El sexo después de los 40
Cuando Freud desarrolló su teoría sobre la sexualidad, no podía saber que el alcance de muchas de sus afirmaciones sobre varones implicaba que estos fuesen lo que hoy llamamos “jóvenes”, pero que en ese entonces eran personas adultas (que rondaban los 20 años).
Dicho de otro modo, para Freud la vida sexual masculina terminaba después de los 40, con un doble desafío: la sublimación o una regresión narcisista y una práctica autoerótica.
Esto sigue siendo cierto en una sociedad como la nuestra, que desterró la idea de madurez y espera que los varones adultos tengan una sexualidad como la juvenil.
Sin embargo, en la consulta clínica con varones se escucha otra cosa distinta: que no siempre quieren ir a la cama (mientras que en la adolescencia no querían otra cosa), independientemente de que puedan o no; que sus prácticas sexuales no giran en torno a la copulación, sino que prefieren el autoerotismo compartido, que incluso se inclinan más hacia lo tierno.
Al mismo tiempo, estas actitudes conviven con otras, que a veces desconciertan a quienes son sus parejas: distancia afectiva (por ejemplo, pocas veces besan o abrazan y si lo hacen tienen que recordarlo), así como no experimentan nuevos deseos. Prefieren más o menos siempre lo mismo.
La distancia afectiva se explica fácilmente a partir de una nueva reactivación del Edipo, que ya no es el de la juventud, pero que igual tiene la misma carga incestuosa. Siempre que hay narcisismo, hay reactivación edípica, no importa la edad; solo que aquí lo más común es la tramitación del incesto a través de la convivencia fraterna –el “ser como hermanos” de la pareja.
La distancia afectiva convive con una sexualidad de descarga, de la que algunas parejas mujeres se quejan cuando cuentan que, en medio de una actividad, el tipo las asalta y lo único que quiere es “acabar”.
De este modo, la distancia afectiva convive con una sexualidad de descarga, de la que algunas parejas mujeres se quejan cuando cuentan que, en medio de una actividad, el tipo las asalta y lo único que quiere es “acabar”.
El rechazo que suele acompañar a esta queja es porque, para ellas, supone renunciar a sentirse deseadas… como también supone la matriz juvenil en los casos de aquellas que se excitaban con la excitación del otro (con la que sentían que producían) y ahora se sienten reducidas a instrumento de un goce parcial.
La contracara de esta decepción es otra, cuando a ellas les toca quedarse muchas más veces con ganas –algo que en la juventud no era tan frecuente o quizá lo era solo sintomáticamente (como ocurría en la histeria).
Una encuesta reciente expone que las mujeres de entre 40 y 60 son las principales compradoras de objetos de auto-estimulación. No creo lo hagan a esa edad por motivos de desinhibición.
Los desencuentros de la sexualidad adulta, que no se explican tan claramente por la presencia de síntomas, como por una modificación entera de la experiencia de la sexualidad, es un tema muy poco investigado en psicoanálisis.
Que la vida sexual de las personas se haya extendido unos 30 años en el último siglo es un dato que la teoría no acompañó y el resultado es ver en las redes sexólogos de oficio, sin formación, que hablan de sexo como si fuera un deporte o una aplicación termodinámica.
Esto último no es un problema en sí mismo, si no fuera porque este tipo de sexólogos les siguen hablando a las personas como si fueran jóvenes. En cierta medida está bien, porque es cada vez más común que los adolescentes tengan disfunciones sexuales o directamente no tengan idea de cómo acercarse a otro cuerpo.
De todos modos, el resultado es el mismo: la sexualidad adulta no está contemplada o queda sometida al ideal de juventud. A lo que se agrega otro problema en la sexología de este tenor: no tiene una teoría del sujeto, entonces cree que puede reducirlo a cómo se manipula un órgano genital u otra parte del cuerpo.
Pienso en los diversos varones que cuentan cómo ir a la cama ya no es disfrutar de una potencia plena, que a veces disfrutan más de dormir (placer narcisista) cuando antes podían pasar una noche entera despiertos a la espera de un acto sexual; en los reproches que surgen por el desencuentro en el que no falla el deseo –el deseo, que solo actúa como falla– sino porque la cosa funciona, pero distinto.
Hace algunos años, un señor septuagenario quiso dejarme en claro que él todavía era sexualmente activo. Enseguida aclaró que no usaba Viagra, porque la única vez que lo probó casi se muere. Entonces dijo: “Nosotros hacemos algo parecido al sexo”. Luego aclaró: “Es que nada del sexo se parece en verdad al sexo”.
LL
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