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QUÉ ESCUCHAR

La época azul

Mamie Smith con los Jazz Hounds

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El 10 de agosto de 1920, a las 9 y media de la mañana, una artista de vaudeville, bailarina y cantante, empezó a grabar un blues. Ya lo había hecho antes, en ese mismo estudio, en febrero. Pero los músicos, provistos por la compañía, habían sido blancos y todo sonaba más cerca de una marcha que de cualquier otra cosa. El disco, con “That Thing Called Love” y “You can't keep a good man” –la primera grabación de un blues por una cantante negra– había tenido bastante éxito y, tal vez por eso, el sello Okeh permitió que esta vez Mamie Smith registrara “Crazy Blues”con los Jazz Hounds, el grupo con el que tocaba habitualmente: Perry Bradford en piano, Johnny Dunn en corneta, Dope Andrews en trombón, el clarinetista Ernest Elliott y Leroy Parker en violín. Todos eran negros. Y todos improvisaron.

Las compañías discográficas habían recibido advertencias, por parte de los clientes del Sur en relación con que boicotearían sus productos si grababan a artistas negros e incluían sus nombres en los créditos. La OKeh Phonograph Company decidió correr el riesgo. “Crazy Blues” vendió setenta y cinco mil copias sólo en Harlem y en apenas un mes. En todos los Estados Unidos, las ventas pronto alcanzaron el millón de copias, una cifra que ese año sólo superaron Enrico Caruso y Al Jolson, con su hit “Swanee”.

El ensayista Philipp Blom, en su excelente La fractura. Vida y cultura en Occidente 1918-1938, publicado por Anagrama, elige comenzar su radiografía cultural de la entreguerra precisamente por esa escena. Antes del psicoanálisis, de los cambios geopolíticos, de la liberación sexual de los Años Locos, de las flanners estadounidenses, del comienzo del feminismo, del cabaret berlinés, del dodecafonismo y del cubismo, decide hablar de un disco de blues realizado por músicos negros, con un arreglo que se basaba en improvisaciones a partir de algunos acuerdos previos en cuanto a los roles de cada uno de los músicos en los distintos momentos de la pieza.

“Lo que convirtió el disco de Mamie Smith en algo tan fenomenal –dice– fue que a ”Crazy Blues“ lo compraron tanto oyentes negros como blancos. Estaba ocurriendo algo nuevo. Los cantantes clásicos como el tenor Caruso y los cantantes melódicos profesionales como Jolson ya llevaban a la gente un repertorio más popular, pero siempre en forma tan lustrosa y bien arreglada como el pelo con brillantina de Jolson. A diferencia de ellos, Smith transmitía una emoción sin barniz. Toda una cultura reconoció su voz en la de la artista, pues ésta combinaba el pregón de un vendedor ambulante con la garra de una lavandera furiosa tras siglos de humillación, y, a la vez, el puro gusto por la vida de una joven.

No era la primera vez que un cantante popular destacaba por esa frescura y espontaneidad, por supuesto, pero hasta entonces no se había grabado una interpretación como la de Mamie. La voz de los de abajo llegó a los elegantes salones de las clases media y alta, y fueron los jóvenes, en particular, quienes sintieron que también hablaba por ellos. Mientras Mamie Smith disfrutaba de su personal oleada de éxitos como “Reina del Blues”, otros artistas negros empezaron a difundir el atractivo del jazz dentro y fuera de los Estados Unidos. El jazz era muchísimo más que una melodía bailable. Era el hijo de la esclavitud, de los speakeasies (los bares ilegales donde actuaban), la fuente de inspiración de la indecencia y la irresponsabilidad; era subversión acústica, la infiltración musical de vidas al límite, en los márgenes, hacia el centro de la sociedad.

En Norteamérica, un grupo de jóvenes músicos negros –entre otros, Louis Armstrong, Jelly Roll Morton, Sidney Bechet, Bessie Smith y Duke Ellington– a menudo sólo podían actuar en clubs y bares ilegales o exclusivamente para negros. En cambio, en Europa, donde todavía coleteaba la pesadilla de la Primera Guerra Mundial, actuaban en las grandes capitales, donde los saludaban como a heraldos de una nueva época. En cierto modo, el jazz encarnaba todo lo que había cambiado y más; encarnaba el hecho de que ya nada era como antes de 1914.“

La palabra “blue”, asociada con la melancolía, ya era utilizada en la Inglaterra del 1600 donde se hablaba de los “blue devils” que surgían en la mente durante las borracheras severas. Los mismos diablos azules aparecen en una farsa de 1798, titulada precisamente de esa manera y escrita por George Colman y, el Estados Unidos, el azul estaba unido a la idea de la alucinación, el alcohol y las borracheras tristes hasta el punto de que a la ley que prohibía la venta de alcohol los domingos la llamaban la “blue law”. Es importante tener en cuenta que para los angloparlantes no solo muchas palabras portan varios significados sino que la elección de uno nunca descarta totalmente a los otros. Es decir que algo triste seguirá siendo, en alguna parte, algo azul. El primer uso claro registrado de esta nueva noción afectiva de lo azul tal vez sea el de John Adam Audubon, un viajero que llegó a los Estados Unidos a los 18 años, allí se quedó, viajó por todos los territorios que pudo y escribió en 1827 un libro llamado The Making of an American donde confiesa, en un momento “tener el blues” refiriéndose obviamente a la melancolía. Una maestra negra llamada Charlotte Forten, que enseñaba a leer y escribir a esclavos libertos y a sus hijos, escribió, en 1862, que la dura tarea que llevaba a cabo la hacía regresar diariamente al hogar con “el blues”.

En cuanto al estilo, esas nuevas canciones que poco a poco fueron conquistando el status de la música de escucha –primero en bares y carpas de circo y más tarde en el disco y la radio y mucho después en salas de concierto– tenían algunas características que acabarían inseminándolo casi todo. El cambio de color y textura de cada nota, por breve que fuera, a lo largo de su transcurso –ese oscurecimiento del color que tan bien aprenderían el pop y el rock a través de Mick Jagger– y las afinaciones microtonales, por supuesto. Pero, sobre todo, aquello que no podría haberse llamado de otra manera que “blue notes”. Esas séptimas, terceras y quintas de la escala descendidas, heredadas de Africa, que ya aparecían, por ejemplo, en “A Negro Love Song”, el segundo movimiento de la Suite Africana compuesta en 1898 por Samuel Coleridge Taylor, un compositor inglés de padre africano (oriundo de Sierra Leona) y que serían centrales en el primer movimiento del Concierto en Sol para piano y orquesta que Maurice Ravel compuso entre 1929 y 1931.

Otro elemento que el blues legó a otras músicas –al jazz en primer lugar– fue la manera de imitarse mutuamente entre la voz y los instrumentos, algo notable en las numerosas grabaciones junto a cantantes de blues que a partir de 1924 realizó un joven cornetista llamado Louis Armstrong que el año anterior había comenzado su larga carrera discográfica como integrante del grupo de King Oliver. En esos primeros años, hace casi exactamente un siglo, Armstrong participó en registros de las intérpretes de blues más importantes del momento: Ma Rainey, Virginia Liston, Alberta Hunter, Margaret Johnson, Sippie Wallace, Maggie Jones, Clara Smith, Bessie Smith, Trixie Smith, Blanche Clloway, Bertha “Chippie” Hill y Hociel Thomas. En algunas de esas grabaciones aparecen también otros nombres fundantes del jazz, como los pianistas Clarence Williams y Fletcher Henderson –en cuyas bandas también revistó Armstrong en esa época–, los clarinetistas Don Redman y Sidney Bechet y la pianista Lil Armstrong. Y en todo ese conjunto maravilloso de canciones e intérpretes que rara vez se escucha y del casi nunca se habla, aparece lo mismo: la corneta y las voces juegan a ser cada una la otra y surge una unidad expresiva extraordinaria. Escuchen en detalle, por ejemplo, las preguntas y respuestas entre la voz y la corneta en el “St. Louis Blue” grabado por Bessie Smith el 14 de enero de 1925 con Armstrong y Fred Longshaw en órgano.

Hubo blues rural, blues del Delta –es decir del Sur Profundo–, urbano, carcelario, blues de Memphis y de Chicago y, desde ya, también blues blanco. Algunos cantaron historias de abandono, otros eran abiertamente eróticos, los hubo humorísticos. Hubo músicos como Robert Johnson y más adelante Freddie y Albert King inmensamente influyentes para el rock –y para el blues inglés­–, y, si bien no existe jazz que no dialogue de alguna manera con el blues, la obra de algunos artistas como Charlie Mingus es directamente impensable sin esa referencia. Pero, como hubiera dicho Sheherazade –alguien que tal vez en otra época y otro lugar hubiera sido cantante de blues– esa ya es otra historia.

 

Diego Fischerman es autor del blog El sonido de los sueños: https://xn--sonidodesueos-skb.com/

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