No será con mi ley
Al menos desde 2018, el fantasma de la República de Weimar recorre algunas conversaciones en Buenos Aires. El triunfo de Jair Bolsonaro develó que en el mundo actual existe espacio para los neofascismos y que ese espacio se explica, al menos en parte, por el fracaso de los proyectos pluralistas al momento de transformar las condiciones materiales de vida de las personas a las que dicen representar. No importa que la Argentina esté, contra toda intuición, dentro del mundo, o que tienda a imitar con exageraciones groseras lo que pasa en Brasil: hasta el domingo, nuestra intelligentsia pretendió olvidar que la amenaza neofascista está viva en la Argentina.
No vamos a intentar explicar en estas líneas por qué el proyecto político de Javier Milei se emparenta con experimentos neofascistas. Tal vez su hipotético gobierno se descubra como liberal, pero, hasta ahora, la retórica de La Libertad Avanza ha coqueteado con rasgos propios de los fascismos históricos: un anticomunismo grotesco (pese a la inexistencia actual de una amenaza comunista); una heteronomía radical (los imperativos de su proyecto deben rastrearse en nociones trascendentes, como el derecho natural a la propiedad o las leyes inflexibles del mercado); y una naturalización de las jerarquías, en la que los lazos de competencia priman por sobre los de cooperación y se glorifica la violencia hasta el punto de proponer la aniquilación del adversario (“gusano, te voy a aplastar en una silla de ruedas”).
La pregunta sobre cómo enfrentar exitosamente a los fascismos no encuentra respuesta sencilla. Los proyectos fascistas del siglo XX triunfaron en lo político y fueron derrotados recién en lo militar. El triunfo cultural, si vino, llegó después de los tanques T-34. Seguramente reflexionaremos mucho sobre esto en las próximas semanas, pero es lícito temer que la historia no nos haya legado un aprendizaje genuino sobre cómo derrotar al fascismo.
En estas líneas no está la fórmula para la victoria de la política democrática; lo único que hay es una advertencia que debería ser obvia: las herramientas oxidadas del pluralismo aburguesado son contraproducentes para convencer a quienes, con su voto, denuncian desesperadamente su rotundo fracaso. Jamás convenceremos a quienes quieren barajar y dar de nuevo de que no pueden hacerlo porque el mismo sistema al que quieren reemplazar se los impide, de que el statu quo que vienen a desafiar se ha autocoronado como inamovible. En vano invocaremos para ello una ley o una constitución (“¡entonces cambien la constitución!”) o, peor, mandaremos a los votantes a leer fallos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos como si fueran alumnos confundidos.
Hubo varios ejemplos de esta retórica, pero concentrémonos en uno. Recientemente, Milei insistió en que, frente a la hipotética inacción de un Congreso en el que no tendría mayoría, desempolvaría el mecanismo de la consulta popular. Específicamente, anunció que la cuestión del aborto sería sometida a una consulta popular no vinculante.
La respuesta progresista y bienpensante se envolvió de retórica jurídica, articulando la idea de que los derechos no se plebiscitan. Se trata de una pésima idea. Falsa en lo jurídico y, más importante, errada en lo político.
La Constitución Nacional prevé la consulta popular y su texto no impide la convocatoria para conocer la posición de la ciudadanía en asuntos penales. Si la proposición según la cual “los derechos no se plebiscitan” pretende significar que la Constitución prohíbe la consulta popular en estos casos, entonces, estamos ante una proposición falsa.
En cambio, si “los derechos no se plebiscitan” busca expresar que los derechos están y deben estar sustraídos del debate democrático, entonces la proposición -además de falsa- es inaceptable. Los derechos son regulados por el Congreso a través de las leyes. Así lo prevé la Constitución y así se hizo, por ejemplo, con la interrupción voluntaria del embarazo.
Los derechos y sus alcances, lejos de estar sustraídos del debate democrático, son y deben ser establecidos a partir de dicho debate. Desde una posición genuinamente democrática no puede aceptarse que los derechos sean definidos por élites cuya autoridad está divorciada de la autoridad del pueblo. Como dicen Robert Post y Reva Siegel, los asuntos morales complejos, que dividen sociedades enteras en el mundo, no desaparecen con un truquito metodológico pergeñado en un tribunal o en un seminario.
Separar el derecho de la plebe es un gesto típicamente patricio. No sorprende que quienes lo intentan sean impugnados con el estigma de “la casta”. Lo que sorprende es que no vean la naturaleza antidemocrática de su estrategia retórica. Frente a la amenaza de que una amplia franja de la población pretenda decidir sobre un asunto que les importa, se les dice, por las dudas y anticipadamente, que ya no pueden, que ese asunto ya lo decidimos antes de que ellos llegaran. Hay cosas que quedan así, aunque formen un partido y ganen las elecciones.
La provocación plebiscitaria debería ser respondida con bastante menos discurso jurídico y bastante más discurso político. Si nos invitan a las elecciones, si nos invitan a una consulta, lejos de pedir por favor que guarden las urnas, deberíamos pedir que las saquen de paseo. Deberíamos entusiasmarnos con que, tras un debate democrático profundo, podremos ratificar voto a voto lo que llamamos derecho. Llegado el caso, tal vez, podamos impugnar al plebiscito por estar diseñado de un modo sesgado o ser llevado a cabo de un modo violento. Pero este boicot será, de nuevo, una estrategia política, y de ningún modo implicará que quienes pretenden decidir asuntos importantes lo hacen por mera ignorancia de la jurisprudencia internacional.
Tal vez deberíamos confiar más en nuestro pueblo, especialmente cuando está movilizado por un ímpetu anti oligárquico. También podríamos pedirle al futuro gobierno, ya que estamos, que sondee la opinión de la ciudadanía sobre la educación pública, el rol del estado o el sistema tributario. Claro, es tentador ampararse detrás de lo ya conseguido en momentos en los que éramos nosotros quienes teníamos acceso a la maquinaria del estado. Pero, entonces, no deberíamos reírnos cuando nos llamen “casta”.
SG/JN/DTC
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