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Opinión

Un episodio de la dictadura del capital

La mayoría de las veces no conocemos los nombres de quienes mandan. Tan solo, a veces, reconocemos los de sus mandaderos políticos.
21 de julio de 2024 00:10 h

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En estos días asistimos a una disputa entre el gobierno nacional y el de la provincia de Buenos Aires en torno del Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI), aprobado en junio en el marco de la Ley Bases gracias a esa coalición multipartidaria que hoy apoya a Milei. Explico, porque la mayoría de la gente nunca se enteró de qué se trata. El RIGI es una norma orientada a dar privilegios a las grandes empresas transnacionales para tentarlas a que inviertan en la Argentina. Entre otras cosas, les otorga beneficios fiscales (pagan menos impuesto a las Ganancias y menos cargas sociales), beneficios aduaneros (no pagarán derechos de importación para ciertos bienes) y beneficios cambiarios (podrán liquidar una parte de sus dólares en el mercado libre, en lugar de hacerlo con la cotización oficial). Además, el Estado se compromete a mantener esos privilegios durante al menos 30 años. Es decir que durante tres décadas podremos cambiar de gobierno, el Congreso podrá aprobar las leyes que considere necesarias, pero nadie podrá tocar el RIGI. 

Que todo esto es literalmente un privilegio es indiscutible: las empresas que no sean muy grandes, locales o extranjeras, no podrán acceder a ninguno de estos beneficios. Es una ley pensada solo para magnates, que así competirán con reglas que los favorecen. Bienvenidos al mercado real. 

Pero además es un privilegio inaudito respecto de quienes vivimos de nuestro trabajo. ¿Quién, en la inestable Argentina, puede soñar con una previsibilidad tan sorprendente? ¿Alguien nos garantiza a los asalariados que mantendremos nuestro empleo o nuestro nivel de ingreso durante 30 años? ¿Por qué no merecemos que nos aseguren que no nos aumentarán los impuestos por todo ese tiempo, o que la prepaga siempre se llevará la misma proporción de nuestro salario? Como expliqué en otra columna, el derecho a la previsibilidad y la perspectiva de la incertidumbre están desigualmente distribuidas: el primero es patrimonio exclusivo de las clases altas, la segunda es el menú fijo que sirven en el comedor de las clases media y baja. 

Pero eso no es todo. Ya que es lícito atarle las manos al Poder Ejecutivo y al Congreso durante muchos mandatos ¿por qué no podría un gobierno tomar cualquier otra decisión e imponerles a sus sucesores que la mantengan? ¿Por qué no decidir, por ejemplo, que la inversión en Educación deberá ser del 10% del PBI, e imponerlo como norma irrevocable de cumplimiento obligatorio a los gobiernos que vengan en los próximos 30 años? Si propusiésemos algo así, nos dirían que es antidemocrático, porque significa que un gobierno puede atar de manos a sus sucesores y, por ello mismo, al pueblo soberano, que después de todo tiene el derecho a cambiar de idea. Pero si es en beneficio de empresarios, ese prurito parecería estar fuera de lugar: una inversión bien vale poner en suspenso la soberanía popular, congelarla, volverla impotente, letra muerta, durante el tiempo que haga falta. Hoy son 30 años, mañana quizás 50 o 100. ¿Por qué no? Bienvenidos a la democracia real.

Pero vayamos a la disputa entre la provincia de Buenos Aires y la Nación. Resulta que desde hacía años YPF venía negociando una inversión millonaria en Bahía Blanca en asociación con una empresa extranjera. El acuerdo estaba listo hasta que llegó Milei. Ahora YPF exige al gobernador bonaerense que confirme que la provincia de Buenos Aires adherirá al RIGI, bajo amenaza de que, si no, se llevarán la inversión a la provincia de Río Negro, que ya adhirió en trámite exprés. Detengámonos un momento en la escena. Una empresa busca forzar un cambio político que el representante de la ciudadanía, elegido democráticamente, no desea adoptar. Cuenta para ello con su poderío económico, pero también con algo más: con la competencia que puede azuzar entre dos provincias que ansían captar esa una inversión que, presumiblemente, las beneficiaría. Una de ellas, que corría con las de perder, se apuró a ofrecer todos los privilegios del RIGI. La otra no quiere hacerlo, pero tampoco quiere perder la apuesta. No sabemos todavía cómo terminará la situación. El gobernador Axel Kicillof reaccionó en principio malhumorado, pero ya está ensayando maneras de concederle a los inversores algo equivalente a lo que les da el RIGI. Todo indica que, por una vía o por la otra, los empresarios ganarán los privilegios que reclaman. 

Este pequeño episodio es una muestra de una dinámica que viene afectando a diversos Estados a lo largo del planeta desde hace 50 años o incluso más. Se la suele llamar “competición a la baja” o “carrera hacia el abismo”. Como Río Negro y Buenos Aires, cada país, especialmente los más pobres, se ve empujado a jugar una carrera con los otros para ver quién promete a los empresarios un trato más ventajoso. El menú de lo que ofrecen incluye pagar menos impuestos, contratar mano de obra más barata y con menos derechos (“flexible”, le dicen), someterse a menos regulaciones, contaminar lo que necesiten sin pagar los costos. En posición de poder, el empresario observa con calma a los países, busca el mejor postor, asusta a uno con irse con el otro. Va ganando así cada vez más ventajas a costa de todos. Un país será el elegido para esa inversión puntual y cantará victoria. Pero, visto en el mediano plazo, la dinámica significa que todos los Estados van resignando renta, perdiendo la posibilidad de que los impuestos los paguen los verdaderamente ricos, haciendo la vista gorda a todos los abusos. Y, sobre todo, viendo cómo la democracia se vuelve una receta para la impotencia, un juego bobo, una fantasía cada vez menos creíble que invita a los pueblos a imaginar que las decisiones están en sus manos cuando, en verdad, lo están cada vez menos.

No vivimos en un sistema democrático. Ni en Argentina ni en ningún otro sitio. Una porción considerable y creciente de las decisiones que afectan nuestras vidas es totalmente inmune a lo que pase en las urnas. Deciden otras personas, en otros sitios. La mayoría de las veces ni siquiera conocemos sus nombres ni sus rostros. Tan solo, a veces, reconocemos los de sus mandaderos políticos. Sobre todo en Argentina, donde se repiten tanto en la función pública.

 EA/DTC

 

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