Planetas alineados, corderos caídos y el huevo de una serpiente
El camino del infierno está sembrado de buenas intenciones, se dice. Lo contrario no es menos cierto. Por lo menos en el arte mucho de lo mejor, lo más inquietante, aquello capaz de cambiar una vida para siempre, a menudo ha nacido del caos, de lo incomprendido o, simplemente, de ideas pésimas. Es decir: los artistas casi nunca saben lo que hacen ni por qué. Y sus valoraciones de la obra propia normalmente no coinciden con las ajenas.
Los planetas, la suite de siete piezas sinfónicas que el compositor inglés Gustav Holst dedicó al sistema solar según una guía astrológica de mala muerte, y The Lamb Lies Down on Broadway, el sexto disco de estudio del grupo Genesis y el último con Peter Gabriel entre sus integrantes, son buenos ejemplos. No se trata de que Holst no fuera famoso. O de que su música no haya sido valorada en absoluto. De hecho, sus planetas están entre lo más escuchado del último siglo. En miles de películas que utilizaron su obra –sobre todo el tema ceremonial de “Júpiter, el portador de la alegría”– pero, en particular, a través de quienes lo imitaron (o tomaron sus enseñanzas, digamos). Si Giacomo Puccini inventó el concepto de la música de cine cuando el cine no existía –ese tema de Mimí, en La bohème, que aparece en escena antes que ese personaje y anuncia algo aún no sucedido–, Holst fue quien inventó el estilo. Sin él, ni La guerra de las galaxias ni Harry Potter –ni John Williams, obviamente– habrían sido como fueron. El caso de Los planetas es el de un éxito paradójico. O de una obra maldita al revés. Tal como sucede con esa especie de oratorio de argumento imposible, que todos en Genesis –salvo Gabriel– odiaron, los astros se alineaban, certeros, para un fracaso que jamás tuvo lugar. O no de la manera prevista.
Gustav Holst, que había nacido hace 150 años, en 1874, fue un autor atípico en más de un sentido. Se dedicó sobre todo a la enseñanza y componía los fines de semana y en las vacaciones. Y sus preocupaciones –y hasta su estilo– oscilaban del sanscrito y el hinduismo a los horóscopos, y, según su propia definición, en una carta enviada a un amigo en 1914, “sólo si me sugieren músicas”. En esa misma misiva aclaraba que “por eso estudié sánscrito; y recientemente el carácter de cada planeta me sugirió un montón de cosas y me dediqué a estudiar astrología”. Sus estudios, no obstante, y a pesar de que quienes lo conocieron afirman que era bastante ducho realizando cartas astrales, no parecen haber sido demasiado concienzudos si se repara en el hecho de que el título de las diferentes piezas de la suite está sacado de una guía publicada en Londres en esos años, What is a Horoscope?, escrita por un supuesto sabio en la materia, el teósofo Alan Leo.
La obra fue escrita durante la Gran Guerra. Los primeros bocetos son de 1914, fue concluida en 1917 y su estreno casi privado fue en septiembre de 1918, dos meses antes de que Alemania aceptara las condiciones del armisticio –una paz que, en realidad, nunca llegó del todo–. Y su primer número, “Marte, el portador de la guerra” tiene todo el aspecto de ser una referencia explícita. Sin embargo, según el propio autor, no hubo allí ninguna consideración que no fuera astrológica. O musical: los grandes contrastes; la instrumentación como materia maleable y, sí, cambiante como la posición de los planetas en el cosmos. Los Planetas tuvo sus fans desde el primer momento, empezando por el director Adrian Boult que fue quien estrenó la suite. La espectacularidad y el show orquestal al que daba lugar no eran un atractivo menor y estuvieron –y están– tanto en el centro de las virtudes reconocidas por sus defensores como de las críticas de la inteligentsia, que la entendió siempre como una obra menor, frívola y superficial.
Pero esas características –que sedujeron a los compositores para el cine– ocultaron otras cosas: la indudable modernidad, la riqueza rítmica, el tratamiento de los instrumentos y de la masa orquestal –que le debe tanto a Igor Stravinsky como al Arnold Schönberg de las 5 Piezas para orquesta, que fueron la confesada referencia de Holst–. Quienes estén especialmente interesados en la obra pueden bucear en las versiones conducidas por el propio compositor y en particular por la última que dirigió Boult, en 1978. Existe una interpretación –o una confesión– dirigida por Williams, al frente de Boston Pops. Y prácticamente todas las grandes orquestas y directores han sucumbido a sus encantos. Yo elijo, aquí, una reciente en que la espectacularidad no está reñida con el detalle motívico y el equilibrio de los planos sonoros, la de la Filarmónica de Londres –atendida por sus dueños, podría decirse– con dirección de Vladimir Jurowski.
Si se considera el disco From Genesis to Revelation, de 1969, como la prehistoria, y a Trespass, del año siguiente –y todavía con Anthony Phillips, uno de los fundadores, en la guitarra– como un brillante preanuncio, el Genesis clásico es el que une a Gabriel, Mike Rutheford y Tony Banks con Steve Hackett y Phil Collins, es decir el que va de Nursery Crime (1971) al cordero caído en Broadway en 1974. Habría todavía, ya sin Gabriel, un disco excelente (A Trick of the Tail, de 1976), otro con mucho de interesante (Wind & Wuthering , publicado ese mismo año) y el que cierra ese período, Seconds Out, grabado en vivo en 1977. Pero el destino estaba sellado. Con la historia de ese inmigrante portorriqueño llamado Rael, que se transfigura en rayo, que se encuentra a su hermano y a sí mismo, pero no del todo, entre seres deformes, que debe extirparse su sexo para salvarse de algo, pero tampoco, pero que circula por una hora y media de canciones notables, unidas por algunos motivos musicales que logran una cohesión formal bastante infrecuente, el grupo llega a su cenit. Y claro, para seguir hablando de astros celestes, comienza su caída.
No es, eventualmente, sólo el ocaso de un grupo musical sino el de todo un género. Eso que el mundo identificó como rock progresivo, o prog rock –el término no tuvo exactamente el mismo significado en la Argentina, donde denominó en bloque a todo lo que no explícita o preferentemente comercial–. Esa ambiciosa apuesta por ampliar los límites de una música de tradición popular que, en rigor, como la diplomacia de Clausewitz o el capitalismo de Lenin, encontró sus propias etapas superiores. En 1974, la Mahavishnu Orchestra de John McLaughlin publicaba Apocalypse, un disco en que participaba la Sinfónica de Londres con dirección del hoy célebre Michael Tilson Thomas y producido por George Martin, que lo consideró el mejor en el que había trabajado hasta el momento, lo que no era poco considerando que en la competencia estaban Revolver o Sgt Pepper’s Lonely Hearts Clun Band de The Beatles. Ese año se publicó además Mysterious Traveller, el primer disco de Weather Report que se alejaba declaradamente de la égida de Miles Davis. En 1975 llegaría, por el lado de eso que llamaron jazz rock, una obra conceptual y cargada de teclados, The First Seven Days, de Jan Hammer, ex miembro de la Mahavishnu. Y ya estaba en acción Return To Forever, un grupo comandado por Chick Corea –otro ex de Miles Davis– que empezó casi como cuarteto latino, pero tuvo su eclosión prog en 1976, con el extraordinario Romantic Warrior.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/
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