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OPINIÓN

Saber y no saber

La palabra disociación se impuso coloquialmente en estos años como una falta de registro emocional de los actos.

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Hay personas en las que el único signo de una disociación es la relación con el tiempo: llegan sistemáticamente tarde todos a los lugares o se demoran demasiado en actividades que les impiden pasar a otras.

Es como si no hubiera continuidad en su modo de vida: puede ser que salten de la cama, porque se quedaron dormidas, se bañen a las apuradas y, luego, demoren una hora en desayunar. Las justificaciones conscientes de esta manera de actuar no significan nada.

Lo que importa es el sentido inconsciente, que se constituye por disociación. Por lo general, esta actitud, una vez que se la corrobora en el manejo del tiempo, se constata en otros síntomas, personales y vinculares –como cuando no pueden unir grupos de diferentes personas o estar con más de dos personas a la vez.

Es importante reflexionar sobre qué significa la disociación, como mecanismo psíquico, en la medida en que este término se utiliza cotidianamente hoy de manera cada vez más frecuente; pero antes de pasar a un desarrollo, vamos con otro ejemplo.

Creo que a varios nos pasa que, si vamos a un bar y nos ponen una bandejita de maní, junto con el chopp de cerveza, casi sin darnos cuenta nos bajamos la bandejita entera.

Me interesa ese “casi sin darnos cuenta”. Porque lo sabemos y no lo sabemos. Comemos un maní y después otro, pero ninguno se suma al anterior, no se termina de inscribir una cuenta.

Escribo esto y pienso también en cómo mi abuela se comía una panera entera: distraídamente pellizcaba los panes y, al final, era como si no los hubiera comido. No le había fallado a su dieta.

Ese modo distraído de hacer, con una conciencia ambigua (que sabe y no sabe), sin registro formal del acto es un tipo de disociación, una que se practica en la vida cotidiana. La disociación presta un gran servicio a nuestro modo habitual de vivir, a veces mucho más que la fantasía.

La disociación puede estar en actos mínimos –como fumar un cigarrillo o tararear una canción– y puede llegar a escisiones como las de una personalidad esquizoide. Lo que intento destacar es cómo hay toda una parte de nuestra vida que no tiene como frontera básica la fantasía como refugio expansivo, desde el que recuperar la realidad, sino una parte separada de la realidad, que no admite modificación y consume un montón de energía psíquica.

El costo de esas disociaciones, cuando fracasan, es una culpa que se vive por no haber pensado a tiempo; parece un reproche obsesivo, pero no lo es. Se trata más bien de culpa paranoide por haber sabido y no sabido algo o, mejor dicho, por poder saberlo drásticamente, cuando ya es irreparable. Esta culpa es paranoide porque no se inscribe como deuda, pero este es otro tema.

Ahora sí pasemos a la precisión terminológica. Hay un sentido vulgar de la palabra disociación, que es el que se impuso coloquialmente en estos años, en términos de una desafectación o una falta de registro emocional de los actos. Así, por ejemplo, en lenguaje ordinario alguien dice “Me disocio” –en chiste– como quien dice “Hago de cuenta como que no pasa nada y las cosas no me afectan”.

Este uso coloquial de la palabra disociación no es que no tenga nada que ver con el sentido estricto del concepto, pero está más cerca de la posición histérica –que finge más o menos indiferencia (“finjo demencia”, también se dice hoy)– y se expresa en esa actitud con que el cine español tradujo en su momento el título de una película de Billy Wilder: “Con faldas y a lo loco”.

En el marco de la teoría psicoanalítica la disociación es un mecanismo defensivo específico que se reconoce en el contexto de una transferencia particular: es la situación de quienes se presentan a la consulta y durante un tiempo colaboran para que el analista se haga una idea acabada de su sufrimiento

Para establecer una diferencia conceptual, quizá pueda decirse que para el sentido general de la disociación puede plantearse que se trata de un rasgo “disociado”, mientras que para el sentido restringido cabe usar el término “disociativo”.

Ahora bien, en el marco de la teoría psicoanalítica la disociación es un mecanismo defensivo específico que se reconoce en el contexto de una transferencia particular: es la situación de quienes se presentan a la consulta y durante un tiempo colaboran para que el analista se haga una idea acabada de su sufrimiento. El primer problema es este: la idea demasiado clara que se hace el analista de lo que le pasa al paciente, que es un modo de dar cuenta de que ese sufrimiento no está subjetivado.

Por lo tanto, en un segundo momento, toda esa colaboración se vuelve resistencia. No una resistencia ante el deseo (como ocurre en el análisis de las neurosis) sino ante el pensamiento del analista, que se vive como una exigencia en relación con las acciones que debe hacer el paciente. En este punto, el analista corrobora esta exigencia por el fastidio o malhumor que lo invade contratransferencialmente y, del lado del paciente, aparece dificultad para pensar e impotencia para actuar. En los tratamientos de pacientes disociativos se juega la interrupción del tratamiento como el núcleo mismo del análisis.

Mientras que los neuróticos son personas que desde una historia resignifican su pasado, lo re-crean –por ejemplo, a través del análisis–, quienes viven en un pasado sin historia sufren de un efecto disociativo.

La historia de los neuróticos se constituye a partir de sus represiones. Como al protagonista proustiano, un perfume los traslada a otra escena.

La disociación, en cambio, se ancla en lo no-integrado. Pienso en tres formas en que se presenta esta posición:

1. Narración de uno mismo a partir de traumas. En efecto, “trauma” es el primer nombre de la no-historia en psicoanálisis; por eso esta disciplina antes que pensar en la realidad o no de la escena traumática, interroga más bien su necesidad narrativa.

Es notable cómo en el siglo XXI el sujeto del trauma desplazó al sujeto del síntoma neurótico, a este que vivió dos guerras mundiales; mientras que hoy hablar de uno mismo es hablar de los daños sufridos en la infancia (estamos “rotos”, palabra que vela cualquier relación con el descubrimiento de la sexualidad infantil).

2. La locura. Esta vía la exploraron Françoise Davoine y Jean-Max Gaudillière, de un modo inmejorable. Entre las locuras que ellos destacan, situaría también a la depresión. El deprimido –que no es el melancólico– es un ser “a-histórico”.

3. Las llamadas “neurosis de destino”, ya entrevistas por Freud y que hoy podrían releerse a partir de esta distinción entre pasado e historia. El pasado se convierte en destino cuando no está la mediación de la historia como recurso de constitución psíquica.

La utilización cada vez más frecuente del mecanismo de disociación es un tema central en la psicopatología del psicoanálisis y la psicoterapia en general. Aquí apenas pude mencionar unas líneas que podrían retomarse en otros artículos más profundos. Sí creo que es interesante concluir con una pregunta abierta: ¿por qué este mecanismo tiene una mayor presencia en el psiquismo del siglo XXI, mucha más que la represión propia de las neurosis? 

LL/MF

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