Martha Argerich, la mujer del toque mágico
En El hombre del toque mágico, una novela publicada en 1994, Stephen Vizinczey cuenta cómo un adolescente alienígena, torpe y maleducado, estrella en la Tierra la nave que le robó al padre. Su desprecio por la raza humana es absoluto, hasta que escucha la música del planeta. No entiende cómo seres tan primitivos pueden haber logrado tal cosa pero se rinde a la evidencia. Martha Argerich, con más de sesenta años de carrera asombrosa, es alguien que, según Vizinczey y su irresponsable extraterrestre, bien podría salvar a la raza humana del escarnio. Y es que tiene, también, un toque mágico. Algo que hace que ella, siendo una de las grandes intérpretes de la historia, no se parezca a nadie más. Hay algo indefinible, algo más allá de la posibilidad de explicación, un resto de texto resistente a cualquier teoría, que hace que las mismas notas y los mismos ritmos que otros han tocado suenen, en sus manos, siempre como por primera vez.
Ya su primer disco, publicado en 1961, despertó el asombro de la revista especializada Gramophone. “Martha Argerich puede reclamar ser considerada como un fenómeno incluso entre virtuosos. Su técnica es prodigiosa y tiene sólo 21 años…”, decía. El comentarista, sin embargo, no era entusiasta. Reclamaba, supuestamente, más madurez pero, sobre todo “más toque femenino”.
Su segundo disco en la Deutsche Grammophon fue editado en 1967 y tenía como título Fréderic Chopin. Dos años antes, ella había ganado, en Varsovia, el premio que llevaba el nombre de ese compositor, tal vez el más importante para los pianistas. La revista inglesa era, ya entonces, más efusiva. Contaba acerca del concurso y de que en un reportaje ella había asegurado que no se consideraba una especialista en Chopin. Y rubricaba: “Tiene dones naturales y con su blend entre técnica y temperamento tiene el poder de convertirse en una de las más grandes artistas de nuestro tiempo”. La pianista no había cumplido aún 26 años. “Va por Chopin como una tigresa”, escribía el crítico.
Ese mismo año grababa junto con la Filarmónica de Berlín los Conciertos en Sol Mayor de Ravel y Nº 3 de Prokofiev. El director era Claudio Abbado, un joven italiano que mucho después transformaría el sonido y el repertorio de la orquesta al convertirse en el sucesor de Herbert von Karajan. El Concierto de Ravel, que Argerich y Abbado volvieron a grabar diecisiete años después con la Sinfónica de Londres, será la apertura del Festival que la pianista encabeza desde hoy en el Teatro Colón (el conductor es otro socio de larga data, el suizo Charles Dutoit que, además, fue su marido y es el padre de Annie, su segunda hija). Ellos son los protagonistas, por otra parte, de una grabación legendaria, la interpretación del Concierto Nº 1 de Piotr Illich Tchaikovsky registrada en 1971.
Otra leyenda tiene que ver con la Partita en Do Menor de Johann Sebastian Bach, una obra que Argerich grabó en 1980 y que tocará en su concierto de mañana en Buenos Aires. “Por ahí es que tengo swing, ¿no?”, me dijo alguna vez, jugando en esa frontera entre la ingenuidad y la sabiduría que sólo ella puede manejar con tal naturalidad. Y se refería a otro de los grandes Misterios Argerich: no cambia una sola nota, no hace a la partitura un solo agregado, pero, tocado por ella, el movimiento rápido de la Sinfonía –así llamo Bach a la apertura de esta Partita– tiene una cualidad inocultablemente jazzística.
“Aquella sonrisa y aquel gesto pertenecían a una mujer de veinte años”, describe Milan Kundera, uno de los escritores favoritos de Argerich, la despedida de una bañista a su instructor. La frase, que abre la novela La inmortalidad, no podría ser más exacta si hablara de la propia Argerich. Y, obviamente, de su manera de tocar. Cuando era casi una niña, deslumbraban su concentración y su temperamento. En la actualidad, maravilla su frescura y la capacidad de sorpresa de cada una de sus interpretaciones. Hay algo allí, también, de inmortalidad.
DF
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