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QUÉ ESCUCHAR

La pulpera, el payador unitario, los ponchos colorados y el general que huía

Ignacio Corsini

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Andrea Corsini llegó a Buenos Aires a los diez años, en 1901, junto con su madre adoptiva, Soccorsa Salomone. Había nacido en Troina, Catania (en Sicilia) y nunca conoció a sus padres. Creció en Carlos Tejedor, en la provincia de Buenos Aires, dijo haber aprendido a cantar allí “de los pájaros, sin testigos” y cambió el Andrea natal, que en la Argentina se utilizaba como nombre femenino, por Ignacio.

Fue una de las primeras estrellas del cine y la canción argentinos. En 1917 filmó dos películas, Santos Vega y ¡Federación o muerte!. Como Carlos Gardel, comenzó interpretando payadas y otras canciones provenientes de la tradición rural (lo que se conocía como estilo campero) e incorporó poco a poco los tangos en su repertorio. Tuvo un éxito notable con uno de ellos, “Patotero sentimental”, que estrenó en 1922 en el sainete El bailarín del cabaret, grabó en disco ese mismo año y volvió a registrar ocho años después con la orquesta de Roberto Firpo (esa es la grabación que se encuentra en plataformas; la primera es inhallable).

Con su extraña voz nasal y su afinación imprecisa se convirtió en uno de los intérpretes más amados por el público. Fue quien popularizó “Caminito”, de Juan de Dios Filiberto, en 1927, luego de que Gardel lo grabara sin demasiada repercusión. Pero con el valsecito “La pulpera de Santa Lucía”, compuesto por uno de sus guitarristas, Enrique Maciel, junto con Héctor Pedro Blomberg –un poeta admirado entre otros por Raúl González Tuñón–, inauguró un género tan anacrónico como impensadamente exitoso: la canción rosista. A “La pulpera...”, y a sus ojos celestes que reflejaban la gloria del día, siguieron, entre otras, “La canción de Amalia”, “La mazorquera de Montserrat”, “China de la Mazorca”, “La guitarrera de San Nicolás”, “Tirana unitaria”, “El hijo del federal”, “La bordadora de San Telmo” y “Los jazmines de San Ignacio”.

Corsini grabó “La pulpera...” en abril de 1929, con Maciel, Rosendo Pesoa y Armando Pagés en guitarras, pero el año anterior lo había estrenado en la Radio Prieto. “El público reclamaba por teléfono, por correspondencia y hasta personalmente su repetición”, contaba Maciel en un reportaje realizado en 1948, pero, más allá de las anécdotas, los datos son inequívocos: 157.000 discos y 500.000 partituras vendidos ese año. La historia de la pulpera rubia del barrio (en ese entonces parroquia) de Santa Lucía, en la actual Barracas, de su huida con un payador unitario y del lamento por su partida, cantado por un mazorquero, fue capaz de seducir, a lo largo de los años, a artistas tan disímiles (y de talentos tan dispares) como Alberto Castillo, los Tucu Tucu, Luis Aguilé, Jairo, Antonio Tormo, Ginamaria Hidalgo, Palito Ortega y Andrés Calamaro (varios de ellos inigualables, en el peor de los sentidos, y cuyas interpretaciones del clásico están en su mayoría ausentes en las plataformas).

“Eterna maldición al bando odioso/ que convulso en frenéticos furores/ matanza, estragos, crímenes y horrores/ con feroz avidez ansía rabioso”, acusaba un soneto anónimo leído “en la función federal celebrada el 11 de septiembre en la Parroquia del Socorro, en reconocimiento del Todopoderoso por haber salvado la preciosa vida de nuestro Ilustre Restaurador de las leyes, del puñal alevoso de los salvajes unitarios vendidos al oro de los asquerosos franceses”, según cita el propio Blomberg en su Cancionero federal. El mismo texto podría haberse debido a los unitarios, por otra parte, y el cancionero popular, más allá de los cielitos de la época, llegó a regurgitaciones de escasa sutileza como las de Roberto Rimoldi Fraga, a la sazón yerno del dictador Alejandro Lanusse, en “Revuelo de ponchos rojos”, compuesta por él junto con Raúl Trullenque.

“Ya viene don Juan Manuel/ trayendo la paz y el orden/ Qué viva el Restaurador/ grita el pueblo y se alboroza”, cantaba en 1969, con enfático destemple, quien en 1995 fue asesor de Carlos Menem y en 2007 candidato a intendente de Pilar por la alianza que hermanaba a Francisco de Narváez y Mauricio Macri. El punto de partida de su ampulosa zamba era el asesinato de Dorrego, un episodio que unos años antes, en 1965, había originado la primera superproducción de la discografía argentina.

El Romance de la muerte de Juan Lavalle, publicado por Philips, fue el primer disco local de larga duración con tapa doble y sus nombres propios destilaban mesura y distinción: el escritor Ernesto Sábato, que leía allí la alucinada marcha de Lavalle por el Norte, perseguido por Oribe, que había formado parte de la novela Sobre héroes y tumbas, de 1961, y Eduardo Falú, el gran compositor, guitarrista y cantor que había convertido la circunspección en una de las bellas artes. Participaba también un coro, dirigido por Francisco Javier Ocampo y, en su primera grabación para Philips, una deslumbrante Mercedes Sosa, que interpretaba la vidalita “Palomita del valle”. Y que, en 1969, el año de los ponchos colorados de Rimoldi Fraga, dio voz a algunas de las canciones más bellas en otra gran producción del mismo sello. Las piezas, compuestas por Ariel Ramírez con textos de Félix Luna, hablaban de Mujeres argentinas. Y con sus historias contaban parte de la Historia. Más allá de los hits que todos recuerdas, a los que de todas maneras vale la pena volver a prestarles atención –Mercedes Sosa en estado de gracia; los arreglos modernistas de Ramírez – hay allí algunas joyas (casi) ocultas, como la exquisita “Las cartas de Guadalupe”.

Pero la canción ejemplar, en su solapamiento de la violencia como una manera de contarla, es la que narra la historia de la pulpera del viejo Barracas. Porque la de esa mujer que posiblemente se haya llamado Ramona Bustos, es una historia perfecta. Habla de una cosa, pero, al mismo tiempo, se refiere a otras. No hay ningún acento particular en la mención a los “soldados de cuatro cuarteles” que festejan su belleza y su canto “como el de una calandria”, ni a los “trompas de Rosas” –los soldados que, en los combates, transmitían las órdenes con sus clarines– y, por supuesto, a su huida. Y es esa distancia emotiva –unida a la liviandad aparente del vals– la que, al naturalizarla, convierte a la guerra civil en una sombra callada y terrible.

 

Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/

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