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QUÉ ESCUCHAR

Lo que se oculta en lo no dicho

Gabriel Fauré

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Hubo cien años en que la música cambió para siempre. Y es que en ese siglo transcurrido entre 1830 y 1930 fue el mundo el que cambió para siempre. Dos libros, ninguno de ellos dedicado especialmente a la música, explican lo sucedido con la música de ese período como ninguno. Uno es el monumental ­–y extraordinario– Los europeos, de Orlando Figes (publicado en castellano por Taurus). Allí, el historiador que realizó el retrato definitivo de Rusia –en El baile de Natacha, La revolución rusa y Los que susurran– aborda, como aporte personal en contra del Brexit, la invención de “lo europeo” a partir de una pregunta: por qué en los comienzos del siglo XX en toda Europa se valora la misma pintura, se leen los mismos libros y se escucha la misma música. Uno de los ejes que toma en cuenta es la ampliación de las redes ferroviarias y dos consecuencias fundamentales: las librerías de estación –y los libros baratos– inventadas por Hachette y las giras de los artistas. El otro es la vida de tres personajes: la cantante Pauline Viardot García, intelectual y artista brillante, estrella en las óperas de Rossini, Meyerneer y Gounod, íntima amiga de Clara Schumann y George Sand, su esposo, Louis Viardot, y su amante, Ivan Turgenev. Viardot fue, tal vez, el primer representante de artistas de la historia y, también, el primer divulgador de la crítica de las artes plásticas; Turgenev fue uno de los fundadores del naturalismo.

El segundo libro se titula La fractura –bien podría llamarse La grieta–, y lo escribió Philipp Blom (lo publicó Anagrama). Se refiere al período que va de 1918 a 1938 –del fin de la Primera Guerra Mundial al comienzo de la Segunda–. También habla de Europa, pero comienza contando la primera grabación de un blues realizada por un grupo íntegramente afroamericano: el registro de “Crazy Blues” por Mamie Smith, junto con Johnny Dunn en corneta, Dope Andrews en trombón, Ernest Elliott en clarinete y Leroy Parker en violín, el 10 de agosto de 1920. El inglés Figes menciona, en el subtítulo de su libro, “el nacimiento de la cultura cosmopolita” y el alemán Blom narra su disolución –entre muchas otras disoluciones–.

Otra historia, escrita por Gerald Abraham exactamente en el momento en que el ensayo de Blom concluye, en 1938, se titulaba A Hundred Years of Music (fue traducido por Alianza como 100 años de música), abarcaba el período entre 1830 y 1930 y, como el autor afirma en el prólogo, “podría subtitularse ‘Triunfo, decadencia y caída del romanticismo musical’”. Ese es exactamente el período en que vivió el más secreto, el más perfecto, el más distinto a todos los compositores, pero también el que influyó a cada uno de ellos y posiblemente el más melancólico y solitario de todos, Gabriel Urbain Fauré, de cuya muerte se cumplirán 100 años en 2024. Su primera obra, de 1861, fue una canción, “La mariposa y la flor”, con texto de Victor Hugo. En ese año, Antonin Dvorak escribía su primer cuarteto para cuerdas y Johannes Brahms sus dos cuartetos para piano y cuerdas. La última obra de Fauré fue su Cuarteto para cuerdas, concluido poco antes de su muerte, en 1924. Ese año, Sergei Prokofiev estrenaba su segundo Concierto para piano y orquesta y George Gershwin su Rhapsody in Blue, Maurice Ravel componía Tzigane y Arnold Schönberg su ópera breve La mano bendecida.

Homenajeado –y releído– hace poco por el pianista de jazz Brad Mehldau, en Après Fauré (comentado aquí en elDiarioAR), este compositor discípulo de Camille Saint-Saëns –que le presentó a Pauline Viardot y lo convirtió en personaje secundario de Los europeos– y maestro de Ravel  cuenta, en su propia obra, aquello de lo que hablan Figes, Blom y Abraham, esos 100 años en que las reglas del mundo –y del arte– se dieron vuelta como una media. Mehldau, al hablar de él, lo llama el “revolucionario silencioso” y es que, en rigor, en esas composiciones bellísimas lo que se pone en tela de juicio, rechazando cualquier altisonancia, es la idea de temporalidad –y direccionalidad– que había regido a la música durante unos seis siglos. Esa cierta idea narrativa, hecha de tensiones y distensiones –y de un embudo que tarde o temprano desembocará en el inevitable chan-chan final– se sostenía también en una relativa simetría rítmica: frases que el oído podía identificar como preguntas y respuestas. En la música de Fauré hay una serenidad, una suerte de estado contemplativo, que deriva del sistema armónico del romanticismo pero que nada tiene que ver con sus urgencias. Es posible que uno de los mejores ejemplos sea el Pie Jesu de su Requiem escrito en 1887 para pequeño grupo y expandido finalmente a una orquesta en 1901.

En el primer movimiento de la segunda sonata para cello se hace evidente esa clase de melodía, dictada por la fluidez, que abre la puerta a lo que a partir de Claude Debussy algunos identificarán como impresionismo musical. Está allí, en todo caso, ese mundo de luces y sombras en que los contornos se difuminan. Un lenguaje de sugerencias más que afirmaciones o donde, en todo caso, lo que se dice se oculta en lo no dicho.

Como más adelante sucederá con Ravel, es muy poco lo que se sabe de Fauré, más allá del enamoramiento por Marianne, una de las hijas de Pauline Viardot, el compromiso roto por ella más tarde, su ataque de depresión posterior –él lo llamó spleen–, su amor tardío por la cantante Emma Bardac, y su ordenada vida como organista en La Madelaine, y como profesor de música, apenas alterada por las salvajes internas alrededor de la dirección del Conservatorio de París, cargo que finalmente ocupó entre 1905 y 1920. Su misma obra niega de alguna manera la temporalidad. No hay allí estilos temprano o tardío sino un lenguaje situado exactamente en el borde de dos épocas. Una modernidad de discreción extrema que se hace presente, sobre todo, en sus notables canciones y en los exquisitos nocturnos para piano. Y que no casualmente es capaz de dialogar con Mehldau –o con las armonías veladas de Herbie Hancock, en su período con Miles Davis­– o incluso con el pop-jazz del organista Brian Auger, que convirtió en éxito su Pavana al grabarla con el grupo The Trinity en 1969.

Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/

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