30 años sin Silvina Ocampo, la escritora inquietante que regó de imaginación y misterios la literatura
“Hermana de Victoria Ocampo, esposa de Adolfo Bioy Casares, amiga íntima de Jorge Luis Borges, una de las mujeres más ricas y extravagantes de la Argentina, una de las escritoras más talentosas y extrañas de la literatura en español: todos esos títulos no la explican, no la definen, no sirven para entender su misterio”, apunta la escritora argentina Mariana Enriquez en su libro La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (Universidad Diego Portales, 2014).
En esa aproximación, hay apenas pistas, un esbozo, un intento que inevitablemente se queda a mitad de camino para encapsular a una autora que irradia hasta la actualidad, en tiempos especialmente dedicados a su figura: se cumplen 30 años de su muerte, que tuvo lugar el 14 de diciembre de 1993; en julio se recordaron los 120 años de su nacimiento y a lo largo de todo 2023 su obra volvió a publicarse con nuevas ediciones, hallazgos y textos que no se conseguían.
Silvina Ocampo sigue siendo una rareza y, al mismo tiempo, una figura central para la literatura: además de la reedición de su obra, los nuevos autores asumen que esa obra los sigue influyendo, mientras que sus historias, llenas de crueldades, de dobles, de costureras y de insomnios no dejan de cautivar a los lectores por su enorme imaginación y magnetismo.
Un etcétera
Silvina Inocencia María Ocampo nació el 28 de julio de 1903 en la casa familiar de la calle Viamonte 550, en el centro de la Ciudad de Buenos Aires. La menor de seis hermanas –llegó al mundo después de Victoria, Angélica, Francisca, Rosa y Clara–, no asistió a la escuela porque los Ocampo, como buena parte de la aristocracia de entonces, educaba a sus hijas con institutrices que recibían en su propio hogar. De grande se animó a decir que en esa multitud ella era “el etcétera de la familia”.
“Las clases de ciencias naturales, aritmética, catecismo, dibujo e historia se dictaban en francés; las chicas aprendían también inglés, italiano y español, pero este idioma venía casi último en la lista de prioridades. Silvina, de chica, escribía en inglés, porque la gramática del español le resultaba ‘imposible’”, describió Enriquez en su libro, una de las biografías más completas de Ocampo. Según se supo después, sus primeros textos eran cartas a amigas –algunas reales y otras imaginarias– y composiciones a pedido de sus institutrices sobre la historia británica. También dibujaba.
Fue de aquel mundo infantil, de ese piso superior de la casa de los Ocampo, ahí donde se ubicaban las dependencias de servicio, donde nace y se expande buena parte de su imaginario, repleto de costureras, planchadoras, animales, alfileres, niños y niñas crueles.
En las pocas entrevistas que dio, la escritora le contó a la ensayista y crítica literaria Noemí Ulla: “Era muy amiga de todas esas personas de ese último piso y naturalmente me dejaban hacer trabajos que me gustaban, como planchar, coser, usar la tijera, usar el cuchillo en la cocina (...). Mis hermanas no iban a ese último piso. Yo era la mimada en cierto modo. Y algunas veces hacía alguna travesura a la planchadora –que era sorda– con cierta crueldad”.
Excéntrica, vinculada con las vanguardias artísticas de su época, después de la muerte de su padre Ocampo se fue a estudiar pintura, diseño y dibujo a París. Tenía 26 años. Mucho tiempo después varios de sus amigos recordarán que Silvina “fue pintora antes que escritora” y de hecho conservarán algunos de sus dibujos, aunque de aquella obra plástica no se conserve ningún archivo ordenado en la actualidad.
Fue recién a partir de 1935, luego de conocer al escritor Adolfo Bioy Casares, con quien se casó en 1940, que se dedicó por entero a la literatura. En su primer libro de cuentos, Viaje olvidado (1937) recrea aquellas escenas de infancia un poco deformadas que la acompañarán hasta Invenciones del recuerdo, su libro póstumo publicado por primera vez en 2006 y reeditado ahora, que es una especie de autobiografía infantil. Sin urgencias ni necesidad de apurarse, Ocampo publicó su segundo libro de cuentos, Autobiografía de Irene, cuando tenía 45 años.
Hermana de Victoria Ocampo, esposa de Adolfo Bioy Casares, amiga íntima de Jorge Luis Borges, fue una de las mujeres más ricas y extravagantes de la Argentina, una de las escritoras más talentosas y extrañas. Pero esos títulos no la definen.
Una textura inquietante
“No hay política de la literatura, ni vínculo entre literatura argentina y política, sin las escrituras de Silvina Ocampo, también artista –como en los dibujos que realiza tras la publicación de Luna de enfrente (Borges, 1925)–. La escritura de Ocampo es ágil, siniestra, tersa. Produjo una época más allá, incluso, de sí misma. Rancière escribió un texto magnífico, El barómetro de Madame Aubain, en el que leía la democratización a partir de la inclusión del barómetro en un cuento de (Gustave) Flaubert. Del mismo modo, la literatura de Ocampo hizo entrar costureras, institutrices, trabajadoras, una lengua menor, una textura inquietante. Hizo democracia sin populismos, y hasta enfrentada al peronismo. Ese nervio lo captó Las dependencias, esa primera pieza audiovisual de Lucrecia Martel, como las lecturas pioneras en La ronda y el antifaz, compilado por Nora Domínguez y Adriana Mancini”, señala ante elDiarioAR la escritora y docente Florencia Angilletta, Doctora en Literatura por la Universidad de Buenos Aires.
De ese documental de 1999 recuerda una escena central la escritora Magalí Etchebarne rescata una escena que, en su mirada, describe a la perfección a la escritora: “Una de las empleadas que tuvo Silvina Ocampo cuenta que la primera vez que la vio llevaba un camisón y un deshabillé de color rosa y blanco, vaporosos. Que ella se quedó encandilada y que el flechazo fue de las dos, porque Silvina le dijo a su tía (quien las acaba de presentar), ‘algún día te la voy a robar’. Me gusta porque me parece que la describe: seductora sin querer y a la vez despreocupada por completo de las formalidades al recibir en camisón a unas desconocidas. Y también porque la muestra haciendo uso de su clase, se la va a ‘robar’ para que trabaje para ella”.
“Silvina perteneció a una clase alta erudita que está absolutamente extinguida y a pesar de que regó todos sus cuentos de modistas, sirvientas, pordioseros, narró su clase. Y esto se lee sobre todo en esa forma de mirar la pobreza con la fascinación de una niña mala que lo tiene todo y hace de cuenta que no. Después, con su imaginación cruel, terrible, traviesa, sentimental, consigue construir intimidades ”tan felices que dan miedo“ (como escribió en el cuento La casa de azúcar) que se van envenenando, serenidades plagadas de pinches. Como en su cuento El vestido de terciopelo, en el que unas modistas viajan desde la zona sur hasta la casa de una señora muy paqueta en Recoleta para probarle un vestido. La pinchan con los alfileres, se lo sacan, se lo ponen, hasta que la mujer se muere ahogada dentro del vestido. Una de ellas no para de reírse y lo que parece una risa boba termina siendo macabra”, agrega Etchebarne.
No hay política de la literatura, ni vínculo entre literatura argentina y política, sin las escrituras de Silvina Ocampo. La escritura de Ocampo es ágil, siniestra, tersa. Produjo una época más allá, incluso, de sí misma.
Reservada por elección, tal como describe Enriquez en su libro, Ocampo “nunca trabajó por dinero –no lo necesitaba–, no participó de ningún tipo de actividad política (ni siquiera de política cultural), publicó su último libro cuatro años antes de morir (y escribió incluso cuando ya tenía los primeros síntomas de Alzheimer, con casi 90 años) y su vida social, siempre reducida, se fue haciendo nula con los años, algo casi inaudito en una mujer de su clase”.
Lejos de las estridencias de los otros escritores que la rodeaban (Borges, Bioy y también su amiga Alejandra Pizarnik, entre otros y otras), lejos incluso de la figura nodal de su hermana Victoria, Silvina prefería los márgenes.
“Silvina Ocampo siempre se mostró reacia a ofrecerse a la curiosidad pública. Esa proverbial renuencia a prodigar revelaciones acerca de su vida y de su obra acabó por volverse, inevitablemente, uno de los rasgos esenciales de su figura de escritora”, señaló en una nota preliminar a las nuevas ediciones de sus obras Ernesto Montequin, crítico literario, traductor y protector del legado de Ocampo. Gracias a la tarea de este albacea y de los herederos, incluso después de la muerte de la escritora, en diciembre de 1993, los libros de Ocampo siguieron circulando y se siguen leyendo hasta la actualidad. Se analizan en talleres, se estudian en el ámbito académico, se convierten en una referencia insoslayable para las nuevas generaciones de escritores.
“Silvina Ocampo, para mí, representa un tipo de luz: tenue, brumosa, anaranjada. Esa cosa de siesta y desorientación. Otras veces, también celeste y fría. Una luz de susto y miedo. Cuando leí sus cuentos por primera vez, en casa, de chico, entendí (sin saber) que los libros hacían crecer en las casas otras casa, en los jardines, otros jardines”, describe el escritor Santiago Craig, autor de varios libros de cuentos y de la novela Castillos.
“Sórdidos, misteriosos, bordados en la fantasía. Leerla me ayudó a dejar de pensar como territorios separados lo real y lo imaginado. Me ayudó a vivir, pensar y leer de otra manera: centrado en lo maravilloso, en lo extraño del detalle. Fue una de las primeras escritoras que leí, había pocas disponibles en la biblioteca, eran casi todos varones. Ya saliendo de la infancia, siguió escarbando y plantando sus semillas en el mismo surco que, antes, había armado otra mujer: Maria Elena Walsh”, agrega.
Magalí Etchebarne, autora del libro de cuentos Los mejores días, repone algunas imágenes que recuerda vívidamente de los textos de Ocampo: “Algunos cuentos me quedaron grabados en la memoria para siempre. Nueve perros, por ejemplo, un cuento en el que repasa todos los perros que tuvo en su vida y dice cosas brillantes sobre los animales, sobre el amor, la lealtad, y sobre Borges. O La casa de azúcar, que siempre me perturbó mucho y como hace poco viví en Barracas, un día intenté encontrar esa posible casa sobre la calle Montes de Oca, cerca de la plaza Colombia. Hay frases que me guardo de esos cuentos: ‘siempre en mi infancia, en mi adolescencia y después, por bastante tiempo, sufrí de vivir’ escribió en Nueve perros. Es un poco trillado decirlo, pero lo que más me fascina de Silvina Ocampo es sin duda su imaginación, porque es una imaginación que pareciera nacer de cerca, una imaginación que vuela dentro de la casa, fantástica, venenosa, distorsionando el recuerdo y muchas veces inyectando a toda esa absoluta ficción con autobiografía, una autobiografía retorcida, desviada”.
“Sobre la vida de Silvina Ocampo me quedo con esa mujer sentada en el silloncito capaz de reconocer por los ruidos cuando llegaba Bioy Casares. Porque si leemos la vida de Silvina Ocampo como una ficción de Silvina Ocampo allí no hay sólo espera: también hay riesgo y, sobre todo, vanguardia. Leer para vivir”, concluye por su parte Florencia Angilletta.
AL
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