Mirar las miradas: Cecilia Pahl y el juego con las tradiciones
Cecilia Pahl, Estampas argentinas (Club del disco, 2022)
En el universo de la música de tradición popular, la obra no está completa hasta que es interpretada. Si una sonata de Mozart es la misma aunque infinidad de pianistas la hayan tocado y cada uno de ellos haya puesto allí algo de su sensibilidad, “La Cumparsita” de Firpo no es la misma que la de Troilo y mucho menos que la que Piazzolla grabó en 1967. El jazz basa su naturaleza en esta particularidad: allí la interpretación es la composición. Pero no es el único género donde eso sucede. Por algo los fanáticos de Pugliese despreciaban a D’Arienzo o los seguidores de Los Fronterizos no querían tener demasiado que ver con Los Chalchaleros. Una interpretación, en las músicas populares, es mucho más que eso. Es una escucha firmada.
La cantante Cecilia Pahl, responsable de varios discos excelentes, entre ellos Corochiré, dedicado a piezas de Ramón Ayala, decidió partir, para Estampas Argentinas, su nueva publicación –cuyos anticipos fueron comentados en la sección Raíces, de elDiarioAr (aquí y aquí)–, de canciones escritas por autores de la tradición académica: Alberto Ginastera, Carlos López Buchardo, Carlos Guastavino y Gilardo Gilardi. Canciones que, de alguna manera, buscaban reproducir el camino del bohemio Antonin Dvorak, el ruso Modest Mussorgsky o, más cerca en el tiempo, el español Manuel de Falla. Obras que desde los márgenes del canon –edificado alrededor de la ópera italiana y la música de concierto alemana, en gran medida– encontraron, en la acentuación de sus particularidades, la forma de ser aceptadas –hasta cierto punto– en el cuadro de honor, aunque más no fuera en los últimos puestos.
La valorización de lo popular –y el reconocimiento de que allí había un saber– era un fenómeno bastante reciente. La palabra “folklore” (saber del pueblo) había sido inventada recién en 1846 por el fotógrafo y ensayista inglés William John Thoms pero, sobre el final del siglo XIX, y en gran medida gracias a la ampliación del mercado del arte y el entretenimiento posibilitada por la máquina de vapor y los trenes y barcos que unieron mundos hasta ese momento escindidos, los tránsitos entre tradiciones se hicieron mucho más frecuentes. Y si George Gershwin en los Estados Unidos, Heitor Villa-Lobos en Brasil o Amadeo Roldán en Cuba encontraron caminos propios para componer sus óperas y obras de concierto trabajando sobre materiales populares, sus equivalentes argentinos tuvieron una historia levemente diferente.
A diferencia de lo que pasó en otras partes, o con otras artes, el gesto reivindicatorio de lo popular fue asociado, aquí, con el conservadurismo y no con el progreso. Los “nacionalistas” fueron radiados por la inteligentsia y desterrados al dudoso campo de la “música de salón”. Y el universo de la música de tradición académica nunca acabó de tomarse demasiado en serio esas miniaturas perfectas, dibujadas alrededor de la tensión entre su declarada sencillez y la exacta orfebrería de su construcción.
Guastavino, Gilardi, López Buchardo o Ginastera releían la cultura rural (que como demostraron otros aconteceres siempre fue entendido como la argentinidad pura) tomándola como arcilla de sus composiciones que, en el campo de canción alcanzaron un cierto estado de gracia. Pahl, junto con Matías Arriazu y Ernesto Snajer, dos de los mejores guitarristas argentinos, rehacen el camino pero, por supuesto, no de manera totalmente inversa. No renuncian a la idea de relectura sino que la profundizan. No desechan las sutilezas de Ginastera o Guastavino en los matices o en las oscuridades de las armonías sino que las toman como nuevos puntos de partida.
Si en los compositores clásicos asociados con el nacionalismo se miraba a algunas de las tradiciones de la música popular argentina, Snajer, Arriazu y Pahl miran esas miradas y las convierten en objetos nuevos. Y descubren, en su interior, una vitalidad y una comunicatividad extraordinarias. Y en sus interpretaciones, en esas escuchas firmadas, no hay gota alguna de afectación ni de impostura. Apenas una de las mejores músicas imaginables.
Michael Brecker, Pat Metheny, Kenny Kirkland, Charlie Haden, Jack DeJohnette. “My One and Only Love”, 1987
“La posición más peligrosa para un músico de jazz es ser el tipo de la banda al que le toca hacer su solo después del de Michael Brecker”, dijo el guitarrista Pat Metheny. Y eso es justo lo que hace en una de las grabaciones más importantes del jazz, donde sigue al saxofonista nada menos que en “My One and Only Love”, la balada que quedó indisolublemente ligada a John Coltrane a partir de su versión junto con el cantante Johnny Hartman. Es decir, Brecker se mide con aquel por el cual, en sus propias palabras, decidió dedicarse a la música y con una de sus grabaciones ejemplares, y Metheny debe volver a hacerlo y después que él.
El pasado 13 de enero se cumplieron 15 años de la temprana muerte de Brecker, el único músico que se convirtió en el más influyente de su generación antes de haber grabado ningún disco como líder. Cuando en 1987 publicó su primer álbum solista, llamado simplemente Michael Brecker, ya había tocado con Sean Lennon, Dire Straits, Paul Simon, Steely Dan, Frank Sinatra, Joni Mitchell, The Brecker Brothers, Lou Reed, Chick Corea, Bruce Springsteen, Aerosmith, Eric Clapton y Frank Zappa, entre muchos otros, y era el saxofonista más imitado –mal imitado– del momento.
En su versión de “My One and Only Love” hace lo único que Coltrane no había hecho: introduce el tema, durante más de dos minutos, totalmente a solas, en una exhibición de técnica –y también sensibilidad– única. Luego entra el grupo –una selección pocas veces igualada–, él desarrolla el tema y, después, viene el solo de Metheny. Variar la melodía –es decir variarla más, o de una manera distinta–, era imposible. Entonces el guitarrista tomó el único camino que había O el único que había para él, capaz de pensar melódicamente todo el tiempo, a cualquier velocidad y sobre cualquier secuencia de acordes, por compleja que fuera: improvisó un nuevo tema sobre el tema.
El resto del disco es, por supuesto, excelente. Pero en los 8 minutos y dieciseis segundos de “My One and Only Love” anida mucho de lo que hace a la esencia del jazz.
https://open.spotify.com/album/1pup2rw6rpOQ4qUVL0h1To?highlight=spotify:track:501uz5CZpKj8DogjQupIYZ
J. S. Bach. Sonatas & Partitas. Leila Schayegh, violín barroco
Dios del rito particular que entronizó la “música absoluta”, Johann Sebastian Bach fue, entre muchas otras cosas, un experimentador constante. Parte de esas búsquedas pueden escucharse en su manera de subvertir las funciones habituales de los instrumentos. Conciertos donde el acompañante se vuelve solista, cantatas donde el órgano o la viola llevan las melodías principales, y combinaciones absolutamente infrecuentes (como la del Concierto Brandeburgués Nº 2 que inspiró el arreglo de “Penny Lane, de The Beatles). Pero, además, la posibilidad de pensar el contrapunto (la relación entre distintas voces) en instrumentos que sólo podían tocar una por vez, como el cello o el violín.
Las seis Sonatas y Partitas para este instrumento solo crean, permanentemente, la ilusión de acompañamientos que son sugeridos como sombras. Obras maestras de “lo abstracto”, estos conjuntos de danzas que jamás fueron abstractos en sentido estricto encuentran una interpretación tan fluida y danzante como profunda y tridimensional en manos de la extraordinaria violinista Leila Schayegh y en un antiguo instrumento con cuerdas de tripa que trasciende cualquier polémica acerca de la posible frialdad de las corrientes de interpretación “históricamente informada”.
DF
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