Tener una voz
Con esta, cumple dos años mi columna en elDiarioAR: 48 textos entregados puntualmente cada quincena. Me gusta escribir acá: en un periódico que intenta retomar la línea de lo que debía ser el periodismo y ya no es, un diario de tono sereno, que informa y ofrece opiniones plurales, que tiene línea editorial pero que no es una usina de operaciones de prensa, fake news y manipulación emocional, como otros. Nunca había escrito con la presión de esa frecuencia. Me cuesta bastante. A veces siento que no tengo nada valioso para decir y el compromiso me pesa. Releo mis columnas y algunas me gustan. Otras no. A veces me parece que lo que escribí les sirve a los demás y entonces siento que vale la pena. Otras veces me pongo pesimista y me parece que no tiene sentido, que ya fue todo, que la palabra ya no tiene valor, que ya nadie escucha nada en medio del ruido. Que el sentido se construye en otro lado y que nada que yo pueda escribir va a hacer una diferencia.
Cuando me pongo pesimista me aferro a dos certezas que creo tener. No sé ustedes, pero yo al menos tengo muy claro que hubo palabras que me cambiaron la vida. Recuerdo bien las que me salvaron de cometer un error, las que me abrieron un horizonte que desconocía, las que me animaron a hacer algo que temía hacer, las que me obligaron a ver defectos que no veía. Tengo clarísimo que yo no sería yo si esas palabras no hubiesen llegado en el momento justo. Las repaso mentalmente cada tanto y agradezco a las personas que las pronunciaron. Que fueron seres queridos, pero también maestras, profesores o perfectos desconocidos. Hace poco reencontré al director de un instituto del conurbano en el que tomé clases de música cuando tenía 11 años. Una de esas personas que dijo algo que me golpeó y me cambió el rumbo. Lo saludé y se lo agradecí en persona. El hombre no tenía la menor idea de quién era yo, ni recordaba nada al respecto. En verdad no tenía por qué: apenas me había conocido entonces, yo era uno más entre decenas de niños, y esas palabras para mí cruciales las había dejado caer casualmente, sin saber lo que decía, mientras se ocupaba de otros asuntos. Nadie puede anticipar del todo los efectos que pueda tener lo dicho.
La muerte de Hebe de Bonafini nos recordó a todos la importancia que puede tener una voz. Fue su palabra crispada y tozuda la que machacó verdades que la sociedad argentina no quería reconocer. Fue su voz lacerante la que nos azotó hasta que pudimos ver que la dictadura no se había cobrado la vida de “víctimas” genéricas, sino de militantes revolucionarios de luchas que estaban lejos de estar clausuradas. Fue su palabra sin cálculos la que nos enrostró que los factores de poder que habían animado la violencia militar seguían allí, dictando los rumbos de la política y de la economía, y que no hacíamos nada al respecto. ¿Qué habría sido de nosotros, de quienes atravesamos el páramo político que fueron los años noventa, sin el reaseguro que nos brindaba la autoridad de sus palabras? ¿No habríamos quizás sucumbido a los discursos bobalicones que nos invitaban a reconciliaciones sumarias, a olvidar nuestra historia y a creernos primer mundo? Sin la voz de Hebe la Argentina no sería lo que es, ni habríamos alcanzado lo poquito de democracia que tenemos.
La otra certeza que me saca del pesimismo es la constatación diaria, que me permite mi trabajo como historiador, de que fueron palabras (y cuerpos movilizados y enervados por ellas) las que construyeron la arquitectura del mundo moderno, las que alejaron a la humanidad de la barbarie y las que nos permiten sostenernos en algo parecido a una vida colectiva digna. O al menos expectantes de alcanzarla. Hay prueba material de lo que digo. Los archivos que trajinamos los historiadores atestiguan el esfuerzo titánico que hicieron nuestros antepasados para pensar y explicarse unos a otros los problemas que los aquejaban y para discutir líneas de acción para superarlos. Recorrer los anaqueles es conmovedor (bueno, al menos para ratas de archivo como nosotros): son miles y miles de impresos trabajosos, apilados durante siglos, que son los que produjeron y sostienen el sentido del mundo actual. Libros y panfletos que anuncian que hay un método científico para estudiar la naturaleza, que echan luz sobre las supersticiones y sobre los aspectos regresivos de las religiones, que exponen los privilegios de reyes, nobles y burgueses, que explican la plusvalía, que denuncian la opresión patriarcal sobre las mujeres, que ponen en circulación modos de vida alternativos o ejemplos de lucha y de libertad de pueblos remotos, que proponen preceptos para una vida ética. Texto sobre texto, palabra sobre palabra, conduciéndonos a través de la oscuridad. Y, por supuesto, también están allí los textos y palabras que intentaron detener esa marcha o llevarnos a otro sitio. Sería apenas metafórico decir que el mundo moderno –tal como la vida de cada uno de nosotros y nosotras– descansa sobre una montaña inestable de palabras.
Me gusta pensar la palabra en relación con esa imagen. Pensar cada una de ellas –las que incluyo en mis columnas, pero también las que pronuncia cualquiera de nosotros, en el contexto de fuere– como un bloque que alcanza esa montaña y se suma a su sedimento, afirmándolo, o que, por el contrario, puede contribuir a horadarla. Algo ínfimo, pequeñísimo, que sin embargo tiene la potencialidad de hacer bien o de dañar al otro, de hacer que el mundo sea un poco peor o un poco mejor. Porque la violencia y la barbarie también tienen sus voces y sus palabras.
Estamos ingresando en tiempos oscuros. En los medios de comunicación tanto como en la política o en las redes sociales, la palabra la toman cada vez más personas desquiciadas, decididas a usarla para despertar pasiones oscuras, para enfrentarnos unos con otros, para revalidar creencias falsas y difundir “hechos alternativos”, para poner la ciencia bajo sospecha, para dar nueva legitimidad al autoritarismo o directamente al fascismo, para estigmatizar a los más débiles, para sostener los privilegios de los que más tienen, para aplaudir las conductas más individualistas y brutales que socavan lo colectivo y nos llevan a la catástrofe ecológica, para vaciar todavía más la democracia de contenido, para imponer la dictadura total del mercado sobre nuestras vidas. En fin, la palabra convertida en ariete para demoler lo poco de civilización que, como especie, logramos alcanzar y dar rienda suelta para que algunos se lancen en rapiña, sin límites molestos y sin asumir ninguna responsabilidad, sobre el fruto del trabajo de los demás, sobre los derechos sociales que quedan en pie y sobre los cada vez más escasos recursos del planeta.
Hay días que pienso que ya es tarde, que ya estamos en un punto de no retorno, que es ilusorio pensar que las palabras puedan torcer ese rumbo. Releo esta columna y no me gusta: es autorreferencial y me había prometido evitar ese registro cuando escribo. Supongo que la escribí para recordarme a mí mismo y para recordarles a ustedes que todos tenemos una voz y que no hay forma de saberlo, pero acaso el futuro del mundo dependa de que la usemos. O, si no el futuro del mundo, al menos el de algún chico o chica que anden por allí mientras decimos algo. Nadie sabe lo que puede una palabra.
EA
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