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OPINIÓN

Por amor al padre

Detalle de "La Piedad", de Miguel Ángel.

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¿Quién puede decir que alguna vez no necesitó que le digan que no? Hace tiempo hubo quien, después de hablar mal de mí en diferentes ocasiones, se acercó amistosamente y me preguntó cómo hacer para publicar un libro suyo; me pedía explícitamente un consejo y, por lo bajo, un contacto.

Yo no reniego por estas actitudes falsas, creo que quienes no tienen dignidad como para moverse en el mundo de la conveniencia, ya tienen suficiente. Entonces le respondí de la más manera más honesta que pude: “Lo primero es escribir varios libros malos, luego tolerar que te digan que no varios editores. Lo primero lo tenés asegurado, no te prives de lo segundo”.

“Yo no quise lastimarte, solamente te dije que no”, dice una canción de Andrés Calamaro, una de enorme vigencia si pensamos lo difícil que hoy se volvió no quedar atrapado en la pasión de sentirse rechazado. Qué difícil no quedarse sangrando por la herida, acusar al otro de daño, criminalizar el dolor.

Este es el núcleo de un gran libro que se acaba de publicar: Por amor al padre, de la psicoanalista Verónica Buchanan. ¿Qué es un padre? Un impacto, algo contra lo que uno se golpea. Y si uno es neurótico, dice que el padre lo golpeo –como los niños que se enojan con la mesa que se llevaron por delante.

Y si es mucho más neurótico, se excita con el golpe del padre y busca en todos lados algún padre del que quejarse y acusar su sadismo (que no es más que nuestro masoquismo proyectado). “Este mundo necesita un padre para el dolor”, dice una canción de Suede, que igualmente da en la tecla: sin un padre (aunque sea la fantasía del padre terrible), el cuerpo permanece dolorido, afectado por sí mismo.

Fibromialgias, hipocondrías, afecciones psicosomáticas, hemorragias internas son algunos de esos sufrimientos en que el dolor permanece sin localización y que muchas veces revelan una dificultad en la constitución psíquica. El psicoanálisis es un método que expone el efecto de un padre que no impactó a tiempo.

También están los casos de quienes solo se detienen cuando se la ponen: desregulación emocional, compulsiones, falta de culpa, etc., son algunos matices clínicos de no poder parar. No se trata de contar con un padre en la realidad, sino de la instancia paterna como operadora de la mediación en la relación con el deseo. Es un padre todo lo que alguna vez nos sirve para decirnos que no.

El padre no prohíbe nada, transmite la prohibición como criterio de lazo. No se puede ir hasta el final de nada, porque sería destructivo. Si el primer capítulo del libro de Buchanan tematiza la noción de impacto, el segundo lleva la cuestión hacia lo social y al modo en que las ideologías ya no tienen ningún real que les haga de resistencia; son puros discursos que se repiten sin consistencia, con la forma del delirio colectivo.

¿Por qué no se puede decir cualquier cosa y, sin tener la menor idea, lanzarse a opinar? Esta es la época de la post-ideología, en que las fake news y la viralización son un riesgo en la medida en que no constituyen un sujeto, sino que destruyen las condiciones de posibilidad de la subjetividad –que, si es tal, es conflicto.

Sigmund Freud escribió en una época en que los discursos sociales eran opresores, los ideales estaban para que cada quien sacrifique su deseo. Hoy los discursos son un murmullo loco del que es preciso salirse para no balbucear como un casete lo políticamente correcto de turno. En este punto, Buchanan es freudiana: un lazo existe cuando se lo organiza alrededor de un síntoma. La pregunta que deberíamos hacernos es por qué se volvió tan difícil y amenazante la presencia del síntoma (que es respuesta a un conflicto) en el interior de los vínculos.

Así llegamos al tercer capítulo, el que me parece más hermoso de todo el libro, el que hace de Buchanan una pensadora –además de una psicoanalista. Lo digo de otro modo: Buchanan no explica psicoanálisis, piensa como psicoanalista y esto hace de ella un milagro. Y si uso esta palabra es porque el último capítulo de su ensayo tiene un tinte religioso.

Por amor al padre cierra con una digresión sobre la piedad. Buchanan parte de la más que conocida imagen de Miguel Ángel: la madre con el hijo muerto en brazos. Y al modo de una interpretación analítica se pregunta: ¿de dónde proviene esa obstinación femenina por seguir atada a lo muerto? Esto puede pensarse clínicamente en fenómeno cotidianos, como la persistencia de ciertas mujeres en vínculos en lo que no pasa nada, hasta la dificultad para el atravesamiento de ciertos duelos que declinan melancólicamente.

Para no extenderme, daré un esbozo de la respuesta que este ensayo propone: muchas veces lo que se presenta como caridad o buena intención no es más que una de las caras del odio. Ya lo decía Freud: la madre que más ama a su hijo es la que más lo odia, es decir, es la que lo ama con odio. En este punto, Buchanan se posiciona en una actitud de desconfianza respecto de la posición beatífica con que ciertos discursos actuales piensan a las mujeres: vos eras demasiado buena para él, que no supo valorarte.

Sin embargo, esto no quiere decir renunciar a la piedad, sino de construirla desde otro punto de vista. María es la madre virgen que sostiene a su hijo. Las mujeres viven quejándose de que están cansadas de “sostener”, pero ¿no habría que pensar más profundamente este tipo de sostén? La virginidad adquiere aquí un estatuto renegatorio: lejos del cliché psicoanalítico que opone la mujer a la madre, Buchanan plantea lo materno como un destino femenino, en el doble sentido del término: no es un fin, sino una imposición con la que es preciso tener que hacer algo. Reducir la maternidad a tener hijos es una torpeza.

Hay una piedad de lo materno que se juega en la renuncia a la obstinación, cuando es posible asumir que algo se terminó, cuando la cuestión más importante es la de poder una decirse que no sin vivirlo como una privación. En este punto, lo materno para Buchanan es el origen de un deseo propiamente femenino: el deseo de separación. Madre no es la mujer que está apegada a su hijo, atribuyéndole su propio apego, sino la que deja ir, la que se angustia con el destete, la que vela la sexualidad del hijo para no ser intrusiva.

En este punto, el libro de Buchanan concluye con una reformulación de su inicio: si el padre es el “no” que se descubre afuera –que funda el afuera–, la madre es el “no” que nace de adentro, interior. Por eso el subtítulo del libro es Del trauma a la piedad, como forma de dar cuenta de este movimiento.

Yo escribí muchos libros malos antes de escribir alguno que me gustase. Este libro de Buchanan, su primer libro, no padece de este defecto. Es excelente. Es un libro de madurez, un libro que refleja los años de consecuencias de una práctica. Muchas veces le sugerí que escribiese un libro. Y muchas veces me dijo que no. Estoy seguro de que esta vez tampoco me dijo que sí. 

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