Del 63 al 21, la energía inalterable de Fito Paez
Todos saben que es del 63, así que las cuentas son fáciles. En el borde del final de su cincuentena, Fito Páez ha ganado el Grammy a la excelencia, ha cantado con Elvis Costello –y Elvis Costello lo ha cantado a él–, y ha publicado Los años salvajes, el primer disco de una trilogía urgente, a la manera de las Letras de emergencia de Mario Benedetti o la Incitación al Nixonicidio y alabanza de la revolución chilena, escrita por Pablo Neruda en 1973, pero propulsada por la pandemia de Covid. También ha cantado en el Colón, homenajeando a Charly García y, si solo se tratara de blasones y aniversarios, no deberían olvidarse los cuarenta años cumplidos por “Sobre la cuerda floja”, una de las canciones más extraordinarias, en el sentido más preciso de la palabra: ese relato descomunal que abría el segundo lado de Tiempos difíciles, editado en 1982 por Juan Carlos Baglietto.
Si aquellos tiempos difíciles aludían a una guerra que, por otra parte, nunca se mencionaba de manera explícita –aunque sí se mencionaran otras guerras–, estos años salvajes son, tal vez, más autobiográficos. Más íntimos. Pero se trata del autorretrato de alguien que escucha. Que registra el pulso de lo que lo rodea. Y, sobre todo, de alguien que, respaldado en un éxito que todo lo permite, desde hace muchos años no tiene ningún reparo en mostrar aquello que más se ha resistido al arte de todos los tiempos: el optimismo, la felicidad y hasta cierta inclinación por la arenga y la exaltación. Pero hay algo que ya revelaba, de manera ejemplar “Sobre la cuerda floja”. Allí se describía, en las primeras dos estrofas, contra un lento vals, la vida de un personaje solitario. Y en el estribillo, una sola palabra ponía en entredicho todo el pacto de la canción popular. “”El vino es casi como el amor’, decía“, cantaba.
Ese “decía” señalaba una distancia inusual: Fito Páez no lo sabe todo sobre su personaje; se remite a lo que él decía. Y repetirá el recurso más adelante: “Se subió al primer taxi/ con la impotencia en quiebra/ la última noche que estaré conmigo/ será una gran fiesta, dijo,...”. Páez era –es– un compositor letrado. Pero, además, esos versos comenzaban una sección musical nueva, cargada de dramatismo, que desembocaba en una escala cromática descendente, a la manera de los madrigales de Gesualdo o Monteverdi y se repetía tres veces. La primera con la frase “la última noche que estaré conmigo”, la segunda con “miró al reloj que lo observaba tenso” y la última con “cerró los ojos, no dudó un instante” que llevaba a la última oración: “y apretó la carne, sangró su pecho”. Después ya no había más palabras. No podía haberlas. El corte de la carne era también un corte musical, un pequeño silencio y, luego, la explosión del solo de guitarra eléctrica de Rubén Goldín. La construcción del relato era totalmente nueva para eso llamado rock nacional. Pero también lo era la exacta mímesis entre letra y música.
Eso llamado rock nacional, o mejor dicho el mundo de los fans y de gran parte de los periodistas especializados –si es que se trata de cosas diferentes– suele oscilar entre la genuflexión y la destrucción impiadosa. Y ese pequeño universo, que además administra los pases para habitar dentro de sus fronteras, en algún momento abominó de Fito Páez de la misma manera en que antes, cuando era el que pintaba ciudades de pobres corazones, lo había idolatrado. El Rock, con mayúsculas no era un estilo o una matriz musical sino una forma de vida –o su apariencia y su gestualidad–. Se podía ser millonario, como sus majestades satánicas, pero había que seguir cantando a la insatisfacción. El argentino tuvo, en ese sentido, una temprana coherencia. Nunca ocultó su felicidad, cuando la tuvo, y de allí surgieron algunas de las más bellas canciones de amor imaginable –de las pocas de la historia, hay que decirlo, que se trataron de amores consumados y no de abandonos y pasiones perdidas (aunque a veces también)–.
Su último disco encabeza una serie que continuará el próximo febrero con la edición de una grabación con una orquesta sinfónica checa y, posteriormente, con la publicación de un registro de temas inéditos acompañado al piano (como en Rodolfo, uno de los trabajos más interesantes de su período post El amor después del amor). Allí, con una producción impecable y una banda tan potente como ajustada –y delicada cuando es necesario- elige un tono coloquial y directo. Si lo que quiere decir es que una vida sin lucha no tiene sentido o que hay que construir un caballo de Troya para destruir ciudades dice exactamente eso. Pero, por supuesto, no se niega –ni niega al oyente– el placer de frases desgarradas como “Te vas esfumando en el viento, nos vamos perdiendo en el tiempo” en la exquisita “La música de los sueños de tu juventud”, donde el acompañamiento de piano remite en algo a la guitarra de “Blackbird”. Hay riffs contundentes, como el del inicial “Vamos a lograrlo”. Hay algo casi epistolar en “Encuentros cercanos”. Y hay, claro, una improvisación en la que cuenta una improvisación. Unas cervezas tomadas en Londres (“London Town”, puntualiza la canción) junto a Elvis Costello y sus voces, una junto a la otra, en “Beer Blues”.
María Moreno, en un notable artículo publicado por la revista Rolling Stone en 1998, decía que Páez podía llegar a ser el peor entrevistado, en la medida en que todo, hasta sus errores y las confesiones de sus flaquezas, estaba absolutamente editado de antemano. También, como en la más reciente –y no menos notable– entrevista realizada por Hinde Pomeraniec para Infobae, en 2018, podía demostrar ser el mejor entrevistado posible. Es cierto, en sus charlas con periodistas habla de un gato gay al que le gustaba Noche transfigurada de Schönberg, y de su recuerdo y admiración por Gerardo Gandini –Alina, una de las hijas del compositor, tocó en su banda y él fue el orquestador de un concierto en el Colón, en 1996– que, a su vez, tenía una particular fascinación por “Carabelas nada”. Habla de sus lecturas y de las películas amadas y de otros amores menos evidentes, como la música de Haydn. Su mundo es el del rock solo en parte y el mundo del rock admite de él solo una parte. Él es un personaje mucho más complejo. Es el de las citas cultísimas, el de las referencias cinematográficas, el que menciona a Fogwill, el letrista genial de una cantidad abrumadora de canciones. El melodista ejemplar capaz de rendir pleitesía, con sus amplios arcos melódicos, a los Beatles y al tango a la vez, y es, por supuesto, el de los raros peinados nuevos y el ídolo pop amado por multitudes en toda América Latina. Y es el compositor al que Mercedes Sosa y Caetano han admirado y el que supo ser el mejor partenaire imaginable de sus maestros (en aquel La La La que lo encontró junto con Luis Alberto Spinetta, ambos en estado de gracia. y como tecladista de Charly García). El que, ya lejos del 63, canta en el 21, con energía inalterable, que es posible lograrlo.
DF
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