Viaje al centro del misterio
Después de su última película larga, Inland Empire (2006), hasta su muerte, que le llegó en la casa de su hija hace unos días, David Lynch firmó dos antologías hechas con las escenas descartadas de Inland Empire (More things that happened, de 2007) y de la saga de Twin Peaks (Twin Peaks: The missing pieces, de 2014), inquietantes piezas de rejunte que producen temblores en las profundidades de las películas “terminadas” de las que vienen.
Quizás haya que hablar de un nuevo cine de autocartoneo, inaugurado bajo la apariencia del desdén por el gran excursionista del lado oscuro de las cosas, entendiéndose por cosas todas las cosas: desde el universo completo hasta los quarks que lo componen, pasando -o más bien deteniéndose- en la oscuridad interior de los humanos.
Este mensaje artístico de Lynch, que vuelve a insistir de otro modo sobre lo mismo de siempre, que es la presencia masiva de lo desconocido (incluso lo desconocido de las películas conocidas), fue apartándolo del clasicismo industrial dominado por los códigos de duración, e inclinándolo a un interés cada vez más creciente por el fragmento, es decir por la escena y por la idea.
De hecho, desde Inland Empire hasta hoy, filmó diecisiete cortometrajes, de los cuales What Did Jack Do? (2017), que todavía puede verse en Netflix, es el más notorio. Dura poco más que un cuarto de hora, en el que David Lynch interroga por el crimen de una gallina a un mono capuchino llamado Jack. Lo hace en un idioma de noir mixto: mitad policial, mitad ontológico. Al final (pero toda la escena es un final y, por supuesto, un principio), la gallina por la que el mono dice haber enloquecido luego de un toqueteo de pechugas pasa por la cabina de interrogatorio y Jack enloquece de pasión, motor y prueba del crimen.
Antes canta en circunstancias de music hall la canción “True love flame”, compuesta por Lynch y Dean Harley: “Ella y yo encendimos la llama del amor./ La llama del amor verdadero/ arde tan intensamente…/ Es la delicia del amor. /Hace mucho tiempo bailamos./ Hace mucho tiempo nos arriesgamos,/ y así nos enamoramos./Hace mucho tiempo./ Ahora ansío ver el brillo./Desearía realmente poder estar con ella/ y volver a ver el brillo/ de la llama del amor verdadero”.
Lo que ocurre durante esa larga escena es que el mono enamorado que la canta, no es un mono sino -seguramente- el interior de un hombre. Hacia esa revelación principal parece inclinarse el gag; y, también, hacia una revelación secundaria: el amor es la fascinación de un mono por una gallina que opera el milagro del encuentro profundo entre especies distintas, en este caso simios y aves. Y de fondo, un nuevo y merecidísimo ataque de Lynch a la percepción fenomenológica, esa trampa tira postas que nos hace creer que entendemos porque vemos, como si fuese posible comprender los hechos a simple vista.
El laboratorio de Lynch nos informa que en el interior de todas las cosas hay un misterio. Las posibilidades de acceder a algún tipo de conocimiento que merezca confianza son más o menos nulas. Pero si nada tiene sentido, bien se lo podría inventar por canales de expresión (o impresión) poética.
Esa postulación del misterio en términos de asunto excluyente de su obra, a la que Lynch le dio mil vueltas, puestos a considerarla en el interior de las personas, tiene un nombre ordinario llamado deseo, fuerza oscura y a menudo secreta de la vida, muchas veces condenada a la contención por parte de propios y extraños.
Para Lynch, el deseo es a sus personajes bestiales lo que el átomo a la materia. Es el elemento de lo que están hechos y que, por principio de supervivencia, está obligado a ocultarse de las catástrofes de la contemplación y el juicio. Es, para decirlo en el peor sentido sanitarista, una “deformación”.
Como Lord Byron, David Lynch tenía un pie zambo. Por lo que, aunque pueda recrearse con buenos argumentos el mapa de influencias y hermandades artísticas que orientaron su obra (que compite cabeza a cabeza con Luis Buñuel en quien de los dos filmó más sueños situados al mismo nivel material de la vigilia), también puede considerarse que ese pie fue su primer cine, lo que no dejaba de ver, o lo que evitaba ver, que es la manera supernumeraria de mirar.
En los personajes de Lynch, la marca es la falla. Los ejemplos del bebé de Eraserhead (1977) y la recreación de Joseph Merrick en El Hombre Elefante (1980), alcanzan para darle cierto vuelo a la sospecha de que ese pie tenía algo que decirle de los misterios ocultos de la vida.
El misterio de las cosas, llamado deseo en las personas, ambas luces negras de la naturaleza que despiertan la curiosidad enfermiza del que no es capaz de conformarse con la imagen superficial de los fenómenos, es lo que lo lleva a Lynch a moverse por caminos alternativos a la razón. Y la paradoja no es que la desconfianza en la imagen venga de un cineasta, sino que esa desconfianza no haya proliferado en sus colegas.
Su manera de sospechar del encandilamiento que produce la superficialidad, y que puebla el mundo de lenguaje sabihondo (millones de palabras y argumentos descargados detrás del “yo lo vi”), fue girando de las historias más bien íntimas de sus primeras películas, retomadas luego en su obra maestra, Mulhollan drive (2001), hacia la novela visual Twin Peaks (1991), que amplificó esas maquetas de misterio a la escala de un pueblo.
“Girando” quizás sea una palabra delicada para describir un vuelco. Porque haber amplificado la escala de las historias con Twin Peaks, nos hace pensar que el misterio en el sentido del ocultamiento del deseo (el deseo es la vergüenza de las personas) es un producto social, cubierto por un manto de silencio que sólo puede perforar el chisme.
La sociedad con Mark Frost explica en parte el boom de la serie. Pero lo explica mejor la relación de Lynch con la materia social de Missoula, la pequeña ciudad de Montana donde nació. Tiene montañas, valles, ríos, un pasado industrial basado en la madera y su situación es cercana a Canadá, características mellizas del Twin Peaks, que por lo visto no parece haber sido tan inventada.
Twin Peaks fue un éxito televisivo creciente en la medida en que iban creciendo las ramas de su misterio, salidas del tronco en el que se inscribieron simultáneamente dos preguntas: ¿quién mató a Laura Palmer? Y, sobre todo, ¿quién no mató a Laura Palmer?
En términos de cómo se cuentan las cosas sin observarlas demasiado, Twin Peaks es un policial del subgénero “¿quién lo hizo?”, pero esa identificación tiene una importancia relativa. La clave, el elemento que Lynch introduce sin que en ese momento se hayan visto con claridad los antecedentes, puede deducirse por contraste con otras grandes series.
Si, por ejemplo, se somete a The Sopranos (1999) y a The Wire (2002) a una lectura microscópica de su composición, veremos que la calidad dramática de sus personajes -digamos los bueyes de la trama- surge de una emulación extraordinaria de las conductas humanas. Su modo de captar esa “verdad” es un naturalismo en estado de máximo refinamiento. Con la salvedad de que se trata de conductas humanas desplegadas en una sociedad acostumbrada a imponer regímenes de conductas muy definidos, aun cuando se trate de conductas expresadas en profundidad. Y esos regímenes están tan definidos que salirse de ellos implica adscribir también a regímenes bien definidos (hasta para delinquir hay que tener una conducta).
En Twin Peaks, en cambio, vemos a través de la mirada de interiores de Lynch sobre sus personajes, qué cosa podrían ser los seres humanos, o qué son en el fondo si se los sabe ver. Lo ayuda su decisión de convertirse en el director que más actos gratuitos filmó en la historia del cine. Escurridos de una personalidad fija, derretidos como los retratos de George Dyer de Francis Bacon, los personajes de Lynch son informes por proliferación de identidades. Cada uno es dos, diez, mil. Y nadie sabe nada de nadie.
Pero se trata de un desconocimiento que conecta con la totalidad, lo que puede verse hasta el enloquecimiento mutuo de director y espectadores, en Twin Peaks: the return (2017), especialmente en la escena en la que el agente Cooper enchufa un artefacto en el tomacorriente y ese acto ordinario de la vida cotidiana deriva en un viaje directo a la negrura del universo.
Lynch se fue. Pero estuvo y sigue estando disponible para el mundo que quiera a verlo a la manera en que él vio al mundo: como un misterio que, por suerte, nadie va a poder entender del todo por más lejos que llegue. Es que, en el corazón de las cosas, como diría el mono capuchino Jack, “habita la incertidumbre”.
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