El 25 de Mayo de 1810 y la Revolución como sueño eterno
“Te escribo y el sueño eterno de la revolución sostiene mi pluma, pero no le permito que se deslice al papel y sea, en el papel, una invectiva pomposa, una interpelación pedante o, para complacer a los flojos, un estertor nostálgico.”
-Andrés Rivera
Aunque la Argentina como la conocemos hoy se consolidó varias décadas después de la Revolución de Mayo (precisamente a fines del siglo XIX), distintos proyectos políticos nacionales retomaron los acontecimientos que la rodean como punto de partida. El 25 de Mayo simbolizó una suerte de mito fundacional desde sus inicios: ya en 1811, se convirtió en una fecha que organizaba la vida cívica.
Lejos del relato escolar lineal, como todo cambio histórico fundamental, el proceso desatado en 1810 tuvo múltiples causas -tanto internas, como externas-, dinámicas contradictorias y consecuencias que no cristalizaron el 26 de mayo (ni lo harían por muchos años).
“Los contemporáneos no tuvieron la menor duda de que vivían una revolución, como tampoco sus enemigos”, indica Raúl Fradkin, historiador, autor y profesor en la Universidad de Buenos Aires.
El propio término “revolución” suscita largos debates. No existen definiciones atemporales. Fradkin realiza dos advertencias. Primero, que no se puede juzgar lo que sucedió en base a “modelos ideales”. Más importante aún, que no hay que centrarse en un solo día (o semana), ni únicamente en la Ciudad de Buenos Aires. Si existió una revolución, fue porque se produjeron transformaciones hondas; confrontaciones políticas, culturales y militares, que incluyeron a amplios sectores sociales.
En el mismo sentido, el doctor en Historia, docente universitario e investigador de Conicet Gabriel Di Meglio señala que, cuando se estudia la Revolución francesa o la Revolución rusa, nadie las reduciría exclusivamente en hitos como la toma de la Bastilla o al asalto al Palacio de Invierno. Por eso, habla de 1810 como un punto de partida.
“Todos los partícipes se dieron cuenta de que estaban haciendo algo trascendental. Lo que no sabían era cómo iba a terminar. Quizás nunca soñaron que iban a ser recordados en las escuelas de un país que todavía no existía. Lo que sí sabían era que estaban peleando contra el poder establecido y que, si les iba mal, los iban a aprisionar, les iban a quitar sus bienes o incluso los podían matar. Para todos los que vivieron esa época, la vida se trastocó de una manera brutal. Fue un período de mucha efervescencia y dramatismo”, resume.
Las chispas que encendieron la pradera
En 1808, Napoleón había invadido España y capturado al rey Fernando VII. Comenzaba así un vacío de poder por la ausencia del monarca, que generó dilemas en torno a la soberanía en distintos territorios del Imperio. En mayo de 1810, llegó al continente americano la noticia de que había caído la Junta Suprema Central, uno de los últimos bastiones de poder de la Corona en la Península. La crisis de gobernabilidad confluía con tensiones sociales y políticas locales de larga data.
Buenos Aires tenía una particularidad. A diferencia de otras regiones del Virreinato, contaba con la experiencia de las invasiones inglesas y la Reconquista, cuando una junta de guerra había depuesto a Sobremonte, el virrey en funciones, entregando el mando político al francés Liniers. Las unidades milicianas formadas durante esos años serían fundamentales en los acontecimientos posteriores.
“En 1810, un grupo de revolucionarios, en vinculación con las milicias de la ciudad y con cierto apoyo popular, decidió remover al virrey y a las autoridades coloniales, para instaurar un gobierno formado por personas locales. Fue un movimiento que planteaba gobernarse a sí mismo, hasta tanto volviera el rey. Eso no quiere decir que pensaran que si el rey retornaba las cosas iban a ser como antes. Como en otras ciudades del continente, los revolucionarios proclamaron: 'Nos vamos a gobernar, vamos a manejar nuestra propia economía, vamos designar nuestros propios representantes'. En principio, esto no era incompatible con mantenerse dentro de una monarquía española”, explica Di Meglio.
“Lo que denominamos en la escuela 'Primera Junta' no se llamó a sí misma de esa manera. En los documentos, figura como 'Junta Provisional Gubernativa de las Provincias del Río de la Plata a nombre del Señor Don Fernando VII'”, suma Fradkin.
Tras la experiencia fallida de la Junta del Alto Perú conformada en 1809 (que había cuestionado a la autoridad colonial y fue duramente derrotada), los juntistas de Buenos Aires sabían que se exponían a la represión. Por eso, tomaron como primera decisión convocar a diputados de todos los territorios del Virreinato. La segunda medida fue la creación de un Ejército y enviar expediciones a las provincias interiores para imponer el reconocimiento de la Junta.
¿Y ahora qué pasa, eh?
Como ocurrió con otras revoluciones de los siglos XVIII y XIX, en mayo de 1810 no hubo un plan, ni un programa único. Algunos que estuvieron juntos en esos días, habían marchado separados durante las luchas facciosas anteriores. De la misma forma, algunos héroes de la Reconquista luego tomarían posiciones contrarrevolucionarias.
Según Di Meglio, había dos programas diferentes que convivían dentro del grupo revolucionario. Por un lado, el mayoritario, que hoy llamaríamos “autonomista” (encarnado en Cornelio Saavedra). Este no buscaba la independencia absoluta. Quería dejar de depender de España, mas no de su rey.
Ese proyecto entraba en tensión con otro, minoritario, que al principio no se expresaba abiertamente. Sus referentes eran Mariano Moreno y Juan José Castelli. Ellos contemplaban la posibilidad de una independencia absoluta. “Moreno escribió en la Gaceta de Buenos Aires que el rey de España no tenía derecho a gobernar América, porque los indígenas no habían consentido a ser sus súbditos, sino que fueron obligados por la fuerza y eso no otorga derecho”, detalla.
Cuando el rey de España regresó al trono, en 1814, probó que solo estaba dispuesto a negociar la total rendición de los rebeldes. Entonces, hasta los sectores más moderados políticamente aceptaron que la única salida era la Independencia. Se terminó imponiendo el proyecto independentista, perdiendo su lado más radical. “Por eso hay dos fechas bien diferenciadas: 1810 y 1816”.
En el medio, se desató una guerra civil entre los territorios que aceptaban a la Junta y los que no. “Hubo territorios que querían mantener la fidelidad a la metrópoli, como Córdoba, que después fue vencida. Asunción del Paraguay y Montevideo, por su parte, no reconocieron a la Junta. Lo mismo se vio en el Alto Perú, donde surgieron tropas que resistieron al Ejército que armó la Junta de Buenos Aires”, se explaya Di Meglio.
Cambia, (no) todo cambia
Concretamente: ¿cuáles fueron los cambios surgidos de 1810 y qué continuidades se sostuvieron respecto al régimen colonial? “Se desencadenaron transformaciones de corto y largo plazo. Hay elementos que se fueron descomponiendo y reformulando, mientras se construía un nuevo orden, que tardó décadas en decantar. La ruptura con la monarquía española fue el cambio más claro. También hubo una erosión del régimen de esclavitud, que se consolidó legalmente décadas más tarde, con la Constitución de 1853 (adoptada por Buenos Aires en 1860). También se terminaron instituciones de sometimiento de los pueblos indígenas como la mita, la encomienda y el yanaconazgo”, responde Fradkin.
En cuanto a las persistencias del orden anterior que impregnaron (transformadas) la sociedad rioplatense (y, posteriormente, en la argentina), destaca las jerarquías sociales y de color de piel. Estas ya no pertenecían al orden jurídico, sino al cultural.
“El proceso revolucionario generó una incorporación masiva de las clases populares a la lucha política, que devino en que nunca más pudiera haber gobiernos estables sin la adhesión de una parte de las clases populares”, subraya Fradkin.
Las expectativas de las y los involucrados en la revolución variaron. Muchas personas respondieron a la interpelación política (muchas veces forzadas) de las élites revolucionarias, apoyando, pero intentando imponer condiciones y mejoras en su situación.
El académico sugiere: “Una revolución que se hace en nombre de la libertad, de la noble igualdad, fue interpretada de manera muy diversa por las distintas clases sociales. La legitimación de la revolución era que la soberanía regresaba al pueblo. Muchos se apropiaron de la causa y le asignaron distintos significados”.
Revolución cantaban las furiosas bestias
Fradkin hace hincapié en las tensiones entre las élites y “el bajo pueblo” (la plebe o, como era denominada despectivamente, el “populacho”). Este último constituye el objeto de estudio de Di Meglio. En Buenos Aires, una sociedad preindustrial, primaban los vendedores ambulantes, artesanos, gente que vivía de su salario y esclavos. Cada uno proyectó en la revolución la posibilidad de cierto ascenso igualitario y simbólico; trasladó allí sus disputas políticas, sociales, económicas, étnicas y raciales.
Claro que la sociedad colonial era completamente heterogénea y hay que correrse de una mirada exclusivamente porteña para entender los hechos. Complementa Di Meglio: en la Banda Oriental y Entre Ríos (donde surgiría el artiguismo), había una sociedad de paisanos (labradores, pastores, peones), que antes de la revolución vivía fuertes tensiones a raíz de los intentos de desalojo por parte de grandes explotaciones ganaderas. De allí, el concepto igualitarista desde su lema: “Nadie es más que nadie”.
Para los guaraníes, que eran pueblos que vivían en comunidades y habían sido parte del sistema jesuita, la revolución implicaba -también dentro del artiguismo- reconstruir una provincia jesuita sin jesuitas.
En Salta y Jujuy, los que en ese momento empezaron a llamarse “gauchos” conformaron un grupo de paisanos, peones, desertores, que se aglutinaron políticamente tras un programa que implicaba desafiar aspectos de la sociedad tradicional: por ejemplo, dejar de pagar arriendo.
Además, hay que tener en cuenta que, en 1810, el 30 % de la población de la ciudad era afrodescendiente. La paradoja era evidente: una revolución que se hacía en nombre de la libertad, como había ocurrido en Estados Unidos, tomaba lugar en una sociedad esclavista (entre 1778 y 1812 habían entrado legalmente más de 70 mil esclavos al Río de la Plata, sin contar los que ingresaron por contrabando).
La Asamblea del año XIII instituyó la libertad de vientres. Y los varones que ya eran esclavizados, encontraron en la guerra la posibilidad de cambiar su situación. Al entrar al Ejército, se convertía en “libertos”: ni libres, ni esclavos. “Era una promesa de libertad”, sintetiza el investigador del Conicet.
Luchadoras
Suele reconocerse el rol que desempeñaron ciertas mujeres de la élite. Es el caso de Mariquita Sánchez de Thompson y Melchora Sarratea, anfitrionas de tertulias donde se discutía política acaloradamente; o Macacha Güemes, hermana de Martín Miguel de Güemes, quien realizó tareas de espionaje, inteligencia y estrategia.
La figura de María Remedios del Valle, llamada la “Madre de la Patria”, también ha sido revalorizada. Ella fue una afrodescendiente que luchó en las invasiones inglesas y auxilió al Ejército Norte de Belgrano, convirtiéndose en capitana.
Juana Azurduy protagonizó la asonada chuquisaqueña que sacudió en 1809 las estructuras del poder virreinal y posteriormente tuvo un rol destacado, al frente de un ejército de indias, mestizas y criollas (apodadas “las Amazonas”), preparadas para dar la vida por la emancipación del yugo colonial.
El panorama es todavía más amplio. La participación popular incluyó a las mujeres, como muestran los documentos de la época. El Museo del Cabildo exhibe un panfleto anónimo de un varón que se quejaba de que estas no debían meterse en política, porque se la pasaban discutiendo sobre asuntos del gobierno (algo que iba contra los mandatos vigentes).
“No hay que pensar solo en las mujeres de la élite y trasladar su rol al conjunto de la sociedad”, elucida Fradkin. En las zonas mayoritariamente campesinas, ellas garantizaron la continuidad las unidades productivas y el comercio. En un escenario de guerra que se prolongó por años, formal o informalmente, miles de mujeres anónimas, campesinas, pero también indígenas y esclavas alimentaron a los soldados y formaron parte de los ejércitos, peleando, como instigadoras e incluso como líderes.
Final de juego
¿Cuándo terminó la revolución? Esa es probablemente la línea más difícil de trazar. “Generalmente, el fin de una revolución se da cuando la misma es derrotada o cuando se instaura un nuevo orden que quiere poner fin o estabilizar el proceso”, comenta Fradkin.
Los historiadores difieren en lo relativo a cronologías, pero la mayoría acepta que la revolución iniciada en Mayo duró al menos diez años (hasta la disolución del Directorio en 1820). Quizás más. En una década, entre otros cambios mencionados, consiguieron la independencia una serie de países nuevos, donde antes se hallaba el Virreinato del Río de la Plata. Además, quienes habían vivido bajo una monarquía, ahora se regían bajo el principio de que la soberanía estaba en el pueblo. Económicamente, se desgarró el sistema basado en las minas de Potosí y se pasó a un sistema de librecambio orientado a la exportación hacia Inglaterra y otros países europeos.
Fradkin enfatiza que las guerras independentistas continuaron hasta -por lo menos- la década de 1830 y que la construcción del nuevo régimen distó mucho del imaginado por los protagonistas de 1810. “De hecho, terminaron desilusionados. No querían acabar con la riqueza que proporcionaba Potosí, sino aprovecharla, por eso lucharon por integrar al Alto Perú”.
Los campos de fuerzas inestables, cambiantes y en constante enfrentamiento dictaron el devenir. Uno muy distinto al que podía tener en la cabeza cualquiera de esos hombres, reunidos en el Cabildo, en la noche del 24 de mayo.
JB
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