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OPINION

Réquiem para un mundo judío que ya no existe (¿o sí?)

Hebraica en la dictadura militar. "En forma secreta se ayudó a socios y empleados amenazados a salir del país. Fue una suerte de oasis en un Buenos Aires trágico", detalla el archivo de Club Hebraica.

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Lo primero que me vino a la mente cuando supe que iba a presentar la crónica de viaje en Israel y Palestina que acaba de publicar Camila Baron es hablar de un judaísmo perdido, hacer una especie de réquiem para un mundo judío vibrante que las personas de mi edad apenas llegamos a conocer y que ya casi desapareció. 

Igual que Camila, recibí el judaísmo por vía de mis abuelos, que lo sostuvieron con sus historias, sus costumbres, su comida y sus festividades en una familia que se mezcló con católicos. Un judaísmo mestizo, digamos. Sus historias, salpicadas con palabras en idish, hablaban de pogroms en Rusia, de exilios, de las colonias del barón Hirsch, de gauchos judíos en el medio de la pampa, de Villa Crespo y del barrio del Once, donde no pocos miembros de mi familia se ganaban la vida vendiendo ropa. Y por supuesto del horror del Holocausto, que por suerte vieron desde lejos. Esas historias se hilvanaban con otras referencias al mundo judío porteño: el club Hebraica, el ICUF, el teatro IFT, Cipe Lincovsky recitando a Bertolt Brecht, Marcos Zucker en el cine y la televisión, el rabino Meyer y su lucha por los derechos humanos durante la dictadura. 

Como la abuela de Camila, los míos hablaban poco de Israel. Las referencias que recuerdo tenían que ver sobre todo con el interés por los kibutz socialistas y se mezclaban con otras a Birobiyán, esa otra entidad territorial judía creada por la Unión Soviética. Era un judaísmo anterior a la fundación del Estado de Israel, que en todo caso incorporaron como un hito más en una identidad que abrevaba en muchos otros emblemas. 

Al menos en mis referencias, era un mundo progresista, incluso izquierdista. Estudiando historia supe más tarde que no era una percepción errada. En la década de 1930, cuando los judíos porteños padecían un intenso antisemitismo (muy especialmente por parte de las fuerzas de derecha), la izquierda les había abierto los brazos. Entre los militantes del Partido Comunista eran legión y lo seguirían siendo en años posteriores. En esos años, el sionismo era una ideología bastante resistida dentro de la colectividad. Para los judíos de izquierda, era una forma de nacionalismo agresivo que había que combatir, porque estaba emparentada con el fascismo y con el imperialismo. No pocas veces, los desacuerdos entre judíos sionistas y antisionistas terminaban a las trompadas. Camila lo confirma en su libro: para algunos, los judíos eran “un pueblo sin tierra” en busca de la suya. Para otros, en cambio, eran un pueblo con muchas tierras. 

Cuando uno ve la vida de la colectividad judía actual, ese mundo parecería totalmente extinto. Al menos a simple vista, hoy el escenario ya no parece habitado por judíos del Once o Villa Crespo, sino por judíos de country. El idish, antes dominante, desapareció desplazado por el hebreo. Al posicionamiento progresista lo reemplazó el contrario: los referentes más visibles hoy comulgan con la derecha o incluso con la ultraderecha, que de pronto se ha vuelto sostén de Israel, algo impensable para los judíos de hace apenas 30 años, acostumbrados a esperar de la derecha solo palos y discriminación.  

La muerte de ese mundo judío está íntimamente asociada a la deriva colonial y criminal que fue asumiendo el Estado de Israel y a su alianza con los Estados Unidos y con las derechas globales. No fue muerte natural: hubo una presión muy poderosa para acorralar y hacer desaparecer ese judaísmo progresista. Hubo mucha propaganda, mucha influencia diplomática y mucho, mucho dinero. Camila escribió su magnífica crónica, de hecho, gracias a un programa de viajes financiado por millonarios, por el cual miles de jóvenes judíos de todo el mundo son captados cada año para recibir un baño de entusiasmo in situ en Israel, con la esperanza de que regresen a sus países como embajadores voluntarios. Todo indica que, en el caso de Camila, desperdiciaron su dinero.

La crónica que ella nos presenta nos invita a conocer cómo funciona esa propaganda de cerca y a sumergirnos en la realidad del Israel actual. Nos ofrece una ventana sobre su población embrutecida por la violencia colonial y por el racismo más espantoso, incapaz de percibir la violencia que ejerce sobre el pueblo palestino, o incluso burlándose de los padecimientos que le genera. 

Hay algo tremendamente desolador en el hecho de que sean justamente judíos quienes sostienen uno de los pocos Estados confesionales del mundo, que además es el único régimen de apartheid racial que queda. Y que estén protagonizando hoy una carnicería espantosa contra civiles indefensos. “Buena parte de la descendencia de las víctimas del Holocausto nazi son quienes demandan y ejecutan la limpieza étnica en Palestina”: la tristísima paradoja que deja anotada Camila nos deja poco espacio para conservar la fe en la especie humana. 

Sin embargo, su crónica también nos habla de las resistencias que aún persisten, como la de los exsoldados de la organización Breaking the Silence, que denuncian los crímenes del ejército israelí, o la de los jóvenes que se niegan a prestar servicio militar a pesar de las consecuencias que eso les acarrea. Si uno amplía el lente al mundo entero, puede ver cómo ese consenso en el apoyo incondicional a Israel se resquebraja. Por todas partes, miles de judíos alzan su voz contra los crímenes de Israel. Intelectuales, artistas, cineastas, estudiantes universitarios tomando sus campus en Estados Unidos, o asociaciones como Jewish Voice for Peace protagonizando marchas multitudinarias en solidaridad con el pueblo palestino y enfrentando una y otra vez la represión policial.

Me gusta pensar que la extraordinaria tradición humanista y progresista del pueblo judío anida allí, mucho más que en el país sombrío que hoy es Israel o en las instituciones sionistas que acapararon la representación de la colectividad. “Toda forma de supremacismo es un holocausto en potencia”: esa verdad que nos recuerda Camila, y antes que ella nos recordó Hannah Arendt, hoy le toca aprenderla a los ciudadanos de Israel. Me gusta pesar que ese mundo judío ético y progresista que a simple vista parece desaparecido todavía respira en las páginas de su libro y en las preguntas que nos deja planteadas: cómo forjar una generación rebelde en medio de la barbarie colonial y cómo construir una genealogía electiva con los retazos de la historia que nos queden después de este desastre.

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