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Opinión

Que la crítica al racismo no sea un fulbito para la tribuna

Focalizarse en el patrullaje de las palabras de las canciones de cancha tiene sentido si no es un mero gesto para marcar una superioridad moral.
4 de agosto de 2024 00:15 h

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Ya corrieron ríos de tinta y horas de radio y televisión sobre la canción con expresiones racistas y homofóbicas que la Selección dedicó a su par francesa y a Kylian Mbappé. El escándalo trascendió las fronteras del país y se replicó por todas partes, en especial en Francia, cuya Federación de fútbol presentó una denuncia formal que ahora tramita la FIFA. En la Argentina hubo toda una disputa acerca de si Messi o el seleccionado debían o no pedir disculpas, que le costó el cargo a un alto funcionario. La vicepresidenta de la Nación aprovechó para fingirse abanderada de la dignidad nacional y del antiimperialismo, negó que la Argentina sea un país racista o que deba pedir disculpas a nadie, y mandó a Francia a hacerse cargo de su pasado colonial (una bravuconada especialmente patética viniendo de un gobierno tan genuflexo ante Estados Unidos que planea adoptar su moneda). Mientras todo esto sucedía, el centrocampista Enzo Fernández ya se había disculpado por haber difundido el video con el fatídico canto. 

Lo digo rápidamente, porque quiero hablar de otra cosa: los jugadores negros de Francia tienen toda la razón en sentirse agredidos, la canción es horrible y las disculpas son de rigor. La pretensión de Villarruel y tantos otros de que en Argentina “no hay racismo” es ridícula: por supuesto que aquí hay racismo. Mucho, mucho. Mucho.

Al mismo tiempo –y sin que esto relativice en nada lo anterior–, es cierto que, de un tiempo a esta parte, algunos países que creen estar avanzados en su multiculturalismo nos vienen dando lecciones de buenos modales y aportando a lo que ya es un verdadero estereotipo: “Argentina es un nido de racistas”. El prejuicio se reactivó en 2022, en aquella discusión en la prensa estadounidense, bastante inconducente, acerca de la ausencia de afrodescendientes en nuestro seleccionado. Las redes sociales lo multiplicaron con decenas de historias fantasiosas, absurdas, para público angloparlante, sobre un supuesto “exterminio masivo de millones de afrodescendientes” en el pasado nacional y hoy el episodio de Enzo Fernández parece confirmarlo. El estereotipo, además, suena creíble porque se monta sobre otro, más antiguo, según el cual la Argentina fue el gran refugio para los nazis luego de la Segunda Guerra mundial. Ya expliqué en otra de mis columnas por qué no hay fundamentos para esa imagen que, por razones políticas, echó a rodar Estados Unidos en la década de 1940 y que nos persigue desde entonces. 

Lo digo una vez más para que no haya confusiones: Argentina sí es un país racista. Pero corresponde decir que no se destaca particularmente por eso: el racismo es un flagelo presente en casi todos los países. Y ciertamente, ni Francia, ni Inglaterra, ni Estados Unidos están en condiciones de darle lecciones de antirracismo a nadie: la lista de sus violencias pasadas y presentes contra personas y pueblos no-blancos, dentro y fuera de sus fronteras, es interminable y supera amplísimamente a cualquiera que se haya registrado en América Latina. Tampoco pueden sacar pecho por el modo en que tratan hoy a sus propios ciudadanos no-blancos. Mbappé lo sabe mejor que nadie.

El racismo que haya o deje de haber en la Argentina no queda demostrado en un canto futbolístico. No es allí donde vamos a encontrarlo. El fútbol tiene sus propios códigos: el de las canciones de cancha es herir todo lo posible al equipo rival, valiéndose de lo que sea que pueda molestarle. Lo que sea. Lo ha demostrado Raanan Rein, un gran historiador israelí, a propósito de los cantos contra los judíos que Chacarita Juniors dirige a la hinchada de Atlanta. Rein mostró que no son necesariamente indicativos de la presencia de prejuicios antisemitas: los hinchas de Chacarita no son nazis por las barbaridades que les cantan a los de Atlanta (que por otra parte ni siquiera suelen ser judíos). Al salir de la cancha, el supuesto prejuicio no se verifica. Tampoco las terribles canciones que debe soportar el Deportivo Armenio, con alusiones al genocidio que los turcos produjeron en 1915, tienen nada que ver con las relaciones que, fuera de la cancha, pueda tener un hincha con la nación turca ni con los descendientes de armenios. Posiblemente no sepa ubicar Turquía ni Armenia en un mapa. Tampoco el “tano/gallego hijo de puta” contra Deportivo Italiano o Deportivo Español indican un odio a esas colectividades. Todo esto se canta para provocar y molestar a la otra hinchada, no como expresión de xenofobia o de racismo. Los que cantan pueden o no ser racistas: el punto es que no lo vamos a determinar escuchando su canción.

El racismo es algo demasiado importante como para que lo discutamos de manera superficial y en los términos banales que a veces nos proponen. ¿Sería mejor que los cantos de cancha eviten mentar a los padres de Mbappé o amenazar con convertir en jabón a los hinchas de Atlanta? Obviamente que sí. Pero tenemos que tener en claro que el racismo no se juega ni remotamente en el control de las palabras (mucho menos las de una cancha). 

Hay una lógica perversa y bastante hipócrita en ciertos modos de plantear la cuestión, muy habituales en los países del norte, que reducen el combate contra el racismo a una cuestión de respeto por la identidad del otro. Sería un problema que tiene que ver fundamentalmente con los prejuicios personales y que se resuelve apenas conseguimos “educar” al prejuicioso para que deje de serlo. O, peor, cuando logramos que se abstenga de manifestarlo de manera explícita. Como si el racismo desapareciese porque alguien aprende a no decir ciertas palabras o ciertas expresiones. ¿A uno se le escapa alguna? ¡Que pida disculpas! ¿Las pidió? Listo: patrullaje de la lengua y problema resuelto. Como la absolución del cura, el ritual del pedido de disculpas lava las culpas. Y que el resto siga como siempre.

Los prejuicios y estereotipos raciales importan porque (y cuando) conectan con las desigualdades materiales y con las violencias reales que afectan las vidas de las personas. Quienes tienen la piel más oscura no dejan de padecer racismo cuando se acaban las canciones o las palabras inapropiadas, porque lo que afecta sus vidas es sobre todo que su color las hace merecedoras de peores trabajos, de sueldos más bajos, de menos oportunidades de acceder a posiciones de autoridad o prestigio, y más propensas a recibir balas y apremios policiales, cuando no bombas de aviones que dicen llevarles “libertad”. 

El foco en el control de las palabras nos invita a perder de vista justamente eso: el aspecto material, de clase, sistémico del racismo. Porque un argentino o un francés pueden aprender a mantener el pico cerrado y a quedar así a salvo de acusaciones, pero de todos modos seguir siendo parte de la maquinaria racista. Y al revés, alguien puede tener la boca muy suelta o incluso dispuesta al insulto veloz, pero ser mucho más democrático en sus interacciones reales. Lo muestran las encuestas: en la Argentina, los insultos xenófobos o racistas son más frecuentes en el mundo popular que en el de la clase media. ¿Porque los pobres son más prejuiciosos? No: simplemente porque tienen menos incorporado el hábito de controlar su lenguaje y su fachada pública. Pero, a la vez, el mundo popular es mucho más integrado e inclusivo de lo no-blanco que el mundo de las clases media y alta. En las villas pueden sobrar insultos a “negros” o “bolitas”, pero a la hora de tejer lazos de amistad, de amor o de compañerismo, los prejuicios y la segregación son mucho menores.

Para decirlo con un ejemplo, el problema no es de “aceptar al diferente”, de tener un lenguaje neutro y bien cuidado. Racismo es que personas de tez blanca monopolicen la propiedad inmobiliaria en Buenos Aires y puedan obtener rentas alquilando sus departamentos a turistas alemanes en Airbnb, mientras sus empleadas domésticas migrantes viajan cada día cuatro horas desde un asentamiento de Ezeiza, porque están excluidas del acceso a la ciudad. Por supuesto que ellas preferirán no tener que escuchar, además, una canción de cancha que las insulte. Pero la opresión que padecen ni siquiera empieza a resolverse porque la gente aprenda a no decir cosas inapropiadas o porque se disculpen si las dicen.

Controlar el discurso, focalizarse en el patrullaje de las palabras, tiene sentido si no es un mero gesto para marcar una superioridad moral, si no es un sermón que da quien maneja bien el arte de no incomodar, pero sigue gozando de sus privilegios sin cuestionarlos. Sirve, si está en función de poner en discusión las bases de clase, materiales y geopolíticas del racismo. Si no, corre el riesgo de ser mera hipocresía o, peor, una estratagema para desviar la discusión hacia un terreno estéril.

Bienvenidísimo el debate antirracista. Lo necesitamos. Pero que sea desde abajo y desde el sur.

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