El protocolo y el humo
El viernes, el Ministerio de Seguridad publicó un nuevo “protocolo antipiquetes”. El anuncio es más importante desde lo simbólico que desde lo jurídico: el protocolo rige únicamente en la jurisdicción federal y, fundamentalmente, no es una norma con efectos más allá de los agentes del propio Ministerio. Lo que era delito antes del protocolo sigue siéndolo; lo que era un derecho constitucional, también. El protocolo se limita a indicar cómo actuarán las fuerzas de seguridad frente a lo que, burocráticamente, llama “impedimentos al tránsito”. Por cierto, el protocolo en ningún momento aclara que se refiere a la protesta social: impedimentos al tránsito son, también, maratones, actos religiosos y festejos deportivos. Menos mal que se aprobó ahora, y Javier Milei pudo asumir en paz, sin que nadie lo desalojara de la tarima desde la que anunció la llegada de la libertad.
Un pasaje simpático del protocolo ordena a los agentes reportar el daño ambiental causado por quienes impidan el tránsito. En concreto: si alguien quema una rueda, se le hará pagar por los efectos del humo. Ojalá esta súbita preocupación por el ambiente presagie un giro en la postura del Gobierno respecto del cambio climático o la contaminación de los ríos. Por lo pronto, el único humo preocupante es el propio protocolo: en todo lo que no es inconstitucional o superfluo, es sencillamente inviable. Lamentablemente, será el tejido social argentino el que pagará los efectos de este humo.
El protocolo es inconstitucional, como explica mejor que nosotros Roberto Gargarella. El protocolo plantea que todos aquellos que obstruyen la circulación están cometiendo un delito, independientemente de por qué lo hagan, incluso si dejan carriles libres o existen vías alternativas. Pero la cuestión está lejos de ser tan simple: nuestra convivencia social se constituye por derechos en tensión y, a diferencia de lo que sugiere el dicho, no es fácil saber cuándo arranca el derecho de uno y termina el del otro. Tanto quienes circulan como quienes protestan ejercen un derecho constitucional, y los cuerpos ocupan espacio: salvo que sean un puñado, decirle a los que quieren reunirse que deben quedarse en la vereda equivale a prohibírselo. Una norma consciente de esta dificultad intentaría buscar mecanismos para compatibilizar el derecho a circular con el derecho a manifestarse. Al disponer que las vías alternativas o los carriles libres son irrelevantes, el protocolo directamente ignora que hay derechos que conciliar.
El protocolo es superfluo. Indica que las fuerzas de seguridad deberán cuidar a mujeres y niños, identificar a los autores de delitos, prevenir delitos flagrantes y reportarlos a las autoridades competentes. Esto es así porque la ley lo indica, con o sin protocolo: sólo el Congreso puede crear leyes penales y regular el uso de la fuerza. Además, siendo realistas, las fuerzas policiales no reprimirán ninguna protesta de importancia sin una orden política expresa. El protocolo, así, no es más que una señal para mostrar a lo que el Poder Ejecutivo está dispuesto, y una bastante poco creíble: agarrame que lo mato.
Pero entonces, también, el protocolo es inviable. Es inimaginable que la Policía, por más vitoreada que haya sido en el acto de asunción presidencial, reprima todos los impedimentos al tránsito. ¿Reprimiría la Ministra a la turba que festejará la Cuarta Copa del Mundo? ¿Detendría a los maratonistas, reincidentes obstructores de arterias urbanas? ¿Se incluirá la Ministra a sí misma en los registros de infractores, reconociendo sus protestas contra la cuarentena en el medio de la Avenida 9 de Julio o apoyando a los productores agropecuarios en el lejano 2008?
El protocolo, podría decirse, no busca reprimir estas situaciones. Sin embargo, la sola existencia de estos ejemplos muestra que antes de decidir la represión, la política indagará acerca de las causas del corte y decidirá si fue realizado por argentinos de bien o, por el contrario, por la casta queriendo conservar sus privilegios. De hecho, al crear un registro de infractores, al protocolo se le escapa el inconsciente y ejemplifica con gremios, no con clubes de fútbol. Incluso si confiamos en quienes ejerzan estas decisiones, es evidente que el protocolo no puede cumplir con la generalidad que promete. Como hasta ahora, algunos cortes serán reprimidos, otros tolerados, y aun otros celebrados. Acaso habrá que preguntarse si el Gobierno reprimirá a su propia Plaza del Sí si algún día ésta existe.
El protocolo, de todos modos, no es inocuo. Al anunciar una política de represión de la protesta, el Gobierno le hace saber a las fuerzas policiales que contarán con su respaldo al reprimir manifestaciones y por los eventuales excesos que se cometan en este cometido. Visualizar cómo podría verse esta habilitación no nos exige utilizar nuestra imaginación, sino tan solo nuestra memoria. En la Argentina, la mala imagen de la policía no se debe a que seamos progresistas incurables, sino a una larga historia de arbitrariedades, discriminación y brutalidad que deberíamos intentar revertir más que fomentar. El protocolo, por ejemplo, puede servir como una defensa penal para policías violentos. “La Ministra me dijo que reprimiera, y yo reprimí”. La defensa de “obediencia debida” es improcedente en situaciones de clara ilegalidad, como una orden de torturar a un preso político. Pero, en situaciones moralmente menos claras, es difícil argumentar que un gendarme debe tener claro que un protocolo tiene menor jerarquía normativa que la Convención Interamericana de Derechos Humanos. Un protocolo que autorizara a disparar por la espalda a alguien que huye no hubiera convertido lo que hizo Chocobar en legal, pero le habría dado argumentos para una defensa penal más sólida.
Es de prever que el protocolo antipiquetes irá a parar a la larga lista de fracasos argentinos. Como ya viene ocurriendo, la política decidirá en cada caso qué postura adopta frente a cada manifestación, evaluando si se trata de una protesta sincera o una maniobra extorsiva. Según el caso, reprimirá, negociará o protegerá. En el medio, esta pantomima de generalidad ratificará que las normas no están hechas para cumplirse sino, a lo sumo, para habilitar el ejercicio del poder cuando conviene. De este protocolo, en definitiva, volveremos peores: igualmente poco dispuestos a dejarnos limitar por la ley, pero, esta vez, más violentos.
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