El día de la marmota
El largo siglo XX, ese que para Occidente había empezado en Francia con los sollozos del Affaire Dreyfus, terminaba en EEUU con una explosión cuadrafónica. A partir de entonces, para quienes en periodismo cubrimos Política Internacional el 11-S sería un eterno día de la marmota encapsulado, hundido en fragmentadas esquirlas de aristas cortantes, en cada uno de nuestros días. Al clímax de redondo aniversario de este sábado lo arruinó el empeño que dedicó EEUU para poder decir “ausente con aviso” el día que ya no iban a tomar lista. Antes de los balances elegíacos o agoreros o condescendientes o burlones por las dos décadas escurridas desde el desenfrenado derrumbe de las dos inconsistentes Torres Gemelas, más frágiles de lo que sus moles mentían al ojo, el presidente Joe Biden canceló en público para siempre una ciclo de política exterior cuya orientación rectora guiaban el memorial de agravios y las tablas de sangre dictadas por la derrota del Pentágono y de la Defensa y justificadas por el desvelo para dotar a la ciudadanía de una Seguridad nunca más vulnerable por el terrorismo islámico y sus aliados. Ese objetivo lo dio Biden por alcanzado con imperfecciones cuya enmienda sólo quitaría recursos, siempre escasos, a la capacidad de vencer en los nuevos desafíos, la competente economía de China y la idónea hostilidad cibernética y diplomática de Rusia.
En la foto del 11 de septiembre de 2021 faltarán tropas norteamericanas en Afganistán, para regocijo del católico Joe Biden en Washington, pero para más relamido regusto de los talibanes que ríen último y mejor en Kabul. De todo cuanto hoy se evocará y reflexionará largamente, conviene retener el más sucinto crédito. Es un inventario quebrado de las pérdidas y víctimas de un día de hace 20 años seguidas por las muchas más que vinieron después , declarada una Guerra al Terror que se especializó en aquel que invocó el nombre del Profeta Mahoma. Desde que el convencional Maximiliano Robespierre, en el año II de la Revolución Francesa, corrigió al demasiado teórico filósofo político ilustrado Montesquieu y definió el Terror como el otro brazo de la República para quienes no se convencen por la sola Virtud, la definición más simple del Terror es el otro, y el otro fue para EEUU el Islam, y viceversa.
Sabemos que EEUU invadió, mató, gastó, fracasó y se retiró de Afganistán y de Irak, que Barack Obama autorizó una muerte voyeurista ejemplar para el árabe saudita Osama bin Laden acosado en su bunker pakistaní, que en 2001 la Casa Blanca alojaba como inquilino al republicano George W. Bush, que renovó el arriendo y se quedó por ocho años. y que desde enero hay ahí un demócrata que probablemente nunca se quede más allá de sus primeros cuatro años de contrato. Todo el resto ayuda menos, miserablemente poco para acercarse a entender qué pasó y delinear qué pasará, quién ganó, quién perdió, quién ganó y perdió, qué hemos perdido cuando nos parece muy dudoso que nada hayamos ganado.
A partir del 11-S empezó a obrar, en la política internacional, un coeficiente de deformación cada vez mayor. La infección llegó desde la política exterior de la hiperpotencia única. Si Washington empezó a serlo cada vez menos, distraída por sus ejes del Mal del papel protagónico que desempeñaba China en cada vez más escenarios a los EEUU no miraba, fue en primer término consecuencia de su propio obrar. La laxitud del gobierno norteamericano, republicano o demócrata, a la hora de considerar las causas y calibrar los efectos de su onerosa acción global se volvió rutinaria y una desenvuelta imprevisión y despreocupación, en especial, de las consecuencias no queridas de actos y decisiones se volvió ruinosa constante. Pero aun volviéndose rutinaria nunca se tornó regular, y por eso se volvía más difícil, desde sus pares europeos como desde el patio trasero latinoamericano, enhebrar sentido y significado para cada noticia y cada nota de política Internacional.
El mensaje de Biden de que la Guerra contra el Terror pertenece al pasado encontró confirmación sádica en que todo esté ahora en Afganistán tal como en el pasado. Como si los veinte años de Guerra contra el Terror hubieran sido un paréntesis en una historia que Washington pausó sin cambiar, y cuyo curso interrumpió sin desviar. Biden dio de baja de la contabilidad nacional la más prolongada y menos indirecta de las consecuencias militares y geopolíticas del exitoso ataque de la organización al-Qaeda contra el World Trade Center, el resguardo militar del Afganistán urbano. Como si el partido perdido pudiera convertirse en campeonato no jugado por decisión ejecutiva personal del presidente norteamericano en funciones. Si con esto se entrevé cuán ocioso resulta completar el catálogo de efectos y secuelas remontándose al 11-S, tanto más ociosa es la lista de contrafácticos consolatorios que enumera ucronías y utopías de un universo paralelo donde Bush Jr se hubiera limitado a cazar a Osama bin Laden y no hubiera invadido Irak con ese envión patriótico vengativo para el que es arduo concebir estímulo más apto o inmediato que el 11-S.
20 años de 11-S todos los días
La historia, de contarse, ni es una, ni es breve, ni es única.
En el verano de 1988, una docena de hombres, todos del medio Oriente, se reunieron en la ciudad fronteriza pakistaní de Peshawar para crear una unidad de combatientes islamistas comprometidos y experimentados que pudieran desplegarse donde los musulmanes necesitaran su protección. Su nombre sería al-Qaida. Trece años después, al-Qaida y Bin Laden serían responsables de los ataques del 11-S. Veinte años después al-Qaida, diga lo que diga Biden, está con nosotros. Las investigaciones sugieren que los grupos terroristas -admitamos el nombre- generalmente sobreviven entre cinco y diez años, o incluso menos, por lo que este es un logro indudable. La primera ventaja obvia de la que ha disfrutado al-Qaida han sido los fracasos y debilidades de sus adversarios con el argumento de que estos defectos se deben a un rechazo del verdadero camino mostrado por los textos sagrados y las tradiciones del Islam resuena más fácilmente.
Después de Dallas 1963, cuando las balas de un escasamente espontáneo francotirador mataron al primer presidente católico de Estados Unidos, todo cambió en el país y en el mundo. El vice Lyndon B. Johnson lo sucedió y la guerra de Vietnam se volvió más cruel, monotemática y obsesiva. En el terreno, y en las mismas pantallas cotidianas de los televisores donde millones habían visto en vivo y en directo el magnicidio de John F. Kennedy. En Dallas, al terminar 2016, un francotirador negro mató a cinco policías blancos al fin del segundo mandato del primer presidente negro en la Casa Blanca, también un demócrata. La incontenible espiral de enfrentamiento racial y social fue decisiva en ese noviembre cuando doscientos millones de norteamericanos eligieron a quién fue el sucesor de un Barack Obama cuya presidencia fue rica en logros a medias para la población afroamericana. Pero con números récord de deportación de migrantes de América Latina, la misma que había nutrido los números reales pero no los nombres legales de las víctimas del 11-S: eran sus “rostros sin voz”.
Una paradoja había marcado la primera presidencia Obama, electo en 2008 en su primer periodo después de ocho años del militarismo militante del republicano George W. Bush. Las invasiones y guerras de Afganistán e Irak que siguieron al ataque a las Torres Gemelas en 2001 fueron buenas para negros pobres e hispanos pobres: ofrecen trabajos calificados bien pagos, para los que combaten en el exterior, y beneficios sociales de vivienda, educación y salud para las familias de estos soldados. Más todavía en unas Fuerzas Armadas que, después de la derrota en Vietnam en 1975, ya no obtiene su personal de la conscripción obligatoria de ciudadanos, sino del mercado de la mano de obra no calificada. La misma que votó a Donald Trump, y la misma que ahora Biden busca promover con el billón de dólares que le cuesta hacer aprobar en el Congreso. Tal vez ese voto que busca, ese gasto por el que quiere ser recordado, haya acicateado más que cualquier otro móvil a Biden para retirar las tropas de Afganistán. Un gasto menos, extinta ya una pasión inútil.
AG
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