novedad que une lo estético-político con lo ético-político: lo auténtico, espontáneo –como el orden que propone Milei–, contra lo asentado y la casta”. 

Días atrás, en unas jornadas sobre los legados del 2001, el politólogo Diego Reynoso expuso una investigación titulada “Actitudes hacia los grupos y organizaciones sociales, partidismo y voto” en la que, a partir de una encuesta sobre actitudes políticas (la ESPOP de la Universidad de San Andrés), mostraba que un sector de la sociedad, asociado con los libertarios, manifiesta una actitud de negatividad hacia casi todas las organizaciones: los partidos, los organismos de derechos humanos, los movimientos sociales, las Fuerzas Armadas, el FMI, la justicia. Son los que dicen “no” a todo, especialmente a las instituciones y a los poderes establecidos. A veinte años del 2001, del autonomismo y del Que se vayan todos, otra vez el rechazo a la clase política. 

Milei reivindica a Menem y a Cavallo. Nada indica que su postura tenga sustancia o coherencia, pero en todo caso hace sonar el nombre de Menem, justo cuando vuelve a hablarse de dolarización e hiperinflación. Dice Mark Fisher que ironizar es convertir algo en artefacto (la fe en estética y el compromiso en espectáculo): treinta años más tarde, parecería que el menemismo sólo puede ser repensado en clave kitsch, y no solo por Milei. Hoy en día, no es raro ver a amigos progresistas festejando el romance entre Moria Casán y Galmarini, o celebrando a Silvia Süller, devenidos íconos pop de los 90. No tengo nada contra esas figuras en particular, y además la gente tiene derecho a deshacerse de su pasado. Pero el menemismo es un fantasma demasiado acechante, y cuestionar o ponderar el núcleo de las políticas, la economía o el liderazgo menemistas suena demasiado solemne, entonces lo hacemos desde una mirada irónica. Me atrevería a decir que esa mirada irónica es, muchas veces, también una mirada melancólica: ¿qué cosa más kitsch que el uno a uno, Florianópolis y Miami, la desocupación y el consumo, la exuberancia y la malaria, todo eso que revivimos en tantas novelas y películas sobre nuestros tristes años 90?

Me pregunto cómo es posible pensar las nuevas derechas sin ser solemnes ni alarmistas pero tampoco irónicos. Cómo sustraerse de la disputa por la indignación. En otras palabras: ¿qué responder cuando mis estudiantes, en medio de una discusión teórica o política en el aula, a las siete de la tarde, cansados después de haber viajado dos horas en bondi y después de haber trabajado todo el día por un sueldo que cada vez les vale menos, dicen que están furiosos, indignados, desesperanzados, sin escandalizarnos ni convertir su indignación en artefacto? 

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