La pareja del obsesivo
Se puede decir que cada pareja es un mundo, pero ¿no sería una obviedad? A veces nos alcanza con decir lo obvio para no pensar, para quedarnos tranquilos y que nadie diga nada que nos conmueva. Mucho menos cuando se habla de parejas, no sea cosa que alguien diga algo que –a pesar de ser errado– nos empuje a pensar.
Este es el problema del pensamiento, que necesita partir del error. Si algo está bien dicho de entrada, lo más probable es que no se haya dicho nada y todos tan cómodos como siempre, como nos gusta estar –aunque nos hagamos los arriesgados, los que tocan los límites y, por ejemplo, ponen en cuestión lo establecido. Lo bien dicho, es una maldición.
Es preferible pensar desde el error, como cuando se dice algo sobre parejas y enseguida está quien responde: “Eso es una generalización”, de manera defensiva. No, es más que una generalización; es algo peor, es una estupidez, pero está dicha solo para generar resistencia, porque el pensamiento está en la fricción, en el roce y el desgaste, no en el asentimiento de quien lee y dice: “Qué interesante”.
A mí me gusta mucho pensar con generalizaciones. En particular porque las encuentro disparatadas. Las generalizaciones me parecen ridículas, pero ridículos también somos los seres humanos. Situar una tendencia, una orientación, una habitualidad a partir de una idea general, permite un hallazgo: a nadie le gusta sentirse común; a veces creemos que lo singular es una forma de la excepcionalidad. Esta es una versión histérica. Nuestra singularidad no nos hace únicos, más que en el modo en que llevamos a cuestas la ridiculez compartida.
Por esto hoy quisiera escribir sobre un asunto tan típico y ordinario como “la pareja del obsesivo”. ¿Por qué hablo del obsesivo y no del histérico, el esquizofrénico, el paranoico, etc.? ¿Por qué recurro a un tipo clínico, encima para deslizar que hablo del obsesivo varón? Primero, porque los histéricos, los esquizofrénicos, los paranoicos, etc., no suelen tener tantos problemas para hacerle lugar al otro como sí lo tiene el obsesivo. Es cierto que ese lugar puede no ser muy amable, como le ocurre al paranoico que hace pareja con su perseguidor; pero el lugar del otro está de alguna forma asegurado. El obsesivo, en cambio, tiene solo un lazo de fidelidad: su síntoma obsesivo.
Por otro lado, que escriba sobre varones es más una costumbre; sobre todo porque me interesa subrayar el sufrimiento viril en un mundo que dice cómo deben ser los varones, qué cambios tienen que hacer para ser queridos, pero con poca capacidad para comprender sus dificultades y movimientos internos.
En este contexto, el varón obsesivo es –por partida doble– el candidato menos atractivo para una relación amorosa. Es cierto que, en un primer momento, puede mostrarse servicial y amable, incluso dadivoso; pero con el tiempo siempre aparece la hilacha y sus mezquindades afloran, así como detrás de cada uno de sus dones se lo escucha decir: “Con todo lo que hice por vos”.
El obsesivo ama –sobre todo– sus síntomas: lo que tiene que hacer, sus obligaciones, el orden reactivo que apenas sirve para tranquilizarlo interiormente; y aunque incluso sepa que todo eso que hace no es más que para calmar sus angustias y ansiedades, no puede dejar de hacerlo. Quien ose hacerle alguna observación al respecto, es odiado y rechazado.
En el mejor de los casos el obsesivo puede escuchar al otro, pero nunca deja de agregar: “Entiendo lo que me decís, pero no era la forma”. El obsesivo hace de la “forma” un refugio en el que esconderse de modo imperturbable. Quizás ese sea el anhelo profundo del obsesivo: estar “en paz” –expresión que rápidamente declina en un deseo mortificado, porque esa paz solo se encuentra en un cementerio.
Por qué los varones suelen tener una mayor tendencia a ser obsesivos es una pregunta de lo más interesante, pero que tendría que responder en otro artículo. Al mismo tiempo, no es tan común que hoy la obsesión sea privativa de ellos. También este es otro tema, porque aquí más bien quiero hablar de la pareja del obsesivo, cuando este tiene una pareja fantástica con sus síntomas.
Padecer de síntomas que prescinden tanto del otro podría parecer una solución exitosa, si no fuera porque los obsesivos también eventualmente se casan, conviven, comienzan un noviazgo, etc. Quizá sea el obsesivo quien mejor muestra la diferencia que hay entre la pareja y el amor: a veces algo del amor a sus obsesiones se le escapa y va a parar a otra persona que, por ejemplo, le pide que se quede un ratito más en la cama, cuyos abrazos le encantan, pero hasta ese punto en que siente que ya lo están reteniendo, cuando tiene otra cosa que hacer, si no es que la hizo antes. Porque esa es también la fórmula del obsesivo: el amor, sí claro, pero después.
Ahora bien, ¿qué lugar para la pareja de un obsesivo, si no es el de “hinchapelotas”? ¿Qué puede hacer, que no sea degradar al otro a un reclamo? Es cierto que nadie mejor que el histérico para pedirle al obsesivo lo que no puede, para hacer de la renuncia imposible (“si me quisieras…”) un signo de amor, en un circuito infernal: porque el histérico quiere un amor sin condiciones, de ahí su inclinación hacia las celotipias y su curiosidad permanente por las infidelidades.
Difícilmente un histérico pueda ser una buena pareja para un obsesivo; digo, puede ser la pareja más sólida y funcional, porque es garantía de sufrimiento (para ambos), pero aquí hablo de otra cosa. Quiero decir que la pareja del obsesivo tiene que tolerar lo que jamás un histérico podría aceptar: que haya otro interés, que las obsesiones a veces tengan el valor de lo impostergable, que le cabe mucho más el papel de amante que de pareja oficial. Porque este lugar lo ocupa el síntoma y, por cierto, cuando un obsesivo está en pareja con un histérico, es corriente que, ante las quejas y reproches de este, se incline hacia la traición amorosa como vía de escape.
A mis amigos obsesivos suelo decirles en chiste: “Vamos muchachos, que no tenemos toda la vida”, porque con el tiempo el deseo se debilita y el narcisismo gana protagonismo. Ocuparse de las obsesiones es quizá lo mismo que ocuparse del alma –de acuerdo con el viejo consejo filosófico– para no llegar a ese envejecimiento anquilosado, en que se confunde el aislamiento con el placer de la soledad.
Sin embargo, esta es una reflexión sobre la pareja del obsesivo y pienso, desde un punto de vista cultural, si colectivamente la falta de empatía hacia los varones no vino de la mano de una histerización colectiva: “Tienen que cambiar, así como son está mal”. La queja de la histeria no lleva muy lejos, es más: consolida un circuito infernal en que unos se cierran y los otros reprochan.
Que para pensar las masculinidades el punto de vista que se consolidó haya sido el del reclamo histérico, es un síntoma de época que es preciso trascender. Como dije al principio, el obsesivo ama sus obsesiones, pero tiene una capacidad que –creo– ningún otro tipo clínico tiene: busca en el otro la chance de juzgarse un poco menos. Por eso los obsesivos no dejan de apostar a la pareja, aunque si la arman con un histérico lo releguen al silencio y el fastidio que mencioné antes.
Para un pensamiento a futuro sobre las masculinidades, creo que sería fundamental salir de la posición de histeria con que juzgamos a los varones. Básicamente porque no se obtiene ningún cambio efectivo.
LL
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