Cristian Alarcón: “El trauma es un enorme cráter al que uno se acerca con timidez y miedo”
Dice que se trata de una versión más de su modo anfibio de ver el mundo. Que se sube a escena con la misma inquietud que cuando le pidieron por primera vez escribir un pirulo mientras era pasante en un diario. Y que siente la gran responsabilidad que implica encabezar un proyecto así como creador del Laboratorio de Periodismo Performático de la revista Anfibia.
El escritor y periodista Cristian Alarcón estrenará a partir de febrero Testosterona, una performance armada alrededor de una experiencia autobiográfica: cuando tenía seis años, fue sometido a una supuesta “terapia de reconversión” que implicó la aplicación de inyecciones de testosterona durante meses. Ocurrió cuando sus padres empezaron a ver en él lo que pensaron que eran rasgos femeninos y lo obligaron a seguir el tratamiento con el fin de “curar” su homosexualidad.
Con dirección de la actriz y dramaturga Lorena Vega y acompañado en escena por Tomás de Jesús, el autor de El tercer paraíso, la novela que ganó en 2022 el premio Alfaguara, propone un dispositivo escénico donde se cruzan el biodrama, los experimentos nazis, las incógnitas del cuerpo, la danza, el deseo, la música, el arte visual y el periodismo.
“Las primeras experiencias de este tipo las hicimos en 2018 con Casa Sofía. No ha sido fácil convencer al resto del gremio que se aferra al instrumento periodístico puro por necesidad y urgencia. Y lo puedo llegar a entender porque la realidad impone que defendamos el oficio contra todos los agoreros que nos sepultan cada vez que pueden. Entonces, con toda lógica ha habido resistencia a creer en este modo de investigar, narrar e interpretar la realidad que se sale de todos los marcos y sobre todo del sacrosanto texto como aquello que es lo único que puede dar cuenta de la realidad”, reflexiona Alarcón ante elDiarioAR en una videollamada. Lo hace entre ensayos y a pocas horas de viajar a Santiago de Chile, donde Testosterona debutó el 16 de enero en el Festival Teatro a Mil. A partir de febrero, la performance podrá verse en el Teatro Astros de Buenos Aires.
“Los ensayos generales te dan una dimensión del dispositivo que inventaste que te sorprende a vos mismo y empezás a comprender que hay distintos niveles de presencia en la escena, porque de algún modo estás operando como performer, pero también como actor, en mi caso al mando de un cerebro y una sensibilidad extraordinaria y rigurosa como la de Lorena (Vega). Por otro lado, sos esa persona a la que estás interpretando, con lo cual se produce un efecto de autoespejo extraño que creo que servirá para suturar las últimas heridas depositadas en mi narcisismo trabajado lacanianamente. Entonces estoy ahí, con el volcán de fondo, con la marea que te hace ver cosas de tu propia intimidad. La performance de algún modo significa o conlleva un esfuerzo muy personal en un proceso de sanación que no termina nunca”, agrega.
—¿Cómo es para alguien con tu gran experiencia y con la cantidad de años de trabajo que llevás experimentar arriba de un escenario, ponerte como una suerte de novato en un dispositivo totalmente nuevo?
—Es una rendición interesante. Creo que lo que ocurre con una experiencia de este tipo es que uno vuelve a rendirse tal como estuvo dispuesto a aprenderlo todo el primer día que entró en una redacción. Nunca me voy a olvidar cuando hice la beca en Clarín, creo que fue en el año '95 o '96. Lo primero que me tocó escribir fue uno de esos textos cortos que van a un costado del diario en papel que tienen cinco líneas a los que en nuestro gremio llamamos pirulo. Escribir un pirulo era la iniciación de cualquier becario porque estaba prohibido que los becarios firmáramos notas. Éramos los reemplazos de los reemplazos. Un día me dieron para escribir un pirulo. Era una noticia divertida y la escribí lo mejor que pude. Y no recuerdo qué viejo editor vino atrás mío, lo leyó desde la pantalla y de repente gritó a toda la redacción: “Che, ¡acá tenemos otro poeta!” (risas).
—Lindo debut.
—Yo entendí el mensaje. Dejé de usar metáforas, comparaciones y sinónimos que no iban en un texto de diez líneas. Desde entonces recuerdo esto como un modo del camino que significa volver a estar en el lugar del aprendiz. Una rendición que es, en un sentido, de las herramientas de lo corporal, de los distintos modos de estar en escena. Pero que también es una rendición en torno al control, una forma de abandonarlo. Un ejercicio único, además, porque el periodista en general debe controlar el acceso y el chequeo de la información. Tiene sus hipótesis de trabajo, está permanentemente vigilado por otro que es un jefe en la estructura clásica de los diarios. Algo que a la vez los medios gráficos heredan de los modos del ejército: hay aprendices, cronistas, redactores, subeditores, editores, hasta directores. Es sumamente jerárquica la organización. Al mismo tiempo, cuando progresás y llegás a ser director tu tarea es controlar a los demás. No por una cuestión perversa ni psicopática, sino que tiene que funcionar todo de modo que alguien tenga los 360 grados de lo que se está produciendo. Y esa ha sido mi tarea durante los últimos 12 años. Fui muy líbero en las redacciones y después fui muy líder en los proyectos periodísticos. En Testosterona, en cambio, dejo las decisiones en manos de la directora y yo soy su performer.
Lo que ocurre con una experiencia de este tipo es que uno vuelve a rendirse tal como estuvo dispuesto a aprenderlo todo el primer día que entró en una redacción
—¿Tenés registro de cuándo o cómo empezaste a pensar en la testosterona, a nombrarla, a indagar sobre ella?
—Me ha costado mucho acercarme a la testosterona como objeto. Todo de algún modo se desató cuando escribí un poema que apareció en Cuerpo, el libro de Anfibia del año 2018 sobre el cuerpo contemporáneo en el que escriben muchísimos escritores y escritoras impresionantes de América Latina desde Gabriela Cabezón Cámara hasta María Moreno. Yo escribo ese poema, que en realidad debía ser un prólogo, y que vomito porque empiezo a recordar. La testosterona entonces viene de un modo imprevisto, totalmente novedoso, con el recuerdo de los viajes hacia la sala de primeros auxilios donde era inyectado en el ‘77. Así comienza hace ya más de cuatro años este proceso. Después en los diálogos con Dalia Granados, una performer con la que estuvimos trabajando primeras ideas, después con Lorena Vega a lo largo de los últimos 3 años y recién ahora soy capaz de acercarme a los materiales científicos de la testosterona. De hecho esta semana por primera vez pude leer con detenimiento un material que había tercerizado, porque había que darle ajustes finales a las escenas en las que aparece la información científica. Una información que por cierto no es tan clara: uno cree que en la ciencia va a encontrar respuestas absolutas y no es así, de ninguna manera. Las discusiones entre los médicos son eternas. Y más cuando te aproximás a algo tan pequeño, tan micro, como una hormona. El terreno de la endocrinología es un terreno de ambigüedades en donde la hormona no es más que una cosa ínfima que está en juego con otras, que debe ser transportada por otras, somatizada por otras, convertida en algo por otras, y todas esas combinaciones son las que terminan dando como resultado aquello que se expresa después como un dolor o como un síntoma en tu cuerpo.
—Aprendiste mucho del universo de las hormonas, entonces.
—Aprendí del mundo hormonal, sí. Aprendí que es un juego vital misterioso que nos confronta al abismo de lo humano desde la ignorancia que produce cada vez que uno se acerca y de cómo desconocemos lo más esencial de nuestro cuerpo. Pero esta semana al acercarme finalmente con mucho detenimiento, porque procrastino y yo ya entiendo qué significa la procastinación aunque lucho contra eso como todos lo hacemos siempre, me angustié. Eso me llama la atención porque no soy una persona angustiada o, mejor dicho, no suelo transitar la angustia con frecuencia. He trabajado mucho para ello. Y entonces ahí supe que hay algo del orden de la materialidad de la hormona a lo que recién comienzo a enfrentarme ahora. Que es una de las preguntas clave de la obra Testosterona: cuáles fueron las consecuencias de las inyecciones. Claro que las hay emocionales porque ahí lo primero que vemos es el trauma. Y el trauma es un enorme cráter al que uno se acerca con timidez y miedo. Bueno, yo con todo esto creo que me he acercado quizás demasiado o ya estoy en el interior. Pero, al mismo tiempo, eso es fantasmal porque si uno se casa solo con la idea del trauma quizás está dejando afuera otras cosas.
Uno cree que en la ciencia va a encontrar respuestas absolutas y no es así, de ninguna manera. Las discusiones entre los médicos son eternas. Y más cuando te aproximás a algo tan pequeño, tan micro, como una hormona
—¿Necesitaste correrte de ese lugar?
—Tal vez ubicarlo en algunas coordenadas. Porque estas inyecciones ocurrieron en un tiempo histórico preciso como la dictadura, en una década precisa como la de los ‘70, en un mundo en el que la humanidad consideraba a la homosexualidad una enfermedad. Con dos sujetos como mis padres que venían de una clase social determinada: mi madre enfermera, mi padre electricista. En sus modos de comprender el mundo hay que inyectar para sanar, hay que hacer conexiones entre circuitos electrónicos para hacer funcionar una máquina. La máquina que sea, la máquina del cuerpo. Aparece así una maternidad vinculada al cuerpo enfermo al que hay que curar y una paternidad vinculada a las máquinas que deben funcionar más allá del hombre. ¡Son como una especie de pareja precursora del cyborg! Entonces esta dificultad para relacionarme con la hormona como objeto empieza recién a emerger en el final de este proceso. Y es algo que queda pendiente y que va a seguir ocurriendo, porque lo más interesante quizás de una pieza de periodismo performático es que está viva y que puede seguir siendo modificada a medida que vaya ocurriendo. Me da muchísima ilusión pensar que además esto va a ocurrir mientras esté escribiendo un nuevo texto, que no sé realmente lo que va a ser pero sé que va a existir.
—Lorena Vega señaló en más de una ocasión que le gusta pensar a las personas como archivos. Ella lo hizo con Imprenteros y ahora trabajaron juntos en la dramaturgia de Testosterona, luego de que vos mismo a lo largo de tu carrera indagaras en los archivos de otros para meterte ahora con los propios. ¿Cómo pensaste este tránsito?
—La idea del archivo afectivo me parece fascinante como material para el arte contemporáneo y para todas las disciplinas, porque en realidad la interdisciplinariedad o la multidisciplinariedad que implica el mismo concepto de anfibio con el que yo trabajo desde mucho antes de crear la revista junto a Mario Greco en la Universidad de San Martín se actualiza cada día más. Hay una línea que es la del poder de la imaginación y hay otra línea clara que actúa con fuerza en la literatura contemporánea y que proviene justamente del trabajo con los archivos personales. En el caso de Testosterona se trata de una multiplicidad de archivos, porque están los archivos familiares en donde hay una memoria muy esquiva y una cerrazón absoluta de parte del mundo médico que niega la existencia de este tipo de tratamientos. Aunque entrevistes a los mayores especialistas, es muy difícil que un médico hoy te reconozca que esto ocurrió aunque todos ellos lo sepan. Los archivos médicos son archivos muy frágiles porque las instituciones los destruyen. El Estado, en cambio, cuanto más fuerte se propone, conserva más archivos. Están los investigadores de un maravilloso documental sobre Carl Værnet, el endocrinólogo danés que inyectó testosterona en campos de concentración alemán a homosexuales para convertirlos en heterosexuales y terminó en la Argentina. Ellos encontraron el documento en el que se demuestra que el médico es contratado en el Ministerio de Salud de la Argentina cuando se refugió acá. Esta combinatoria es una combinatoria que requiere de un esfuerzo superior porque te hace enfrentar a un silencio construido justamente en base al olvido en término de archivos afectivos. Está la negativa a hablar y el silencio consciente de los propios actores, además del silencio de los gays o de personas que nunca se asumieron, de mi generación o más grandes, que también fueron víctimas de la misma política eugenésica de inyectar para “convertir”. Yo, por ejemplo, me outeé, me asumí que era gay después de estar de novio seis años con una mujer maravillosa. Tenía 23 años más o menos. En ese momento creo que era el primer gay outeado de nuestro sindicato (risas). Prácticamente no había. Excepto los militantes, los que estaban en la Marcha del Orgullo. Pero incluso en los años 90 todavía había personas que iban con máscaras. Lo que quiero decir con esto es que existió esta biopolítica aplicada a los cuerpos, que se reflejaba no solo en un tratamiento de conversión con hormonas sino que se ejercía de múltiples maneras. La sociedad lo ejercía. Por eso en Testosterona no hay únicamente dos padres culpables, ni una médica culpable, ni una psicóloga culpable. Tuvieron una participación, sí, pero en un contexto en el que la humanidad hacía eso.
Estas inyecciones ocurrieron en un tiempo histórico preciso como la dictadura, en una década precisa como la de los ‘70, en un mundo en el que la humanidad consideraba a la homosexualidad una enfermedad
—Te interesa pensar en la época, en el contexto, lo que se debe esperar de un varón.
—Es que en Argentina parece que somos progres desde hace 40 años (risas). No, no, la progresía argentina es recién nacida. Me refiero a los temas más liberales de la agenda, como las identidades o las diversidades. A la mayoría de nosotros, de los inyectados con testosterona, se nos dijo que lo hacían porque teníamos hipogonadismo, es decir que nuestros testículos no bajaban e íbamos a ser estériles. Y en algunos casos puede haber sido cierto: el hipogonadismo se manifiesta en los bebés hasta los 2 o 3 años y se puede revertir. Pero algunos médicos intentaban hacerlo con inyecciones de una enzima que opera sobre los testículos, pero que no es testosterona y es algo que se intenta una vez por semana. En la mayoría de los casos, y esta es mi hipótesis, se construyó esa narrativa para que los niños nos dejáramos inyectar. Por eso hablo de un mandato masculino de la reproducción, de cómo la narrativa de si sos macho debés tener hijos opera tan eficazmente sobre las subjetividades para enderezar el destino de alguien que intenta ir por otro camino.
—En una nota leí que, más allá del trasfondo cruel de esta historia, más allá de que remita a un trauma, también intentaron pensar en cierta zona lúdica para armar la performance. ¿Cómo fue esto?
—Yo tengo que dar cuenta de una vida bastante feliz. Hice la tarea también: tuve una terapeuta que puede haber participado, aunque ella no niegue, a la hora de pensar en este proyecto de este varón que fui en mi infancia en manos de adultos. Pero también del que yo me fui sustrayendo. Entonces fui buscando la más plena libertad que pude conseguir, con errores, con arrepentimientos, con culpas, descubriendo capas y capas y capas de mí y sabiendo que nunca eso no va a terminar porque en realidad somos un misterio hasta que nos morimos. La idea de que nos vamos a conocer es apenas un impulso vital que tenemos. Al mismo tiempo, uno se conoce cada vez más y toma decisiones más conscientes. Claro que uno también puede dañar cada vez menos, a pesar, incluso, de todo lo dañinos que somos como humanos. Pero el camino es un camino de trabajo. En mi caso, el trabajo psicoanalítico, que ha sido importante. A medida que te gana el impulso del atrevimiento de experimentación, uno aprende que también pone en riesgo mucho. En este sentido pienso que es importante lo lúdico. Sin lo lúdico, todo esto solo sería un ejercicio autocomplaciente o quizás lacerante en torno al concepto de uno mismo. Es en lo lúdico donde se pierde el objetivo, porque uno puede comenzar con un objetivo pero debe perderse en el laberinto del juego. Y es en esa esquina impensada del juego en donde surge el sentido. Es decir, lo lúdico como método para encontrar el sentido y no la reflexión cartesiana con el método académico o la pregunta racional como base. Me interesaba más el desvío hacia ese desgobierno que es el juego, que incluso en ese desgobierno tiene sus reglas. Entonces creo que la obra termina siendo un dispositivo que plantea un camino de profundidad y que no esquiva el dolor pero que no se queda de ningún modo ahí. Porque entiende que lo vital es algo mucho más complejo que eso y que también existe de verdad un plano en el que bailamos, festejamos, celebramos y gozamos, a pesar de todo.
En Argentina parece que somos progres desde hace 40 años. No, no, la progresía argentina es recién nacida. Me refiero a los temas más liberales de la agenda, como las identidades o las diversidades
—En un texto de la escritora Sonia Budassi sobre la performance, me llamó la atención una imagen que ella recupera, que tiene que ver con tu madre como alguien que está todo el tiempo hablando del fin del mundo. Para ella todo es el fin del mundo, todo entra en esa categoría: romperse un dedo, que una vecina no te salude, una enfermedad terminal, lo que sea.
—¡Mi madre se anticipa a todas las distopías y lo hace 40 años antes porque ve el fin del mundo en 1970! (risas). Y creo que por eso no me quería traer al mundo. Ella siempre cuenta que pasó tres meses en el hospital inmóvil para poder preservar su embarazo hasta que nací. La última vez que estuvo en Buenos Aires fue al médico y le hicieron pruebas de memoria. Las hizo todas perfectamente, pero lo único que no pudo contestar fue la fecha de mi nacimiento. Dijo que era 2 de enero cuando era el 26 de diciembre. Entonces yo le digo: “Estoy viviendo en el futuro”. (risas). Creo que todo esto y que crecer escuchando sobre el fin del mundo fue un aprendizaje. Por momentos muy difícil, como en esos momentos de las inyecciones. Ignoro qué pasaba en esos dos años, de hecho me olvidé de la primera inyección hasta que salí del tratamiento. Creo que ocurrieron otras cosas, aunque no sé si algún día me lo voy a poder responder. No sé si estoy dispuesto a hacer hipnosis o alguna terapia particular para desandar ese agujero de oscuridad que el trauma ha creado para protegerme. Seguramente era algo peor incluso que aquello que se me ha permitido recordar. Los ejercicios de la memoria pueden ser sanadores o no. A veces uno no está dispuesto –y no tiene por qué estarlo– a recordar. Es un derecho el olvido. En este caso, rápidamente entendí que ella no siempre hablaba en serio. Porque si hay algo que ha hecho que sobrevivamos los Alarcón a nosotros mismos, y que sobrevivan otros a nosotros, es que no podemos transitar la vida sin humor. Si no hay ironía en la tragedia no sabemos cómo hacer. Entonces, de algún modo el fin del mundo irónico de mi madre quizás haya sido como la receta, el mapa para confluir también en esta experiencia auto-irónica que es Testosterona.
AL/JJD
Testosterona se podrá ver a partir del 8 de febrero en el Teatro Astros de Buenos Aires (Avenida Corrientes 746, CABA). Más información, en este enlace.
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